El paso del tiempo primó el luminoso recuerdo de sus intervenciones orales y encumbró su faceta como estadista y hombre de letras, tapando con eficacia el rastro de vileza y crueldad que también él dejó en la historia
Fernando Bonete Vizcaino www.eldebate.com 06/01/2024
«¡Oh tiempos, oh costumbres!» es una de las muchas famosas locuciones que plagan las Catilinarias, los cuatro discursos con los que un Marco Tulio Cicerón cónsul denunció entre noviembre y diciembre del 63 a. C. «la conjura de Catilina» como se conoció y debatió desde entonces la conspiración del senador Lucio Sergio Catilina contra la República –pero sobre todo contra la persona del primero, a quien siempre se enfrentó como su más fuerte oponente político–. Pues bien se podría aplicar la máxima a la actuación misma de Cicerón en el desmantelamiento del complot, dando auténtica fe de su propósito.
‘Las Catilinarias’
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Cicerón ataca en el Senado al conspirador Catilina (fresco del siglo XIX de Cesare Maccar)
En la pugna política y elecciones contra Catilina por el consulado en el 63 a. C., no dudó en aparecer ante las urnas con coraza bajo la toga y seguido de una guardia armada, «como si un político moderno –estima Beard– entrase en la asamblea legislativa ataviado con traje formal y una ametralladora colgada del hombro». las urnas acompañado de una guardia armada. Tras su victoria electoral, comenzó a recibir pruebas del violento complot que planeaba Catilina. Consiguió el visto bueno del Senado para proteger al Estado, y Catilina huyó fuera de Roma al encuentro de su ejército, con el que no consiguió vencer a las legiones romanas. Él mismo cayó en combate.
Los colaboradores de Catilina fueron condenados a muerte por orden directa de Cicerón, en un ejercicio abusivo de sus poderes y sin mediar siquiera un juicio de farsa, una decisión que le pasó factura al terminar su mandato, costándole el exilio, el descrédito reputacional una vez rehabilitado, y la inquina de quienes le asesinaron veinte años más tarde, en el 44 a. C., en las guerras civiles que siguieron al brutal apuñalamiento colectivo de Julio César. Su mano derecha y su cabeza fueron clavadas en el centro de Roma para que todo el mundo pudiera participar de su mutilación. Otra sentencia, esta de origen bíblico, nos da la lección: «Quien a hierro mata, a hierro muere».
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