Juan Goytisolo www.elpais.com 18/06/2012
La obra de Hermann Broch cautiva a la vez el oído literario y el oído musical.
A Carlos Fuentes, in memoriam.
Nuestra percepción literaria y humana de las grandes creaciones novelescas cambia con la edad. Cada relectura, conforme ascendemos al cenit de la vida y luego descendemos de él, descubre lo que no supimos ver en nuestra lectura anterior, y si el lapso transcurrido es de medio siglo, la diferencia entre lo leído y releído es proporcionalmente mayor. Lo que la obra dijo al joven que fui no interesa al viejo y curtido lector. Nuestro yo se ha transmutado y por eso leemos un libro nuevo. Así ha ocurrido con la novela de Hermann Broch, La muerte de Virgilio, a la que me asomé apenas cumplida la treintena, cuando la devoré en su reciente traducción francesa, en el mismo ejemplar marchito que ahora releo editado por Gallimard.
Mis recuerdos de la primera y segunda parte de la novela se habían borrado. Me deslicé sobre ellas para centrar mi interés en la tercera; la que describe la larga conversación didascálica de Virgilio con sus antiguos colegas y amigos y, sobre todo, con su protector César Augusto, a su llegada al puerto de Brindisi con el séquito de éste, lejos de su amada Atenas. Las reflexiones sobre el arte de escribir; las comparaciones contrastadas acerca del valor de la poesía, ciencia y filosofía; las referencias a Teócrito y Lucrecio, Catulo y Horacio, así como a sus maestros griegos (Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides y al “divino Platón”) y la evocación de Las Bucólicas, Las Geórgicas y de La Eneida que Virgilio dejó sin terminar y cuyo manuscrito —con la conciencia amarga de haber puesto la pluma ad majorem gloriam de César y no de la masa sufriente del pueblo— quiere destruir, me apasionaron. Hoy, por el contrario, me han parecido convencionales e incluso inverosímiles en boca de un moribundo -si cabe verosimilitud alguna en la a veces impetuosa, a veces mansa fluidez verbal de la obra- tras la portentosa audición de la agonía del poeta en las dos primeras partes.
El murmullo de la voz interior de Virgilio a la entrada de la flota romana en el puerto; mientras es llevado en andas por entre la exaltada multitud que aclama a César; durante el penoso trayecto por barrios miserables guiado por la antorcha del niño que encarna sus sueños, de ese muchacho casi transparente que surge y se desvanece, se funde con la imagen de un gigantesco esclavo y le conduce finalmente al pabellón de descanso con la preciosa caja de cuero que encierra el manuscrito de La Eneida, es el lento rumor de una marea que asciende y asedia su conciencia: la voz imperiosa (¿o diabólica?) que le ordena destruir el poema.
Su duda corrosiva en el valor cognoscitivo de la poesía —en esa invisibilidad melódica de la que brota la poesía—, pone en entredicho La Eneida. Los héroes de ésta son simples creaciones verbales, palabras perecederas como su propio autor, en busca de una inmortalidad inasible y ajena: la del universo nocturno que contempla “bajo la música de las estrellas”. El afán de abismarse en el vacío que le precedió y el que volverá sin remedio le exige la previa aniquilación de la obra, la renuncia al señuelo de lo imperecedero.
La destrucción como secuencia ineludible de la creación —mueren los hombres y mueren los dioses—, la contradicción ínsita al arte, condenado a crear lo perdurable con cosas perecederas, palabras, sonidos, colores, piedras, pues “la belleza no incide en la existencia del tiempo, solo la abole de forma simbólica”, le conduce al axioma de su condición precaria, de la desaparición inexorable de la forma material creada.
¿Cómo podía asimilarla el joven lector vanidoso que fui?
La voz interior que le acompaña, y acompaña al lector, suave como una marea, en su traslado en andas a la escucha de la oscuridad, a la escucha de la muerte ya cercana, es el compendio de su propia vida y del azar que la remata; “el poeta no puede nada, no puede evitar mal alguno. Se le aplaude si embellece el mundo, no si tal cual lo retrata”. Su manuscrito no evoca la inhumanidad de la esclavitud, la inutilidad de las guerras, la ferocidad de la masa circense sedienta de sangre. La mentira procura la gloria, el conocimiento no, le susurra al oído la voz en reiteradas variaciones sinfónicas. Tú has vivido en el círculo de quienes detentan el poder aunque nada en común tengas con ellos. No has logrado aunar, como Platón, poesía y conocimiento. Te has dejado mecer por la alabanza hipócrita de los que te rodean. ¡Libérate al fin de la mentira, destruye La Eneida!
La evocación fragmentada y acrónica del pasado, desde los recuerdos infantiles en el campo hasta el simulacro de la gloria y admiración mundanas, alterna con fogonazos de belleza deslumbrante: la imagen casi desvanecida, pero antaño real y bien real, de la mujer que amó sin compartir con ella el lecho, y hoy —en el presente narrativo novelesco— una mera silueta, apenas una sombra: “admirado, incluso en el recuerdo, de que tal belleza hubiera existido y de que posada en el rostro humano como un vapor ligero, nacida de la inmortalidad, del hálito de la inmortalidad, la luz emanase de él sin cesar, resplandor y extinción distantes y familiares, sonrisa nocturna próxima y lejana, marchitable como la alheña blanca, delicado tejido que vela su ausencia real”.
Vuelvo a mi incomprensión de “El agua” y “El fuego”, primera y segunda parte de la novela de Hermann Broch. ¿Cómo podía asimilarlas el joven lector vanidoso que fui, atraído como una falena por el brillo de la vida literaria y no asomado aún ni de lejos al acantilado de la vejez? La muerte de Virgilio cautiva a la vez el oído literario y el oído musical. Su relectura es la audición de una sinfonía cargada de símbolos, perturbadora pero serena. No la de Los adioses de Haydn, sino la de la Novena de Beethoven o del Requiem alemán de Brahms que solía poner de sobrecena, acompañado, hasta hace dieciséis años y que, desde entonces, me es imposible escuchar. Música, poesía y novela se superponen en ella sin confundirse, como una promesa liberadora que borra pasado y presente, suspendida en el hilo que nos lleva a la aurora de los tiempos y a su implosión final.
Juan Goytisolo es escritor
FUENTE: http://elpais.com/elpais/2012/06/11/opinion/1339410076_187547.html