7-08-2003

Festival de Sagunto ● Vicente Adelantado Soriano

Electra o la vigencia de los clásicos

Anoche, 6 de Agosto de 2003, se reiniciaron en Sagunto, tras meses de incertidumbre y pesimismo por toda la absurda y estéril cuestión, política, que no cultural, de la vieja restauración del teatro romano, las conferencias de los directores sobre las obras que han dirigido y que se representan en dicho teatro. Por ahora éste, pese a la polémica y a una sentencia del Tribunal Superior de Justicia, ha quedado como estaba, es decir con sus placas de mármol y su escena por encima de no sé qué cota, pero utilizable y pisable. Gracias a ello anoche pudimos disfrutar de la puesta en escena de Electra, versión de José Sanchis Sinisterra y dirección de Antonio Simón. Antes, y como viene siendo ya habitual, la profesora Carmen Morenillas presentó, en la sala de conferencias de Bancaja, al director de la obra haciendo, lo cual es muy de agradecer, un resumen y recordatorio de todas las desavenencias de los Atridas con sus muertes, asesinatos y participación en la Guerra de Troya.

A continuación fue el director de la obra el encargado de explicar la gestación de la misma, sus contactos con Sanchis Sinisterra, los problemas que tuvieron y cómo los fueron resolviendo. Así, de alguna forma, Antonio Simón nos fue marcando las partes más complicadas de su Electra, y como había subrayado este o aquel aspecto. Junto con la profesora Morenillas señaló también la diferencia entre la Electra de Eurípides y la de Sófocles, dos obras que pertenecen a dos momentos distintos de la Grecia clásica, confianza total en la democracia, o marcado escepticismo ante ella. Coloquios y explicaciones tienen la virtud de enriquecer la visión que, luego, vamos a tener de los personajes hechos ya carne sobre el escenario. Ni de lejos somos, pues, los que asistimos a dichos coloquios, unos espectadores inocentes, suponiendo que exista tal cosa.

Es muy de agradecer también la publicación, este verano, de los coloquios de los años anteriores, La vigencia de los mitos griegos, donde se reúnen las reflexiones de directores tan destacados como Fernando Urdiales, Joan Ollé, Alicia Alonso, Lluís Pasqual, Núria Espert, etc.

Al hilo de la inocencia o no del espectador, no hace muchos días un periódico de la capital de Valencia, en esos espacios tan absurdos de sube o baja, en los que se califica a personajes de la vida pública, aparecía Sanchis Sinisterra en el apartado de Limón, es decir en el baja, en la parte amarga. Era debido a que tras la representación de Electra en Mérida, al parecer, yo no estuve allí, una parte del público se manifestó en contra de la guerra, y a otra parte le molestó tal actitud. El periodista daba a entender, entre líneas, que nada tenía que ver una cosa, Electra, con la otra, la guerra de Irak. Evidentemente o no entendió la obra, o trataba de hacer de los clásicos esqueletos en vitrina, arqueología para Indiana Jones y poco más. Y el que se equivoca es el periodista, suponiendo que no defienda a su señor, en cuyo caso su inocencia es tan grande como la de Preceptor de Orestes.

De alguna forma en Electra se repite el esquema de Antígona: dos hermanas, una de carácter fuerte, Electra, decidida a llevar a cabo sus resoluciones, lo permita o no la ley, y otra débil, Crisotemis, o Ismene, que rehuyen enfrentarse con el poder, tal vez por cobardía o quizás por sensatez. En ambas obras es fundamental el papel del coro, insistiendo siempre en la máxima virtud griega, en la templanza, en el justo medio. La ceguera de Antígona, dispuesta a pasar por encima de las leyes de Creonte, y el odio y el rencor de Electra, olvidando esa virtud, la templanza, y despreciando las leyes sagradas, desencadenarán la tragedia. Electra se vale para su venganza, siempre confiada al varón, del Preceptor al que entrega a su hermano Orestes, cuando éste todavía es un niño. Orestes es educado para llevar a cabo los planes de su hermana y del Preceptor. Y aquí reside uno de los puntos esenciales de la obra, y su modernidad: Orestes mata sin rencor, porque se lo han dicho, o lo han educado para ello, o maleducado para la sociedad. Sea como fuera, mata a su madre a la que apenas si conoce; y de la que, por supuesto, ignora las razones que tuvo o dejó de tener para asesinar a Agamenón, su padre.

