AUTOR: Carlos Goñi. Reseña de su libro «Hispanos» (Arpa) 

Hispania dio al mundo nombres de gran talla como Viriato, Trajano, Adriano, Teodosio, Gala Placidia, Séneca, Quintiliano, Columela, Lucano, Marcial, Juvenco, Prudencio, Higinio, Osio, Prisciliano, Orosio, Egeria… El último hispano fue el gallego Idacio de Limia, muerto poco antes de la caída del Imperio Romano, hace hoy mil quinientos cincuenta años. Él nos dejó el testimonio vivo del final de la antigüedad en la Península.

Idacio vio con sus propios ojos cómo se desmoronaba el Imperio Romano y el mundo antiguo. Su obra histórica, el Cronicón, acaba narrando los hechos del año 469. Él muere pocos años después, hacia 473, cuatro antes de la deposición de Rómulo Augústulo, el último emperador romano. El final de su libro está lleno de pesimismo: “En este mismo tiempo –escribe– se difunde un clima de invierno, de primavera, de verano, de otoño, muy duro, fuera de lo corriente, con la mutación de aires y de frutos”. Y presagia el fin, como pone de manifiesto el último párrafo, con evidente contenido apocalíptico y, por qué no decirlo, en un tono casi mágico: “Se observan también bastantes señales y prodigios en lugares de la Gallaecia. En el río Miño… se pescan cuatro peces de aspecto desconocido… marcados con letras hebreas y griegas… Y otros muchos prodigios, que sería prolijo mencionar”.

Idacio nació cerca de Limia (Orense), algo que conocemos por su propia pluma: “Idatius provinciae Gallaeciae, natus in Lemica civitate” (“Idacio de la provincia de Galicia, nacido en la ciudad de Limia”). Del mismo modo, deducimos que su nacimiento se produjo hacia el año 394, ya que él mismo nos dice que en 407, siendo un jovencito de unos doce o trece años (“infantulus et pupillus”), viajó con sus padres a Jerusalén donde conoció al obispo Juan y a san Jerónimo.

Este dato –que viajara con sus padres a los santos lugares de Oriente, moda instaurada por las mujeres de la Casa Imperial a finales de siglo– indica que el pequeño Idacio debió de recibir una cuidada educación religiosa y que su familia pertenecía a la nobleza hispana y probablemente estaría favorecida por Teodosio el Grande. A los 22 años se consagró sacerdote o monje y en 427 fue nombrado obispo, aunque no sabemos en qué diócesis. Sí es seguro que en 460 regía la sede de Aquae Flaviae, actual Chaves (Portugal), porque él mismo cuenta que “fue apresado en la iglesia de Aquae Falviae” por los suevos, que eran arrianos y desleales a la iglesia romana, y tres meses después fue puesto en libertad y restituido en su cátedra. Sabemos también que, junto a Toribio de Astorga, persiguió a los priscilianistas, secta fundada por el también gallego Prisciliano (ejecutado en 385).

Su estancia en Palestina, que se demoró unos tres años, le dio la oportunidad de conocer en Belén, como lo hiciera también Orosio de Braga, a san Jerónimo, el traductor de la Biblia al latín, la llamada Vulgata. Sin duda, ese viaje le conmovió espiritualmente, de modo que al regresar a Hispania tomó, como se ha dicho, los hábitos. Su vocación se vio reforzada por la situación que se vivía en su patria chica: innumerables actos de pillaje por parte de las hordas bárbaras que habían atravesado los Pirineos, la peste bubónica y la hambruna que asolaba las tierras hispanas.

