Anoche, 6
de Agosto
de 2003,
se
reiniciaron
en
Sagunto,
tras
meses de
incertidumbre
y
pesimismo
por toda
la
absurda y
estéril
cuestión,
política,
que no
cultural,
de la
vieja
restauración
del
teatro
romano,
las
conferencias
de los
directores
sobre las
obras que
han
dirigido
y que se
representan
en dicho
teatro.
Por ahora
éste,
pese a la
polémica
y a una
sentencia
del
Tribunal
Superior
de
Justicia,
ha
quedado
como
estaba,
es decir
con sus
placas de
mármol y
su escena
por
encima de
no sé qué
cota,
pero
utilizable
y
pisable.
Gracias a
ello
anoche
pudimos
disfrutar
de la
puesta en
escena de
Electra,
versión
de José
Sanchis
Sinisterra
y
dirección
de
Antonio
Simón.
Antes, y
como
viene
siendo ya
habitual,
la
profesora
Carmen
Morenillas
presentó,
en la
sala de
conferencias
de
Bancaja,
al
director
de la
obra
haciendo,
lo cual
es muy de
agradecer,
un
resumen y
recordatorio
de todas
las
desavenencias
de los
Atridas
con sus
muertes,
asesinatos
y
participación
en la
Guerra de
Troya.
A
continuación
fue el
director
de la
obra el
encargado
de
explicar
la
gestación
de la
misma,
sus
contactos
con
Sanchis
Sinisterra,
los
problemas
que
tuvieron
y cómo
los
fueron
resolviendo.
Así, de
alguna
forma,
Antonio
Simón nos
fue
marcando
las
partes
más
complicadas
de su
Electra,
y como
había
subrayado
este o
aquel
aspecto.
Junto con
la
profesora
Morenillas
señaló
también
la
diferencia
entre la
Electra
de
Eurípides
y la de
Sófocles,
dos obras
que
pertenecen
a dos
momentos
distintos
de la
Grecia
clásica,
confianza
total en
la
democracia,
o marcado
escepticismo
ante
ella.
Coloquios
y
explicaciones
tienen la
virtud de
enriquecer
la visión
que,
luego,
vamos a
tener de
los
personajes
hechos ya
carne
sobre el
escenario.
Ni de
lejos
somos,
pues, los
que
asistimos
a dichos
coloquios,
unos
espectadores
inocentes,
suponiendo
que
exista
tal cosa.
Es muy de
agradecer
también
la
publicación,
este
verano,
de los
coloquios
de los
años
anteriores,
La
vigencia
de los
mitos
griegos,
donde
se reúnen
las
reflexiones
de
directores
tan
destacados
como
Fernando
Urdiales,
Joan
Ollé,
Alicia
Alonso,
Lluís
Pasqual,
Núria
Espert,
etc.
Al hilo
de la
inocencia
o no del
espectador,
no hace
muchos
días un
periódico
de la
capital
de
Valencia,
en esos
espacios
tan
absurdos
de sube o
baja, en
los que
se
califica
a
personajes
de la
vida
pública,
aparecía
Sanchis
Sinisterra
en el
apartado
de Limón,
es decir
en el
baja, en
la parte
amarga.
Era
debido a
que tras
la
representación
de
Electra
en
Mérida,
al
parecer,
yo no
estuve
allí, una
parte del
público
se
manifestó
en contra
de la
guerra, y
a otra
parte le
molestó
tal
actitud.
El
periodista
daba a
entender,
entre
líneas,
que nada
tenía que
ver una
cosa,
Electra,
con la
otra, la
guerra de
Irak.
Evidentemente
o no
entendió
la obra,
o trataba
de hacer
de los
clásicos
esqueletos
en
vitrina,
arqueología
para
Indiana
Jones y
poco más.
Y el que
se
equivoca
es el
periodista,
suponiendo
que no
defienda
a su
señor, en
cuyo caso
su
inocencia
es tan
grande
como la
de
Preceptor
de
Orestes.
De alguna
forma en
Electra
se repite
el
esquema
de
Antígona:
dos
hermanas,
una de
carácter
fuerte,
Electra,
decidida
a llevar
a cabo
sus
resoluciones,
lo
permita o
no la
ley, y
otra
débil,
Crisotemis,
o Ismene,
que
rehuyen
enfrentarse
con el
poder,
tal vez
por
cobardía
o quizás
por
sensatez.
