28-08-2003

Festival de Sagunto ● Vicente Adelantado Soriano

Una Antígona para olvidar

Ayer por la noche en el teatro romano de Sagunto se puso de manifiesto, una vez más, la dificultad, derivada de absurdos temores, de montar a los clásicos. Temor de ser aburrido o temor de ser una pieza de arqueología, porque aquello sucedió hace muchos años, o porque los clásicos son aburridos. Los clásicos están vigentes, y por eso precisamente son clásicos. Otra cosa es que nos empeñemos nosotros en que sean primera portada de todos los periódicos. Y sobre lo que es divertido o no, también caben pareceres y opiniones. Añádase a ello la cantidad de teorías a las que ha dado pie esta joven mujer griega. En el montaje de Eusebio Lázaro, intentando recoger lo anterior, Antígona puede ser le heroína griega, conocida de todos, o las versiones que, de su actuación, se han dado a lo largo de la historia. O lo que ella se cree que es. O lo que opina Creonte... Tema este más para ser discutido en un foro que llevado a las tablas. El oscilar entre una cosa y otra es lo que confunde al espectador, que, al final, ni ha visto las diversas Antígonas, ni al personaje de carne y hueso que se enfrenta con el tirano, su tío, ni la diversión prometida con algún que otro absurdo aparato escénico.

De todos es sabido que sobre este personaje hay interpretaciones para todos los gustos. Y, tal vez, todas ellas sean válidas. Tal vez. Lo sean o no, lo menos que se le puede exigir cuando sale al escenario es una cierta coherencia, tanto a Antígona como a sus artífices. Y uno, francamente, iba de un lado a otro, zarandeado por múltiples asociaciones que, a la postre, no significaban nada ni conducían a nada. Y eso es lo peor que puede pasar en una obra de arte. Así se abre la obra presentando a una Antígona viejecita, sentada en su mecedora. Y uno, sin quererlo, se desplaza a Cien años de soledad. Máxime cuando a renglón seguido aparece Creonte con una especie de poncho de cualquier país sudamericano. Parecía que Antígona, y hubiera podido ser una buena reactualización del mito, iba a encarnar a las madres de la Plaza de Mayo. Pero no. Pues rápidamente aparece Ismene sin ninguna referencia temporal, lo cual quiere decir que nos remontamos a los orígenes. Una Ismene tan enérgica, tan histérica a veces, que el montaje dista mucho de presentar a la rebelde y decidida, Antígona, frente a la pusilánime y acomodaticia, Ismene, que acata las leyes, sean justas o no. La Ismene de anoche parecía no querer rebelarse por aquello que D. Miguel de Unamuno decía que era el órgano de volición de los españoles. Las actrices, por otra parte, María Fernanda D’Ocón, Antígona, y Rosa Pastor, Ismene, más bien parecían madre e hija que otra cosa. Fue una lástima que no se potenciara el diálogo del texto, donde se plantea claramente la discusión entre dos posturas ante una injusticia, o una ley absurda. Y si eso no es actual que venga Zeus y lo vea.

Muchas veces se ha dicho también que los griegos no veían teatro con actores vestidos de griegos. ¿Puede escenificarse Antígona con vestidos actuales? Por supuesto. Claro que sí. Ahora bien, lo que no tiene sentido es que aparezca un Hemón con una melena que recuerda a Gustavo Adolfo Bécquer, y con unos vestidos, o harapos, que evocan a un bufón de la Edad Media. Que el exarconte lleve traje de chaqueta, Creonte, cuando se despoja de su poncho, una blusa acuchillada, y Tiresias e Ismene se disfracen de griegos hollywoodienses. En fin, una tortilla de patatas hecha con calabacín y sin aceite ni sal. No contentos con esto, tenemos también una horrible música de percusión que va marcando las frases de los personajes: parecían aquella bienintencionada editorial que ya sacaba los libros subrayados. Y luego, cómo no, tenemos danza: Antígona "lavando" el cuerpo de Polinice. Una danza al final de la cual no se sabe si ha hecho los rituales de rigor sobre el muerto, o lo ha resucitado o se lo ha llevado a casa. Danza en la que no podía faltar la postura de las piernas abiertas, como rana sentada, y movimientos de cabeza de serpiente oriental. Y efectos especiales, cómo no: Antígona sobre un volcán lanzando arena y la larga tela de su rojo vestido. Tan plástico como absurdo. Y los tambores de la selva zumbando. ¿Se acuerdan ustedes de una obra de Ana Diosdado, Olvida los tambores? En el montaje se podían haber aplicado el cuento. Y buscando más efectividad, haciendo la obra muy divertida, Antígona se suicida, y lo hace desnuda, la pobre chica. ¿Por qué? No se sabe. En el teatro griego la muerte era tabú, jamás se veía en escena. Pero, claro, un desnudo femenino puede ser tan actual y conmovedor. Y lo actual, la discusión entre Hemón y Creonte, hijo y padre, quizás la primera discusión generacional de la que tenemos constancia, pasa a un segundo plano por no decir al olvido. Además, con esos harapos de bufón que lleva el pobre Hemón... Tampoco explica nadie que si la buena chica, en pelota viva, se ha suicidado, como es que aparece al principio de la obra haciendo de Úrsula Buendía, o de la madre de Norman, el de Psicosis, que para el caso es lo mismo. En fin, una ensalada de despropósitos, de teorías, contrateorías, interpretaciones, añadidos, marcados por el tam-tam de la selva, que vale más pasar por la laguna Estigia, aunque Caronte nos duplique el precio por hacernos tan magno favor.

 

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