3-3-2003

ABC, Madrid

Farenheit 451
Por JESÚS GARCÍA CALERO

De antiguo se conocen las palabras y el fuego. Prometeo fue condenado por robar el fuego de los dioses y Sócrates moriría por un gesto similar, por el escándalo de avivar, con fuego del verbo, la inteligencia de los hombres. Pero desde entonces, si no desde antes, a lo largo de la historia, todos los imperios han temido el poder de las palabras que incendiaban la paciencia de los pueblos.

Desgraciadamente, la Biblioteca de Alejandría permanece en nuestro inconsciente colectivo como un ejemplo de fuego destructor. Alejandría había albergado, en 700.000 volúmenes, todo el saber de la era helenística que ardería, según la tradición, en tiempos de Julio César. Sin embargo, lo poco que pudo salvarse de las llamas de la Biblioteca fue tan sustancial que hizo posible nuestro Renacimiento. Aristarco de Samos, uno de los astrónomos que trabajó en la Biblioteca, había formulado el heliocentrismo 1.800 años antes de que Galileo tuviera que pedir perdón por re-descubrir que los planetas giran como palabras en torno al Sol, fuego de fuegos. Y cuando quemar los libros «peligrosos» pareció ya no bastar, llegarían a quemar a las personas que creaban o sabían sus palabras, como le ocurrió a Giordano Bruno en una plaza de Roma, en febrero de 1600. Ray Bradbury noveló esta relación del fuego y las palabras en «Farenheit 451», título que recuerda la temperatura a la que el papel empieza a arder.

Muchos dijeron que volver a construir la Biblioteca de Alejandría en el siglo XXI era un intento inútil, ya que existe Internet. Y visto el pequeño incendio que ayer puso en vilo a Egipto, algunos habrán pensado que son ganas de tentar a la suerte. Pero el solo gesto de poner en marcha esta institución, en un mundo dividido aún por las guerras y los dioses, por el fuego de sus soldados y de sus emisarios, merece el riesgo de otra hoguera como la de ayer, o como la de entonces. Vivimos aún entre las palabras y el fuego. Y hemos de defenderlas cada día de las llamas de la intolerancia. La palabra sigue siendo nuestro único faro.

 

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