En ambas
obras es
fundamental
el papel
del coro,
insistiendo
siempre
en la
máxima
virtud
griega,
en la
templanza,
en el
justo
medio. La
ceguera
de
Antígona,
dispuesta
a pasar
por
encima de
las leyes
de
Creonte,
y el odio
y el
rencor de
Electra,
olvidando
esa
virtud,
la
templanza,
y
despreciando
las leyes
sagradas,
desencadenarán
la
tragedia.
Electra
se vale
para su
venganza,
siempre
confiada
al varón,
del
Preceptor
al que
entrega a
su
hermano
Orestes,
cuando
éste
todavía
es un
niño.
Orestes
es
educado
para
llevar a
cabo los
planes de
su
hermana y
del
Preceptor.
Y aquí
reside
uno de
los
puntos
esenciales
de la
obra, y
su
modernidad:
Orestes
mata sin
rencor,
porque se
lo han
dicho, o
lo han
educado
para
ello, o
maleducado
para la
sociedad.
Sea como
fuera,
mata a su
madre a
la que
apenas si
conoce; y
de la
que, por
supuesto,
ignora
las
razones
que tuvo
o dejó de
tener
para
asesinar
a
Agamenón,
su padre.
También
la obra
puede ser
leída, o
vista, al
igual que
Fedra,
como la
incomunicación
radical
entre los
personajes.
Todos
tienen su
parte de
razón;
pero esa
parte de
razón no
es la
Verdad.
Ahora
bien, en
ningún
momento
ninguno
de ellos
se
cuestiona
que su
verdad es
relativa,
y que se
complementa
con la
del otro.
Y, ni
muchos
menos,
que la
situación
a la cual
han
llegado
se puede
solucionar
de forma
distinta
a como lo
hacen.
Así
Orestes
no le
pregunta
al
Oráculo
si debe
matar a
no, sino
cómo debe
ejecutar
a su
madre.
Electra
quiere
matar a
su madre
por
encima de
todo, sin
atender
más
razones
que su
propio
rencor.
Clitemnestra
acabó
hastiada
de un
marido
que
sacrificó
a tres de
sus
hijos, el
último de
los
cuales
fue
Ifigenia,
conducida
al ara
con
engaños,
con la
promesa
de un
matrimonio
y por mor
de una
guerra y
una
mujer,
Helena,
que nada
tiene que
ver con
ellos. Sí
con la
ambición
de
Agamenón,
ambición
que no se
detiene
ni ante
el
sacrificio
de la
propia
hija.
Clitemnestra,
harta,
acabó con
semejante
progenitor
tras un
rencor
alimentado
durante
diez
años, lo
que dura
la Guerra
de Troya.
Electra,
por
supuesto,
no se
acuerda
de sus
hermanos
muertos a
manos de
su padre.
A su
madre,
cuando le
descubre
quién era
Agamenón,
sólo la
acusa,
carente
de toda
lógica,
de dormir
con
Egisto.
No falta
en la
obra la
ironía:
Egisto
ante el
cadáver
de
Clitemnestra
en tanto
reclama
la
presencia
de ésta
para que
vea a su
hijo
muerto;
Electra
llorando
a su
hermano
Orestes,
con una
urna
conteniendo
las
cenizas
de éste,
en tanto
Orestes
está
frente a
ella
hablándole.
Y la
frialdad:
Orestes y
Pílades
entrando
al
palacio
para dar
muerte a
Clitemnestra,
con la
que ni
siquiera
hablan; o
llevando
a Egisto,
que
tampoco
dice
nada, al
lugar
donde él
mató a
Agamenón.
El único
que habla
y trata
de
solucionar
la
cuestión,
el
corífeo,
una mujer
en la
versión
de
Sófocles,
llama al
orden, a
la
templanza,
continuamente.
Nadie le
presta
atención.
El
corífeo,
un
agricultor
lleno de
sentido
común, es
un
trasunto
de
Casandra:
nada dice
que no
sea digno
de
atención,
pero
nadie oye
sino lo
que
quiere y
desea. Y
en esa
espiral
de rencor
y
violencia
lo que
menos
interesa
es la
templanza,
el
dominio
de los
sentimientos,
el
percatarse
de la
razón del
otro.