También la obra puede ser leída, o vista, al igual que Fedra, como la incomunicación radical entre los personajes. Todos tienen su parte de razón; pero esa parte de razón no es la Verdad. Ahora bien, en ningún momento ninguno de ellos se cuestiona que su verdad es relativa, y que se complementa con la del otro. Y, ni muchos menos, que la situación a la cual han llegado se puede solucionar de forma distinta a como lo hacen. Así Orestes no le pregunta al Oráculo si debe matar a no, sino cómo debe ejecutar a su madre. Electra quiere matar a su madre por encima de todo, sin atender más razones que su propio rencor. Clitemnestra acabó hastiada de un marido que sacrificó a tres de sus hijos, el último de los cuales fue Ifigenia, conducida al ara con engaños, con la promesa de un matrimonio y por mor de una guerra y una mujer, Helena, que nada tiene que ver con ellos. Sí con la ambición de Agamenón, ambición que no se detiene ni ante el sacrificio de la propia hija. Clitemnestra, harta, acabó con semejante progenitor tras un rencor alimentado durante diez años, lo que dura la Guerra de Troya. Electra, por supuesto, no se acuerda de sus hermanos muertos a manos de su padre. A su madre, cuando le descubre quién era Agamenón, sólo la acusa, carente de toda lógica, de dormir con Egisto.

No falta en la obra la ironía: Egisto ante el cadáver de Clitemnestra en tanto reclama la presencia de ésta para que vea a su hijo muerto; Electra llorando a su hermano Orestes, con una urna conteniendo las cenizas de éste, en tanto Orestes está frente a ella hablándole. Y la frialdad: Orestes y Pílades entrando al palacio para dar muerte a Clitemnestra, con la que ni siquiera hablan; o llevando a Egisto, que tampoco dice nada, al lugar donde él mató a Agamenón. El único que habla y trata de solucionar la cuestión, el corífeo, una mujer en la versión de Sófocles, llama al orden, a la templanza, continuamente. Nadie le presta atención. El corífeo, un agricultor lleno de sentido común, es un trasunto de Casandra: nada dice que no sea digno de atención, pero nadie oye sino lo que quiere y desea. Y en esa espiral de rencor y violencia lo que menos interesa es la templanza, el dominio de los sentimientos, el percatarse de la razón del otro. Creo que había razones de sobra para manifestarse en contra de la guerra. Lo cual no quiere decir que las guerras no tengan un sentido o una finalidad. Son los soldados los que se parecen a Orestes, o a Pílades, el personaje que no habla, pero que siempre aparece con la espada en la mano. En realidad es éste el encargado de hacer el trabajo sucio. Y hecho el mismo, cumplida la venganza, surge la sabia y terrible pregunta del corífeo: ¿valió la pena todo esto par alcanzar la libertad? Nos quedamos sin saber de qué libertad se trata.

La complejidad de la obra ha contado con unos excelentes actores y con una sobria y rigurosa puesta en escena. El decorado está formado por una plataforma inclinada hacia el espectador. Por el centro de ella discurre un río que desemboca en una balsa, donde los personajes, Electra y Orestes, se refrescan; jamás se lavan ni purifican. A ello cabe añadir una dirección llena de templanza y contención. En ningún momento se recurre al desmelenamiento o a las escenas sentimentaloides y falsas: la anagnórisis entre Electra y su hermano está resuelta con total sobriedad, poniendo así de manifiesto que cada personaje va a lo suyo de forma clara y directa. Tan clara y directa que Orestes para Electra se podía sustituir por cualquier otra persona que empuñara una espada. La inteligente y mesurada actuación de Àngels Bassas nos hace ver a una Electra sola y solitaria, viviendo por y para su rencor y alimentándose de él. La réplica de Anna Güell, Crisotemis, nos pone de manifiesto hasta qué punto ha llegado ya la incomunicación entre el rencor y un leve deseo de perdón, de olvido. Mario Gas en el papel de Preceptor y Vicky Peña en el de Clitemnestra, cierran un reparto verdaderamente excepcional para una obra tan compleja como moderna. Cabe destacar los movimientos, sobrios y llenos de fuerza, y las perfectas modulaciones de las voces, tanto de los citados como del coro y del corífeo. Una obra y unos actores, excepcionales, que ponen de manifiesto la vigencia de los clásicos, que todos tenemos nuestra parte de razón, y que por eso mismo es imprescindible que nos escuchemos los unos a los otros. Al fin y al cabo nada justifica el asesinato. Y, al parecer, nunca se ha matado con más sinrazón que hoy. Nunca como hoy se ha matado por matar, por experimentar una nueva sensación, o porque así se hace en las terroríficas películas que nos sirven a toda hora y sin descanso.

Cada vez vivimos en sociedades más complejas donde, y es un fenómeno digno de estudio, los discursos son más simples y maniqueístas: nosotros tenemos razón y el otro no. El teatro formaba parte de la educación de los griegos, de su famosa paideia. Es una pena que la educación actual lo haya dejado de lado. O muy sospechoso, tanto por cuanto supone dejar hablar al otro, como por percatarse, Electra, Antígona..., que también al otro le asiste su parte de razón. Montajes y actores como los de anoche son muy de agradecer por su sobriedad, el placer estético y todo cuanto hay tras él. Sobre todo y por encima de todo, un enorme respeto al espectador. Ojalá se pudieran programar tales obras en escuelas, institutos y universidades.

 

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