Cuando llegó a ser obispo de Chaves, se convirtió en líder político, título anejo, dadas las circunstancias, al eclesiástico, pues las cátedras episcopales se convirtieron en la Gallaecia en auténticos núcleos defensivos frente a los bárbaros, ya que el poder militar imperial estaba prácticamente ausente. Idacio nos dice en su Cronicón que en el año 409 “alanos, vándalos y suevos entran en las Hispanias” y asolan y asesinan en calidad de enemigos. “La peste, por su parte, cumple no menos activamente su papel devastador”, y “se extiende el hambre cruel hasta el extremo que los hombres comen carne humana, incluso madres comen los cuerpos de sus hijos muertos o cocidos por ellas”. Detalla Idacio que en el año 411 “los vándalos ocupan la Gallaecia y los suevos la parte occidental situada en el extremo del mar océano, los alanos ocupan la Lusitania y la Cartaginense, y los vándalos llamados silingos se quedan con la Bética”. Como conclusión, “los hispanos que quedan de las plagas, por ciudades y castillos, se someten como esclavos a los bárbaros que dominan las provincias”.

Durante los años sucesivos, Idacio resistió a la monarquía sueva en pro de la aristocracia hispana, favorable al Imperio, e intentó, como él mismo narra, intervenir para salvaguardar la convivencia en las difíciles relaciones entre suevos e hispanorromanos, así como defender a la Iglesia Católica contra la herejía arriana que profesaban los bárbaros. Prueba del compromiso de Idacio por salvaguardar el orden es la embajada a la Galia que él mismo comandó para solicitar ayuda militar al general Aecio en 431, ayuda que le fue denegada. La derrota de Atila en los Campos Cataláunicos en 451 llena de optimismo el corazón del líder hispano; no obstante, todo queda en agua de cerrajas y el Imperio sigue debilitándose. Idacio continúa con su lucha infructuosa, porque, según escribe, “los suevos son taimados y desleales con sus promesas, como siempre, saquean según su costumbre diversos lugares de la desgraciada Gallaecia”.

El Cronicón de Idacio sería en la actualidad bien recibido por los estudiantes ya que se parece a esos apuntes de historia que seguían los acontecimientos en orden cronológico. Efectivamente, el escritor hispano hace una línea del tiempo en la que inscribe los acontecimientos más importantes desde el año 379 hasta el 469. Noventa años que va señalizando con la triple cronología de Abraham, las Olimpiadas y la Era Cristiana. Lo que significa que la obra comienza en el 2395 después de Abraham, año tercero de la 289ª Olimpiada y 379 d.C., con esta noticia: “Teodosio, hispano de nación, de la ciudad de Cauca en la provincia de Gallaecia, recibe el título de Augusto de parte de Graciano. Entre los romanos y los godos se traban muchos combates”.

No sólo constata hechos históricos, muchos de ellos vividos en primera persona, sino también fenómenos naturales, como los eclipses de los años 402, 418, 458 y 464, y algunos hechos extraordinarios, como los ocurridos en 462: en su tierra natal se vuelve la luna como llena de sangre (el 2 de marzo) y en junio arden algunas casas y algunos rebaños de ovejas por la caída de rayos, en Siria se abre la tierra y queda Antioquía sumergida. Los hechos que consigna Idacio a partir del año 400, respecto, sobre todo, a los suevos, vándalos, godos y bagaudas en Hispania son una fuente primaria imprescindible para conocer nuestra historia en el siglo V.

En el Prefacio de su obra, Idacio confiesa que, “habiendo conocido todas las miserias de este desgraciado tiempo” y “encerrado dentro de la Gallaecia, último extremo del mundo”, ha expuesto en su libro “las fronteras que amenazan la ruina” del Imperio, “el estado deplorable del orden eclesiástico” y “el ocaso de una honesta libertad”, debido a la “confusión y desorden de naciones inicuas enloquecidas”. Todo esto queda incluido en su Cronicón, “pero –concluye– dejamos a los venideros lo que se ha de cumplir en los tiempos que les toquen”.

Tomemos el relevo que nos entrega Idacio y luchemos, por lo menos –que no es poco–, para que no vea el ocaso esa honesta libertad que tanta sangre ha pagado.

 

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