Creo que
había
razones
de sobra
para
manifestarse
en contra
de la
guerra.
Lo cual
no quiere
decir que
las
guerras
no tengan
un
sentido o
una
finalidad.
Son los
soldados
los que
se
parecen a
Orestes,
o a
Pílades,
el
personaje
que no
habla,
pero que
siempre
aparece
con la
espada en
la mano.
En
realidad
es éste
el
encargado
de hacer
el
trabajo
sucio. Y
hecho el
mismo,
cumplida
la
venganza,
surge la
sabia y
terrible
pregunta
del
corífeo:
¿valió la
pena todo
esto par
alcanzar
la
libertad?
Nos
quedamos
sin saber
de qué
libertad
se trata.
La
complejidad
de la
obra ha
contado
con unos
excelentes
actores y
con una
sobria y
rigurosa
puesta en
escena.
El
decorado
está
formado
por una
plataforma
inclinada
hacia el
espectador.
Por el
centro de
ella
discurre
un río
que
desemboca
en una
balsa,
donde los
personajes,
Electra y
Orestes,
se
refrescan;
jamás se
lavan ni
purifican.
A ello
cabe
añadir
una
dirección
llena de
templanza
y
contención.
En ningún
momento
se
recurre
al
desmelenamiento
o a las
escenas
sentimentaloides
y falsas:
la
anagnórisis
entre
Electra y
su
hermano
está
resuelta
con total
sobriedad,
poniendo
así de
manifiesto
que cada
personaje
va a lo
suyo de
forma
clara y
directa.
Tan clara
y directa
que
Orestes
para
Electra
se podía
sustituir
por
cualquier
otra
persona
que
empuñara
una
espada.
La
inteligente
y
mesurada
actuación
de Àngels
Bassas
nos hace
ver a una
Electra
sola y
solitaria,
viviendo
por y
para su
rencor y
alimentándose
de él. La
réplica
de Anna
Güell,
Crisotemis,
nos pone
de
manifiesto
hasta qué
punto ha
llegado
ya la
incomunicación
entre el
rencor y
un leve
deseo de
perdón,
de
olvido.
Mario Gas
en el
papel de
Preceptor
y Vicky
Peña en
el de
Clitemnestra,
cierran
un
reparto
verdaderamente
excepcional
para una
obra tan
compleja
como
moderna.
Cabe
destacar
los
movimientos,
sobrios y
llenos de
fuerza, y
las
perfectas
modulaciones
de las
voces,
tanto de
los
citados
como del
coro y
del
corífeo.
Una obra
y unos
actores,
excepcionales,
que ponen
de
manifiesto
la
vigencia
de los
clásicos,
que todos
tenemos
nuestra
parte de
razón, y
que por
eso mismo
es
imprescindible
que nos
escuchemos
los unos
a los
otros. Al
fin y al
cabo nada
justifica
el
asesinato.
Y, al
parecer,
nunca se
ha matado
con más
sinrazón
que hoy.
Nunca
como hoy
se ha
matado
por
matar,
por
experimentar
una nueva
sensación,
o porque
así se
hace en
las
terroríficas
películas
que nos
sirven a
toda hora
y sin
descanso.
Cada vez
vivimos
en
sociedades
más
complejas
donde, y
es un
fenómeno
digno de
estudio,
los
discursos
son más
simples y
maniqueístas:
nosotros
tenemos
razón y
el otro
no. El
teatro
formaba
parte de
la
educación
de los
griegos,
de su
famosa
paideia.
Es una
pena que
la
educación
actual lo
haya
dejado de
lado. O
muy
sospechoso,
tanto por
cuanto
supone
dejar
hablar al
otro,
como por
percatarse,
Electra,
Antígona...,
que
también
al otro
le asiste
su parte
de razón.
Montajes
y actores
como los
de anoche
son muy
de
agradecer
por su
sobriedad,
el placer
estético
y todo
cuanto
hay tras
él. Sobre
todo y
por
encima de
todo, un
enorme
respeto
al
espectador.
Ojalá se
pudieran
programar
tales
obras en
escuelas,
institutos
y
universidades.