Paula Rosas | El Cairo www.abc.es 27/04/2008

Cuando Kathleen Martínez aparece en el vestíbulo del lujoso hotel donde se hospeda en El Cairo, cuesta imaginar que esta dominicana se pase cuatro meses al año embadurnada de polvo hasta las cejas, cavando y cepillando en tenebrosas tumbas a 35 metros de profundidad. Se acerca encaramada a unas vertiginosas sandalias de tacón y perfectamente maquillada, tan coqueta como la reina a la que estudia desde hace quince años, la legendaria Cleopatra VII. «Ella inventó el maquillaje», afirma, fascinada por la figura de la primera reina que ocupó el poder en Egipto sin renunciar por ello a sentirse femenina. «Antes ya había reinado Hatshepsut, ¡pero se tenía que vestir de hombre! Cleopatra reinó como mujer».

Kathleen Martínez busca desde hace cuatro años la tumba donde descansan la extraordinaria reina y muy probablemente su amante, el general romano Marco Antonio. Bajo sus órdenes y pagados de su propio bolsillo, un equipo de 30 personas remueve la tierra del templo de Tabusiris Magna, cerca de Alejandría, en busca de lo que sería el mayor hallazgo arqueológico desde que se descubrió la tumba de Tuntankamón.

«Tenemos grandes expectativas», adelanta la arqueóloga, que no puede desvelar demasiado, aunque la sonrisa ilusionada la delata. Una palabra de más que no haya sido aprobada por el todopoderoso Zahi Hawass, secretario general del Consejo Superior de Antigüedades de Egipto, podría ser fatal para su misión. Martínez sí puede hablar de algunos de los hallazgos que se han encontrado en el templo. Bustos y monedas con el rostro de la reina que han permanecido enterrados durante siglos, y que han desatado las esperanzas de los arqueólogos, conscientes al fin de que siguen una pista fiable.

La egiptología dio durante mucho tiempo por sentado que su tumba yacía cerca del fastuoso palacio que la reina tuvo en Alejandría, sepultado ahora bajo las aguas debido a un terremoto. Pero Kathleen Martínez tenía otra teoría: Cleopatra tuvo que ser enterrada en un lugar apartado de Alejandría, para que su tumba y la de Marco Antonio no fueran profanadas y Octavio, su gran enemigo, no pudiera mostrar sus cuerpos como trofeos por las calles de Roma. «Señalé varios puntos posibles en un mapa de la antigua Alejandría y fui a convencer a Hawass», explica, consciente de que proceder de República Dominicana, un país sin tradición arqueológica, suponía una magra tarjeta de presentación. «Pero me escuchó». Cuatro años después, sueña con el día en que pueda verse cara a cara con la mítica reina, que, por cierto, «era muy guapa y tenía una nariz griega».