Georges Didi-Huberman www.museoreinasofia.es 01/01/2011

A partir del Atlas Mnemosyne
La mitología griega cuenta que el titán llamado Atlas, junto a su hermano Prometeo, quiso enfrentarse a los Dioses del Olimpo para quitarles su poder y dárselo a los hombres. Cuenta que fue castigado en la misma medida de su fuerza: mientras un buitre le arrancaba el hígado a Prometeo en los confines del Este, Atlas, en el Oeste, (entre Andalucía y Marruecos) fue obligado a sostener con sus hombros el peso de la bóveda celeste entera. Cuenta también que llevar esta carga le hizo adquirir un conocimiento infranqueable, y una sabiduría desesperante. Fue precursor de astronautas y geógrafos, incluso algunos dicen que fue el primer filósofo. Dio su nombre a una montaña (el Atlas), a un océano (el Atlántico) y a una forma arquitectónica antropomórfica (el Atlante) que sirve como columna de soporte.

Atlas, finalmente, dio su nombre a una forma visual de conocimiento: al conjunto de mapas geográficos, reunidos en un volumen, generalmente, en un libro de imágenes, y cuyo destino es ofrecer a nuestros ojos, de manera sistemática o problemática – incluso poética a riesgo de errática, cuando no surrealista – toda una multiplicidad de cosas reunidas allí por afinidades electivas, como decía Goethe. El atlas de imágenes se convirtió en un género científico por derecho propio a partir del siglo XVIII (pensemos en el libro de láminas de la Enciclopedia) y se desarrolló considerablemente en los siglos XIX y XX. Encontramos atlas muy serios, muy útiles – generalmente muy bonitos – en el ámbito de las ciencias de la vida (por ejemplo los libros de Ernst Haeckel sobre las medusas y otros animales marinos); existen atlas más hipotéticos, por ejemplo en el ámbito de la arqueología; también tenemos atlas totalmente detestables en el campo de la antropología y la psicología (por ejemplo el Atlas del hombre criminal de Cesare Lombroso o algunos de los libros de fotografías «raciales» constituidos por pseudo-eruditos del siglo XIX).

En el ámbito de las artes visuales, el atlas de imágenes, Atlas Mnemosyne, compuesto por Aby Warburg entre 1924 y 1929, que quedó inacabado, constituye para todo historiador del arte –e incluso para todo artista hoy– una obra de referencia y un caso absolutamente fascinante. Aby Warburg transformó el modo de comprender las imágenes. Él es para la historia del arte el equivalente a lo que Freud, su contemporáneo, fue para la psicología: incorporó cuestiones radicalmente nuevas para la comprensión del arte, y en particular la de la memoria inconsciente. Mnemosyne fue su paradójica obra maestra y su testamento metodológico: reúne todos los objetos de su investigación en un dispositivo de “paneles móviles” constantemente montados, desmontados, remontados. Aparece también como una reacción de dos experiencias profesionales: la de la locura y la de la guerra. Se puede ver entonces como una historia documental del imaginario occidental (heredero en estos términos de los Disparates y los Caprichos de Goya) y como una herramienta para entender la violencia política en las imágenes de la historia (comparable en esto a un compendio de los Desastres).

En la mesa de montaje
Atlas — ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? es una exposición inter-disciplinaria que recorre el siglo XX y nuestro reciente siglo XXI, eligiendo el atlas de imágenes Mnemosyne como punto de partida. A pesar de todas las diferencias de método y contenido que pueden separar la investigación de un filósofo-historiador y la producción de un artista visual, quedamos impactados por su común método heurístico —o método experimental— cuando se basa en un montaje de imágenes heterogéneas. Descubrimos entonces que Warburg comparte con los artistas de su tiempo una misma pasión por la afinidad visual operatoria, lo que le convierte en contemporáneo de artistas plásticos de vanguardia (Kurt Schwitters o László Moholy-Nagy), fotógrafos de “estilo documental” (August Sander o Karl Blossfeldt), cineastas de vanguardia (Dziga Vertov o Sergei Eisenstein), de escritores que ensayaban el montaje literario (Walter Benjamin o Benjamin Fondane), e incluso de los poetas y artistas surrealistas (Georges Bataille o Man Ray).

La exposición Atlas no ha sido concebida para reunir maravillosas pinturas, sino para ayudar a comprender cómo trabajan algunos artistas –en relación con eventuales obras maestras– y cómo este trabajo puede considerarse desde el punto de vista de un método auténtico e, incluso, desde un conocimiento transversal, no estandarizado, de nuestro mundo. En esta exposición no se ven las bellas acuarelas de Paul Klee, sino su modesto herbario y las ideas gráficas o teóricas que brotaron de él; no se ven los modernos “cuadrados” de Joseph Albers, sino su álbum de fotografías realizado alrededor de la arquitectura precolombina; tampoco las inmensas pinturas de Rauschenberg, sino una serie de fotografías reuniendo objetos tan modestos como heteróclitos; no se ven las magníficas pinturas de Gerhard Richter, sino una sección de montajes realizados para su Atlas de larga duración; no se ven los cubos minimalistas de Sol LeWitt, sino sus montajes fotográficos en las paredes de Nueva York. Antes que las pinturas (como resultado del trabajo) hemos preferido, esta vez, las mesas (como espacios operativos, superficies de juego o realización del trabajo mismo). Y al caminar por la exposición descubrimos que los supuestos “modernos” no son menos subversivos que los “posmodernos”, y que éstos no son menos metódicos y preocupados por la forma que los “modernos”. Constituye una nueva forma de contar la historia de las artes visuales alejada de los esquemas históricos y estilísticos de la crítica académica del arte.

