J. M. Muñoz Puigcerver www.lahuelladigital.com 23/11/2010

Hablar de Grecia es hablar de los inicios de nuestra civilización tal y como la conocemos actualmente. Las grandes obras de la historia de la humanidad en campos tan diversos como las matemáticas, la literatura, la filosofía o las distintas ramas de las ciencias naturales tienen su origen en los legados de los primeros prohombres que el Mundo Antiguo conoció. El influjo que desprendió esta cultura clásica no pudo ser eclipsado ni siquiera por el gran Imperio gestado en torno a las siete colinas romanas y cuya hegemonía se extendió sobre el Mediterráneo durante siglos.

Grandes comerciantes y políticos, a los griegos les debemos, entre otras grandes aportaciones, nuestro actual sistema democrático e incluso unas incipientes técnicas comerciales que contribuyeron en buena medida al desarrollo de economías más modernas. Y, a pesar de todo, y aunque su influencia perdure hasta nuestros días, sus héroes y sus dioses fueron pervertidos por una sociedad culturalmente inferior (con permiso de las limpias prosas de Marco Tulio, en palabras de Luis Antonio de Villena).

Algunos intelectuales sostienen que la Historia es cíclica y que el auge y la caída de las grandes potencias obedecen a unos parámetros casi tan rigurosos como los de la propia Ley de la Gravitación Universal. Y lo cierto es que, si bien cabe evidenciar que la sucesión cronológica de acontecimientos jamás se repite condicionada por idénticas circunstancias, el poso último de las causas y efectos que subyacen a todo hito histórico permanece en una sucesión de vertiginosos ascensos y descensos, como si todo ser humano, nación o Imperio (tanto venideros como pretéritos) se hallasen montados a lomos de una montaña rusa providencial que rigiera nuestros destinos.

Los restos de grandeza que la civilización griega conoció en aquellos tiempos remotos habría que buscarlos hoy día (de manera muy concienzuda) entre las ruinas del Partenón o del majestuoso Templo de Atenea. Ni los griegos modernos son aquellos valerosos y disciplinados hoplitas prestos para la batalla, ni sus dirigentes políticos logran hacer la más mínima mella en la magna figura de Alejandro. Y, sin embargo, al recordar cómo empezaron a desvanecerse los valores clásicos en la inmensidad secular (¡qué valor el de los hombres del Renacimiento!), no puedo evitar encontrar algunas similitudes con la crisis que hoy día azota al Viejo Continente. Grecia se ha convertido en el alfa y la omega de Occidente. Nunca la Unión Europea estuvo tan pendiente de los acontecimientos del país heleno como en estos momentos, sabedora de que el desplome de sus finanzas significaría el colapso total del euro, haciendo partícipes de su desgracia al resto de potencias de la eurozona.

Tal y como comentaba anteriormente, las circunstancias históricas varían pero el fondo permanece: las homéricas historias mitológicas se han sustituido por los dictámenes de unos mercados en los que sus protagonistas han sido despojados de toda la gloria que en su día pudo haber hecho las delicias del más exigente literato del Romanticismo: Heracles (Hércules en su versión más profana) ha cedido a las fuerzas de la oferta y la demanda. Teseo ha confundido los ataques especulativos de los bonos basura con embistes de su particular Minotauro. Jasón y sus argonautas, cansados de buscar eternamente el vellocino de oro, se muestran más preocupados de no engrosar aún más las listas del paro que de no desfallecer en su titánica travesía. Incluso el mismísimo Hades ha regurgitado a una ajada Medusa que, travestida de protesta ultraderechista radical, deja de piedra a todos aquellos que aún poseen un halo de dignidad cívica. Para acabar de rematar semejante despropósito, el FMI se convierte (una vez más) en una harpía que, tal y como sucedía en la fábula de Fineo, lejos de prestar asistencia al necesitado, aparece con sus alas blancas y sus garras afiladas para arrebatarle el sustento en el preciso instante en que fuera a hacer uso de él. De esta manera, se asegura de hacer cumplir la ejecución del pertinente castigo divino por no reverenciar la doctrina liberal.

Nuestra crisis no es tan sólo una crisis económica. El problema de la deuda griega no es más que la punta de un iceberg, apenas un atisbo de lo que se revela como una crisis social, cultural, política y, ante todo, una crisis de valores y de respuestas. Aportar las mismas soluciones a los mismos problemas no es, precisamente, el indicador que necesitamos para orientarnos. A falta de una brújula mejor, nadie parece cuestionarse el paradigma en el que nos encontramos sumergidos, donde ni siquiera podemos echar (como antaño) la culpa de las desgracias colectivas a nuestros dirigentes. La democracia ya no es el poder supremo (el poder del pueblo), sino una mera votación en la que entre todos los participantes elegimos a quien echar al ruedo para hacer frente a otros poderes aún más vigorosos: una muestra más de cómo hemos dejado que nuestra herencia clásica se corrompa en pos de quienes hayan sabido sacar partido de ello.

Europa es la cuna de Occidente y, por ese motivo, debe ser el fiel reflejo de la recuperación de este espíritu clásico, un espíritu en el que los europeos no necesitamos ser bautizados porque ya forma parte de nuestra genética. Dotar de contenido a palabras grandilocuentes para que no fluyan sin cesar en un olvido permanente no es únicamente tarea de los que nos gobiernan. Los genios de la Antigüedad ya no están entre nosotros y los héroes mitológicos, convertidos en meros referentes, son tan escasos y se encuentran tan resignados que apenas logran sobrevivir entre una y otra odisea. Y no, no somos dioses del Olimpo. Pero tampoco nos hace falta.