Templo de Afaya[Templo de Afaya – ABC]

Julia Navarro  abc.es  28/07/2020

La escritora Julia Navarro relata en ABC los casi indistiguibles y siempre dichosos veranos en Grecia, en donde por primera vez en 35 años no pasará unos días durante esta época estival

 

Llevo días preguntándome cuál ha sido el mejor verano de mi vida y confieso que me cuesta elegir. Recuerdo perfectamente los «malos», pero han sido menos que los «buenos». Y los buenos, los mejores, casi todos han transcurrido en Grecia, y podría decir que se parecen mucho los unos a los otros, tanto que casi soy incapaz de distinguirlos. Porque desde hace muchos, muchos años, en verano recalo en Grecia. Y les confesaré un secreto: siempre, sí, siempre he sido feliz, soy feliz en esa tierra de dioses y mitos, y me entristece que, por primera vez desde hace treinta y cinco años, a cuenta del maldito coronavirus, no pasaré unos cuantos días en Grecia.

El ritual ha sido, es, siempre el mismo. Pasar un par de días en Atenas, dedicando una mañana a subir a la Acrópolis. Creo que podría andar por el recinto con los ojos cerrados. Eso sí, añoro de aquellos primeros veranos en Atenas que casi podías tocar con la punta de los dedos las bellísimas columnas del Partenón, ya que las medidas de protección del templo de Atenea no eran las de ahora. Los paseos por el Plaka, las visitas al Museo Arqueológico, las cenas en las tabernas del Pireo… Y, año tras año, los setenta kilómetros de «escapada» hasta Cabo Sounion. Aún conservo algunas fotos dentro del templo de Poseidón de aquellos años en los que no había ningún obstáculo que lo impidiera.

Es un lugar mágico, donde el viento te recuerda que ha sido un impulsor indispensable de la civilización en el Mediterráneo y allí, a los pies del templo, tumbada cerca del borde que limita con el precipicio que desemboca en el mar, me he sentido libre y casi inmortal.

No recuerdo qué verano fue el que descubrí el templo de Bassae, en el Peloponeso. Sí tengo grabada en la retina que era al principio del verano y llovía a cántaros, y quizá por eso tuvimos el privilegio de ver el templo a solas. Allí, empapados bajo la lluvia y en silencio, con la mirada fija en ese templo construido por Ictino, el mismo arquitecto del Partenón.

Tampoco recuerdo en qué verano llegamos a Gla, una ciudad micénica casi imposible de encontrar situada en la ruta entre Tebas y las Termópilas. Toda una mañana bajo un sol implacable, mapa en mano, buscando los restos de una ciudad que, según los libros de Historia, estaba situada en una especie de islote en el Lago Copais, hasta que, por fin, vislumbramos los restos de lo que parecían ser murallas. Otra vez la suerte de poder disfrutar de esta maravilla en la más absoluta soledad. Porque hay lugares a los que nunca llegan las excursiones de turistas.

Las islas son punto y aparte. Verano tras verano, hemos ido descubriendo algunas navegando desde el Pireo en esos ferrys herrumbrosos donde se mezclan los turistas con la gente del lugar, donde los gritos de los marineros se pierden entre el fragor de las olas y el olor a salitre se mezcla con el del gasoil, donde intentar coger asiento es casi misión imposible. Lo mejor es dejarse llevar por la intuición. Preguntar qué ferry está a punto de salir y adónde, sacar el billete y correr antes de que retiren la pasarela. Por Grecia hay que viajar olvidándose del reloj, sin rumbo fijo, a la aventura y con los ojos bien abiertos, porque en cualquier rincón surge la sorpresa. Al fin y al cabo, Grecia es la tierra de los dioses más humanos que podamos encontrar. Y, la verdad sea dicha, los moradores del Olimpo no son precisamente de fiar.

Confieso que mi amor por las islas griegas comenzó mucho antes de conocerlas. Fue leer a Lawrence Durrel y tener un flechazo por anticipado. Todas son distintas y están repletas de secretos si uno está dispuesto a sentarse en algún café con un paquete de pistachos a ver pasar la vida. O buscar una de esas calas de aguas profundas para darte un chapuzón o, después de una buena caminata, llegar a alguno de los monasterios y panagias que salpican el paisaje griego, cenar en alguna de las tabernas que se apiñan en los puertos y escuchar, sí, escuchar a la gente del lugar que chapurrea un poco de inglés, algo de francés, mucho de italiano, e incluso de español y así van hilvanando la conversación.

Siempre pregunto con curiosidad el nombre de mis interlocutores, porque suelen llevar el de los grandes héroes; sin ir más lejos, el portero del hotel en el que siempre me alojo en Atenas se llama Agamenón. ¡Casi nada! Claro que también he conocido a unos cuantos Ulises, Hércules, Helenas, Ariadnas o Briseidas….

¿Qué verano llegué por primera vez a Egina? ¡Uf, no lo sé! Pero, desde esa primera vez, verano tras verano nunca dejo de visitar esta pequeña isla donde tengo una cita ineludible en el templo de Afaya. Allí busco una de las enormes piedras del antiguo recinto del templo y, tumbada entre los árboles, mirando al mar a través de sus bellísimas columnas, tengo la impresión de estar viajando en el tiempo. Patmos es una de mis islas favoritas. No dejo de preguntarme cómo en un lugar tan hermoso San Juan tuvo la revelación sobre cómo será el fin del mundo. Y, cómo no, Ítaca. Siempre Ítaca. No es la isla más bella, pero es la isla de Ulises. Pequeña, recoleta, misteriosa y desdeñosa con los turistas. En el equipaje, imprescindible llevar un ejemplar de la Odisea, pero también el poema «Ítaca» de Constantino Cavafis. Mejor no preguntarse si, realmente, uno ha llegado a su propia Ítaca.

Todas las islas griegas, tan diferentes, son la misma. Todos mis mejores veranos en Grecia son la continuación del mismo viaje, del mismo sueño, de la misma ilusión. Nunca me despido de mis veranos griegos, porque cuando estoy subiendo al avión para regresar a España sé que, mientras tenga salud, continuarán.

FUENTE: abc.es