www.eldiariomontanes.es 25/11/2011

La herencia helena es imprescindible para el desarrollo de la cultura y el arte occidental en la representación religiosa, mitológica y paisajística.

Después correr parte del trayecto a pie, Constantin Brancusi llegó a París desde su Rumanía natal en 1904. Consiguió entrar como aprendiz en el taller del todopoderoso Rodin y lo abandonó al cabo de un mes aduciendo un motivo que conocía bien gracias a su origen campesino: «Nada crece a la sombra de un árbol grande». Poco más tarde, empezó a trabajar en su propia versión de ‘El beso’. El resultado, a pesar de tener el mismo tema y título que una de las piezas más conocidas de Rodin, difiere hasta la contradicción en todo lo demás.

El naturalismo apenas liberado de la Academia de uno, es sobriedad esquemática en el otro. La contorsión expresiva y sentimental del modelo de barro empleado por Rodin desaparece en el trabajo contenido y esencial, tallado directamente sobre el mármol de Brancusi. Sin embargo, las dos obras permiten rastrear su genealogía hasta un mismo origen en la estatuaria griega. Una es fruto de toda la historia del arte de Occidente hasta ese momento; la otra, un salto mortal a la búsqueda del germen de esa misma historia en los ídolos de las islas Cícladas. Como si el breve contacto entre los dos artistas hubiese cerrado un círculo sólo para iniciar una nueva curva en la que no queda más opción que volver al principio, sus obras se nutren del mismo legado griego con 5.000 años de diferencia.

Si es posible abstraerse de esa herencia visual y cultural, es una cuestión que a los primitivos cristianos no parece haberles preocupado. Los documentos destinados a encauzar la disciplina de las primeras comunidades insistían en rechazar cualquier manifestación plástica que les aproximase a la imagen, al ídolo. Por otro lado, vivir en la Roma imperial relegaba su culto a la clandestinidad, en ocasiones, bajo amenaza de muerte. La discreción podía ser vital y aconsejaba abstenerse de representar conceptos religiosos marcadamente nuevos. Cuando por fin empezaron a buscar simbología visual propia, tampoco aspiraban a la originalidad -un valor estético concebido en el siglo XIX-, sino a representar sus creencias de forma efectiva. Tenían a su disposición un conjunto extenso de paradigmas y estilos artísticos heredados del mundo heleno y asimilados por completo en la cultura romana. Incluso después del edicto de Constantino, adoptar esas imágenes bajo la atribución de un nuevo significado fue un proceso natural y eficaz en la tarea de ejemplificar su credo.

Luz del mundo
El pastor Endimión, sumido por voluntad propia en un sueño eterno a la espera de Selene, representa en la nueva interpretación al profeta Jonás dormido bajo el enramado después del episodio de la ballena y se convierte en símbolo de la felicidad del alma humana que se desliza hacia la bienaventuranza. De forma parecida, las escenas de banquetes o ‘symposia’, talladas en contextos funerarios por los griegos y más tarde por los romanos, sirven de modelo para simbolizar la recompensa a los bienaventurados en la vida eterna, un tema estrechamente ligado al banquete eucarístico.

Para aludir más concretamente a esa vida eterna y al triunfo de Jesucristo sobre la muerte recurrieron a la figura de Orfeo, poeta y músico divino capaz de transformar la naturaleza con su arte. Uno de los aspectos más difundidos de su mito es el descenso al inframundo para recuperar a Eurídice. El intento se frustró en el último momento y la ninfa volvió al infierno pero él consiguió emerger con vida. Una resurrección que no pasó desapercibida a los primeros cristianos como símbolo de la de Cristo. La atribución de Orfeo como cantor -aparte de dar origen a la palabra ‘orfeón’- sirvió también a los hebreos para representar en ocasiones al rey David.

Un motivo todavía más habitual, absorbido por los artistas cristianos a partir del arte funerario griego, es el buen pastor. Representado como un hombre joven, sin barba, que sostiene un cordero sobre sus hombros, se encuentra documentado mucho antes de la llegada del cristianismo. En su origen remoto, se asocia a las figuras oferentes y al Moscóforo de la Acrópolis. Después, al dios Hermes, protector de los pastores y encargado de acompañar las almas de los difuntos hasta el Hades, entre otras atribuciones. Su figura parece haber evolucionado hasta significar, de forma más general, consuelo y cuidado más allá de la muerte y llegó a ser una imagen de la protección divina ampliamente extendida. Es una candidata ideal para el sincretismo artístico cristiano debido a los pasajes bíblicos que aluden a Cristo como buen pastor en el Evangelio de Juan y las referencias alegóricas al pastor benevolente y protector presentes en los de Lucas y Mateo.

Otros mitos asimilados son héroes y semidioses que se enfrentaron y vencieron a enemigos temibles. Belerofonte aparece rara vez en contexto cristiano pero, cuando lo hace, es como domador y jinete del caballo alado Pegaso, con el que derrotó a la Quimera. Sin embargo, se elude su faceta como mortal ambicioso en exceso que intentó llegar al Olimpo y fue castigado por Zeus, condenado a caer desde lo alto mientras su montura continuaba el ascenso hasta formar la constelación de Pegaso. El mito de Heracles se interpreta en la misma clave.

