Albano de Alonso Paz www.infolibre.es 24/06/2024
Hubo un tiempo no muy lejano en el que los estudiantes elegían al matricularse Latín y Griego en la escuela, no porque les sonaran a más fáciles, sino porque les despertaban curiosidad. Hoy, los centros escolares a regañadientes se ven obligados a diseñar campañas propagandísticas —si cuentan con profesorado y ánimos para ello— para lograr sacar algún grupo de estas asignaturas u otras de las ramas de las humanidades o las artes, casi siempre optativas residuales.
Estamos inmersos en una crisis educativa amplia dentro de un marco más global en el que nuestras sociedades sucumben a los requerimientos de una forma de entender la economía del mundo moderno. Se trata de la llamada “crisis silenciosa” de la que alerta Martha Nussbaum en Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (Katz, 2012).
Sobre esta crisis y el papel que las artes y humanidades tienen en ella, Marina Garcés mantiene en su ensayo Nueva ilustración radical (Anagrama, 2017) una tesis interesante, alejada de la añoranza nostálgica: “no hay que defenderlas, sino que hay que entrar con fuerza en lo que a través de ellas se está poniendo en juego”. Si seguimos con las ideas expuestas por esta filósofa, el papel de los profesionales de la educación en general debe ser, en virtud de sus código éticos, hacer valer lo que los studia humanitatis, entendidos desde un enfoque amplio y actualizado a nuestro tiempo, aportan para la construcción de una vida vivible, recurriendo a las ideas de la propia Garcés o de Judith Butler.
No se trata tanto de aportar una visión lastimera a partir de la congoja de sollozar por un pasado mejor. Antes cursábamos Latín o Música (asignatura casi “muertas” en los actuales planes de estudio) como materias obligatorias con amplia carga horaria antes de tener la mayoría de edad los que sobrevivimos al sistema. Ahora, el papel de la cultura entendida en sentido democrático se vincula con la crisis institucional que lleva a la pérdida progresiva del vínculo de los ciudadanos con el Estado, con la democracia y con las movilizaciones colectivas para frenar los radicalismos (lo hemos visto en las recientes elecciones europeas). Existe un desinterés generalizado por la dignidad que aporta el humanismo a los diferentes estamentos de la sociedad civil, y puede tener que ver con este imperativo educativo necesario para la democracia.
Hay que reconocer que las políticas educativas de las últimas décadas no han sabido —o querido— captar el valor que las letras y las artes tienen para el bien común. El discurso de alerta que vienen lanzando desde hace años diferentes voces del mundo de la cultura y la educación no ha sido escuchado. En la actual planificación educativa, el emprendimiento y la digitalización han pasado a ser las prioridades públicas: la piedra angular de todos los últimos cambios educativos y el cimiento para edificar la tan anunciada “aula del futuro”.
La UNESCO, en su publicación Replantear la educación, de 2005, ya insistía en que “el planteamiento humanista aborda el debate sobre la educación más allá de la función utilitaria que cumple en el desarrollo económico”. Sin embargo, pasada la pandemia hemos enarbolado el valor de unos recursos tecnológicos que acercan a la humanidad a bienes y servicios de primera necesidad, pero nos hemos olvidado de calcular el costo de una sociedad y una escuela común donde las artes y las humanidades son un simple goteo. El mismo pensamiento de Antonio Monegal en su ensayo Como el aire que respiramos (Acantilado, 2022), cuando habla de las consecuencias sociales del desprestigio de cultura, puede aplicarse a una educación pública donde el valor de las humanitatis se debate entre la vida y la muerte, sin habernos percatado del impacto social de que esto ocurra: “nuestro desencanto es uno de los principales síntomas del estado de la cultura”.
Superar la crisis de la escuela pasa por ampliar la presencia de las humanidades en esta: el camino necesario para neutralizar el rechazo y la cerrazón de los conservadurismos
Las batallas entre la vieja y la nueva escuela se olvidan de incluir en las pedagogías de la inclusión lo que las humanidades aportan a la dignidad de los sectores más vulnerables. Precisamente la palabra “dignidad” tiene en su tronco originario la acción de tomar: lo digno es lo que se alcanza por merecimiento y se pone a disposición de los otros. “Sólo es digna de ser vivida la vida que se vive para los otros”, dijo Albert Einstein. Por ello, convertir las disciplinas humanísticas o artísticas en bastión de la resistencia frente a las injusticias y contra la violaciones de los derechos humanos puede ser tan loable y necesario para una democracia como advertir que los avances tecnológicos, si se suceden desde una perspectiva ética, crítica y racional, contribuyen a la accesibilidad universal y a la mejora colectiva de la vida cotidiana.
La cuestión está, tal vez, en dilucidar qué intereses están detrás del arraigado complejo por rescatar el peso de las humanidades en tiempos de crisis y, a la vez, observar que no haya mesura a la hora de enarbolar los cimientos de la escuela nueva sobre ismos dictados por la sociedad neoliberal. Dicho de otra manera, demostrada la aportación de la cultura humanística como tronco que nos une y nos proyecta hacia una vida nueva, nuestra insistencia debe encaminarse a preguntarle al poder qué cerrazón lleva a las políticas educativas a no establecer una estructura angular firme en torno al arte, la música, la filosofía o la literatura desde los primeros años de vida.
Y no tanto por lo que aportan a la elevación del pueblo en una distinción errónea entre baja y alta cultura, sino sobre todo por su proyección antropológica y su innegable conexión por ejemplo con otras ciencias. Las humanidades tal vez no nos hacen mejores personas ipso facto, ni leer elimina las injusticias; tampoco cultivar la sensibilidad artística erradicará la maldad humana. La historia nos ha demostrado que no ha sido así.
Sin embargo, las disciplinas artísticas y humanísticas completan el saber humano y contribuyen a apropiarnos de otras experiencias, a conocer mejor el mundo y a que los pueblos se entiendan en su diversidad. Alientan a entender que las creaciones humanas encierran un pluralismo de formas de vida que se entrelazan para favorecer la comprensión democrática. Al fin y al cabo, detrás de la crisis de las humanidades en la escuela está la crisis de la alteridad, que aterrizó de lleno cuando el individualismo nos hizo olvidarnos de que saber vivir en democracia pasa por entender que no estamos solos.
Abogar, por lo tanto, por una idea de proyecto educativo común en la escuela que se nutra de planes de desarrollo interdisciplinar de artes y humanidades es el mejor camino para lograr ensanchar el nosotros. Superar la crisis de la escuela pasa por ampliar la presencia de las humanidades en esta: el camino necesario para neutralizar el rechazo y la cerrazón de los conservadurismos. Defender, en definitiva, una cultura de la concordia con base en una democracia más humana, más humanística, para aspirar desde cualquier aula a aquello que Daniel Innerarity entiende en su ensayo La libertad democrática (Galaxia Gutenberg, 2023) para la política: la verdad, siempre, “como aspiración compartida, no una propiedad privada o un arma arrojadiza”.
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Albano de Alonso Paz es profesor de Lengua Castellana y Literatura y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza.
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