Reconfigurar el orden de las cosas
Cuando colocamos diferentes imágenes —o diferentes objetos, como las cartas de una baraja, por ejemplo— en una mesa, tenemos una constante libertad para modificar su configuración. Podemos hacer montones, constelaciones. Podemos descubrir nuevas analogías, nuevos trayectos de pensamiento. Al modificar el orden, hacemos que las imágenes tomen una posición. Una mesa no se usa ni para establecer una clasificación definitiva, ni un inventario exhaustivo, ni para catalogar de una vez por todas —como en un diccionario, un archivo o una enciclopedia—, sino para recoger segmentos, trozos de la parcelación del mundo, respetar su multiplicidad, su heterogeneidad. Y para otorgar legibilidad a las relaciones puestas en evidencia.

Esta es la razón por la que Atlas nos muestra el juego al que se entregan numerosos artistas, esa “historia natural infinita” (según la expresión de Paul Klee) o ese “atlas de lo imposible” (según la expresión de Michel Foucault respecto a la erudición desconcertante de Jorge Luis Borges). Se descubre, entonces, el sentido en el que los artistas contemporáneos son “sabios” o precursores de un género especial: recogen trozos dispersos del mundo como lo haría un niño o un trapero, Walter Benjamin comparaba estas dos figuras con el auténtico sabio materialista. Hacen que se encuentren cosas fuera de las clasificaciones habituales, sacan de estas afinidades un género de conocimiento nuevo, que nos abre los ojos sobre aspectos del mundo inadvertidos, sobre el inconsciente mismo de nuestra visión.

Reconfigurar el orden de lugares
Hacer un atlas es reconfigurar el espacio, redistribuirlo, desorientarlo en suma: dislocarlo allí donde pensábamos que era continuo, reunirlo allí donde suponíamos que había fronteras. Arthur Rimbaud recortó un día un atlas geográfico para consignar su iconografía personal con los trozos obtenidos. Más tarde, Marcel Broodthaers, On Kawara o Guy Debord inventaron muchas formas de geografías alternativas. Aby Warburg, por su parte, ya había entendido que cualquier imagen —cualquier producción de la cultura en general— es un cruce de múltiples migraciones: es en Bagdad, por ejemplo, donde buscaría los significados inadvertidos de algunos frescos del Renacimiento italiano.

Son numerosos los artistas contemporáneos que no se conforman solo con un paisaje para contarnos la historia de un país: es la razón por la que hacen que coexistan, en una misma superficie — o lámina de atlas — diferentes formas para representar el espacio. Es una forma de ver el mundo y de recorrerlo según puntos de vista heterogéneos asociados unos a otros, como podemos observar en las obras de Alighiero e Boetti, de Dennis Oppenheim o, más generalmente, en la manera en la que ha sido enfocada la metrópolis urbana, desde El hombre con la cámara de Dziga Vertov hasta las instalaciones recientes de Harun Farocki.

Reconfigurar el orden del tiempo
Si el atlas aparece como un trabajo incesante de recomposición del mundo, es en primer lugar porque el mundo mismo sufre constantemente descomposiciones, una detrás de otra. Bertolt Brecht decía de la “dislocación del mundo” que ella es “el verdadero sujeto del arte” (basta con pensar en el Guernica para poder entenderlo). Aby Warburg, por su parte, veía la historia cultural como un verdadero campo de conflictos, una “psicomaquia”, una “titanomaquia”, una “tragedia” perpetua. Se podría decir que muchos artistas han adaptado este punto de vista reaccionando a las tragedias históricas de su tiempo con un trabajo en el que, una vez más, el montaje ocupa el papel central: los fotomontajes de John Heartfield en los años treinta, y más recientemente las Historia(s) del cine de Jean- Luc Godard y el trabajo de artistas como Walid Raad o Pascal Convert.

Es, pues, el tiempo mismo el que se vuelve visible en el montaje de imágenes. Corresponde a cada cual —artista o sabio, pensador o poeta— convertir tal visibilidad en la potencia de ver los tiempos: un recurso para observar la historia, para poder manejar la arqueología y la crítica política, “desmontándola” para imaginar modelos alternativos.

ATLAS. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?
Fechas: 26 de noviembre – 28 de marzo
Lugar: Edificio Sabatini, Planta 1
Organización: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
Co-organiza: ZKM Zentrum für Kunst und Medientechnologie Karlsruhe y Sammlung Falckenberg Phoenix Kulturstiftung
Comisario: Georges Didi-Huberman

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