Ayer por
la noche
en el
teatro
romano de
Sagunto
se puso
de
manifiesto,
una vez
más, la dificultad,
derivada
de
absurdos
temores,
de montar
a los
clásicos.
Temor de
ser
aburrido
o temor
de ser
una pieza
de
arqueología,
porque
aquello
sucedió
hace
muchos
años, o
porque
los
clásicos
son
aburridos.
Los
clásicos
están
vigentes,
y por eso
precisamente
son
clásicos.
Otra cosa
es que
nos
empeñemos
nosotros
en que
sean
primera
portada
de todos
los
periódicos.
Y sobre
lo que es
divertido
o no,
también
caben
pareceres
y
opiniones.
Añádase a
ello la
cantidad
de
teorías a
las que
ha dado
pie esta
joven
mujer
griega.
En el
montaje
de
Eusebio
Lázaro,
intentando
recoger
lo
anterior,
Antígona
puede ser
le
heroína
griega,
conocida
de todos,
o las
versiones
que, de
su
actuación,
se han
dado a lo
largo de
la
historia.
O lo que
ella se
cree que
es. O lo
que opina
Creonte...
Tema este
más para
ser
discutido
en un
foro que
llevado a
las
tablas.
El
oscilar
entre una
cosa y
otra es
lo que
confunde
al
espectador,
que, al
final, ni
ha visto
las
diversas
Antígonas,
ni al
personaje
de carne
y hueso
que se
enfrenta
con el
tirano,
su tío,
ni la
diversión
prometida
con algún
que otro
absurdo
aparato
escénico.
De todos
es sabido
que sobre
este
personaje
hay
interpretaciones
para
todos los
gustos.
Y, tal
vez,
todas
ellas
sean
válidas.
Tal vez.
Lo sean o
no, lo
menos que
se le
puede
exigir
cuando
sale al
escenario
es una
cierta
coherencia,
tanto a
Antígona
como a
sus
artífices.
Y uno,
francamente,
iba de un
lado a
otro,
zarandeado
por
múltiples
asociaciones
que, a la
postre,
no
significaban
nada ni
conducían
a nada. Y
eso es lo
peor que
puede
pasar en
una obra
de arte.
Así se
abre la
obra
presentando
a una
Antígona
viejecita,
sentada
en su
mecedora.
Y uno,
sin
quererlo,
se
desplaza
a Cien
años de
soledad.
Máxime
cuando a
renglón
seguido
aparece
Creonte
con una
especie
de poncho
de
cualquier
país
sudamericano.
Parecía
que
Antígona,
y hubiera
podido
ser una
buena
reactualización
del mito,
iba a
encarnar
a las
madres de
la Plaza
de Mayo.
Pero no.
Pues
rápidamente
aparece
Ismene
sin
ninguna
referencia
temporal,
lo cual
quiere
decir que
nos
remontamos
a los
orígenes.
Una
Ismene
tan
enérgica,
tan
histérica
a veces,
que el
montaje
dista
mucho de
presentar
a la
rebelde y
decidida,
Antígona,
frente a
la
pusilánime
y
acomodaticia,
Ismene,
que acata
las
leyes,
sean
justas o
no. La
Ismene de
anoche
parecía
no querer
rebelarse
por
aquello
que D.
Miguel de
Unamuno
decía que
era el
órgano de
volición
de los
españoles.
Las
actrices,
por otra
parte,
María
Fernanda
D’Ocón,
Antígona,
y Rosa
Pastor,
Ismene,
más bien
parecían
madre e
hija que
otra
cosa. Fue
una
lástima
que no se
potenciara
el
diálogo
del
texto,
donde se
plantea
claramente
la
discusión
entre dos
posturas
ante una
injusticia,
o una ley
absurda.
Y si eso
no es
actual
que venga
Zeus y lo
vea.
Muchas
veces se
ha dicho
también
que los
griegos
no veían
teatro
con
actores
vestidos
de
griegos.
¿Puede
escenificarse
Antígona
con
vestidos
actuales?
Por
supuesto.
Claro que
sí. Ahora
bien, lo
que no
tiene
sentido
es que
aparezca
un Hemón
con una
melena
que
recuerda
a Gustavo
Adolfo
Bécquer,
y con
unos
vestidos,
o
harapos,
que
evocan a
un bufón
de la
Edad
Media.
Que el
exarconte
lleve
traje de
chaqueta,
Creonte,
cuando se
despoja
de su
poncho,
una blusa
acuchillada,
y
Tiresias
e Ismene
se
disfracen
de
griegos
hollywoodienses.
En fin,
una
tortilla
de
patatas
hecha con
calabacín
y sin
aceite ni
sal. No
contentos
con esto,
tenemos
también
una
horrible
música de
percusión
que va
marcando
las
frases de
los
personajes:
parecían
aquella
bienintencionada
editorial
que ya
sacaba
los
libros
subrayados.
Y luego,
cómo no,
tenemos
danza:
Antígona
"lavando"
el cuerpo
de
Polinice.
Una danza
al final
de la
cual no
se sabe
si ha
hecho los
rituales
de rigor
sobre el
muerto, o
lo ha
resucitado
o se lo
ha
llevado a
casa.
Danza en
la que no
podía
faltar la
postura
de las
piernas
abiertas,
como rana
sentada,
y
movimientos
de cabeza
de
serpiente
oriental.
Y efectos
especiales,
cómo no:
Antígona
sobre un
volcán
lanzando
arena y
la larga
tela de
su rojo
vestido.
Tan
plástico
como
absurdo.
Y los
tambores
de la
selva
zumbando.
¿Se
acuerdan
ustedes
de una
obra de
Ana
Diosdado,
Olvida
los
tambores?
En el
montaje
se podían
haber
aplicado
el
cuento. Y
buscando
más
efectividad,
haciendo
la obra
muy
divertida,
Antígona
se
suicida,
y lo hace
desnuda,
la pobre
chica.
¿Por qué?
No se
sabe. En
el teatro
griego la
muerte
era tabú,
jamás se
veía en
escena.
Pero,
claro, un
desnudo
femenino
puede ser
tan
actual y
conmovedor.
Y lo
actual,
la
discusión
entre
Hemón y
Creonte,
hijo y
padre,
quizás la
primera
discusión
generacional
de la que
tenemos
constancia,
pasa a un
segundo
plano por
no decir
al
olvido.
Además,
con esos
harapos
de bufón
que lleva
el pobre
Hemón...
Tampoco
explica
nadie que
si la
buena
chica, en
pelota
viva, se
ha
suicidado,
como es
que
aparece
al
principio
de la
obra
haciendo
de Úrsula
Buendía,
o de la
madre de
Norman,
el de
Psicosis,
que para
el caso
es lo
mismo. En
fin, una
ensalada
de
despropósitos,
de
teorías,
contrateorías,
interpretaciones,
añadidos,
marcados
por el
tam-tam
de la
selva,
que vale
más pasar
por la
laguna
Estigia,
aunque
Caronte
nos
duplique
el precio
por
hacernos
tan magno
favor.