Helios, dios del sol, también es una figura ocasional en el arte monoteísta. La tradición griega le representa a bordo del carro solar que recorre la bóveda celeste cada día desde un extremo al otro para dar luz y calor al mundo. En el contexto cristiano, la imagen de Jesucristo como Helios, a menudo con una corona que irradia luz, se interpreta de nuevo como símbolo de la redención.

¿Sin barba?
La costumbre de recrear mitos paganos originarios de Grecia no se consumió en la antigüedad paleocristiana. El Renacimiento, por definición, volvió la vista continuamente hacia el pasado clásico para reproducirlo en otro contexto. A partir de esa primera mirada nostálgica, es posible hacerse una idea sobre el calado de los ideales estéticos griegos rastreando la recurrencia de uno de sus iconos más depurados.

El Apolo del Belvedere, no fue descubierto hasta finales del siglo XV. Es una pieza del periodo helenístico o una copia romana que representa al dios en el instante posterior al disparo de una flecha. Su brazo izquierdo aún sujeta el arco en alto mientras el derecho ha retrocedido y bajado después de tensarlo. La mirada se fija en el objetivo, la serpiente Pitón que asolaba Delfos. Su expresión y la cabeza en conjunto se corresponden con una de las representaciones de Jesucristo más admiradas de la historia del arte de Occidente, la que preside los frescos del ‘Juicio final’ de Miguel Ángel. Aparte del parecido en los rasgos, los expertos explican así la presencia de un Cristo sin barba en uno de los altares más representativos de la cristiandad cuando la imagen con pelo largo y barba que perdura hasta hoy estaba ya establecida por completo, basta fijarse en los ciclos pintados por Piero della Francesca o Fra Angélico, por mencionar sólo dos ejemplos.

La mayor controversia se centró en los desnudos pero la «imitación de la antigüedad» en otros aspectos del ‘Juicio final’ no pasó inadvertida. Alusiones tan evidentes como Caronte y Minos se explican porque son figuras que, con su sola presencia, sirven para identificar el infierno. Uno es el barquero oficial y el otro, como juez, decide el grado de castigo para las almas ya condenadas.

La piel de San Bartolomé, en la que se reconoce el autorretrato de Miguel Ángel, sugiere referencias más complejas. Según el mito griego, Marsias era un sátiro experto en tocar una especie de flauta doble. Apolo y él, uno con la lira y el otro con la flauta, se enfrentaron en una competición musical en la que el ganador podría tratar al perdedor como quisiera. La fábula tiene, como es habitual, otras variaciones y detalles pero, en esencia, cuenta cómo Marsias perdió y fue desollado vivo. Su piel, colgada de un árbol, originó el río que lleva su nombre. Varios autores sugieren que Buonarroti pintó en realidad un doble juicio en el altar mayor de la capilla Sixtina: el cristiano y el de Apolo sobre Marsias, identificado con Miguel Ángel. La interpretación asocia al sátiro que desafía a un dios con la idea de audacia, una cualidad artística considerada imprescindible durante el Renacimiento.

Interior y exterior
El mismo pasaje mítico fue tratado en esa época y durante el Barroco por pintores como Tiziano, José de Ribera y Luca Giordano, entre otros. También fue el tema de la instalación de Anish Kapoor para la sala de Turbinas de la Tate Modern en 2002. ‘Marsyas’ era una membrana gigantesca de color rojo que su autor comparó con una «piel arrancada» en alusión a la «falta de atrevimiento de los artistas para crear obras de arte más bellas que las de los dioses». Definió la monumental escultura como «un objeto desollado, hecho de piel tensada para revelar una relación compleja entre exterior e interior». La interpretación matizada del mito de Marsias es necesaria para abarcar los significados que sugiere Kapoor porque plantea el enfrentamiento entre los valores apolíneos y dionisiacos. Apolo representa luz y armonía. Es superior en todo al sátiro Marsias, energía sin encauzar apegada a la naturaleza salvaje y oscura. La acción, en apariencia despiadada, del dios resulta ser más una bendición que un castigo porque, al despojarle de la piel, permite que el interior aflore y fluya como un río.

En el Barroco los artistas no abandonaron los temas mitológicos. Los siguieron reproduciendo -a menudo bajo atribuciones alegóricas- en alternancia con temas bíblicos o de otro tipo. Velázquez pinta, por ejemplo, ‘La fragua de Vulcano’; Rubens, ‘Las tres gracias’; Caravaggio, el ‘Baco enfermo’; y Rembrandt, ‘El rapto de Europa’. Con el Neoclasicismo se produce un nuevo resurgir apoyado en el descubrimiento de Pompeya y Herculano y se formaliza la teoría del ideal estético clásico que perdura hasta hoy. Aunque se da cierta preferencia a los temas más romanizados, en consonancia con el imperio napoleónico, en esa época el Apolo del Belvedere es considerado en Occidente la obra cumbre del arte de todos los tiempos y sirve como modelo a Antonio Cánova para crear -mito sobre mito- el ‘Perseo’.

El Romanticismo acaba con esa valoración y, en cierta medida, con la fascinación explícita por la herencia clásica, ya diluida en las manifestaciones artísticas de esa época y las posteriores. Sobre el futuro, queda abierta a interpretaciones la presencia del Apolo Belvedere en la Luna, su efigie adornando las insignias oficiales de los tripulantes del Apolo XVII.

FUENTE: http://www.eldiariomontanes.es/v/20111125/cultura/sotileza/otra-deuda-griega-20111125.html