Antonio Melero www.juntadeandalucia.es 

«¿Cultura clásica? ¿Y eso qué es? ¿Para qué sirve?». Esa puede ser en efecto una pregunta reiteradamente repetida entre estudiantes, familiares y anejos. La verdad es que una pregunta lleva a la otra: cultura clásica es una redundancia.

Toda cultura es clásica, porque la cultura no es más que la expresión oral, escrita o representada por diversos medios de la forma en que una comunidad se configura, se reconoce, expresa en ella sus prioridades, jerarquías y valores. Es el medio por el que las generaciones transmiten a las que le siguen, aquellos conocimientos, experiencias, actitudes, que le han sido útiles para vivir como grupo social, como comunidad humana en relación con otras comunidades. Así que, si lo de cultura está más o menos claro, cabe preguntarse qué significa clásica. Etimológicamente clásico viene del latín classicus que se aplicaba a los ciudadanos de primera clase, por oposición a los proletarios, por decirlo en terminología anacrónicamente marxista. Un intelectual romano, Quintiliano, empleó el término para aplicarlo a aquellos autores excelentes, de primera clase, que se leían y estudiaban en las escuelas y universidades. La condición de clásico la definían los valores estilísticos, estéticos, éticos y morales de una determinada producción artística. En la antigüedad tardía estos productos eran fundamentalmente las obras escritas.

Resulta sorprendente que a lo largo de digamos 2.800 años, casi tres milenios, la producción cultural greco-latina se haya no sólo conservado, en parte, sino configurado también las formas de representación, los símbolos, la reflexión intelectual, el sentido estético, el sistema de valores éticos que han definido a Occidente en colaboración con la otra gran tradición antigua: la judeo cristiana. La historia de esa conservación, lo que llamamos la tradición, constituye el núcleo de la cultura occidental. Ciertamente nuestra época vive un período histórico excepcional en todos los aspectos: desde los avances, impensables apenas medio siglo, de la ciencia hasta la revolución en el sistema de información y de comunicación que nos proporciona internet. Sería absurdo y retrógrado ignorar estos avances, que no dejan de tener sus inconvenientes, al menos por el momento, para aferrarnos únicamente a nuestra tradición clásica.

No obstante, cuando se trata de diseñar un sistema educativo –yo preferiría decir un sistema de instrucción pública- hay que saber elegir adecuadamente. No toda la multiplicidad y complejidad del mundo contemporáneo cabe en los programas educativos.Y esos programas educativos que se elaboran son programas de acción social. Un aspecto y muy importante de ellos es si generalizar, como hizo Francia a partir de la Revolución, un sistema público, es decir gratuito, estatal y laico, para todos los ciudadanos, que los formara como tales, como sujetos de la actividad pública y sujetos autónomos regidos por normas éticas y morales consensuadas y, en parte, tradicionales. En ese sistema la tradición cultural de Occidente ocupaba un lugar central: no era sólo el estudio del latín y del griego, sino las referencias a la experiencia histórica acumulada a lo largo de los siglos lo que constituía un legado valiosísimo e indispensable. Instruir –nosotros tuvimos durante la República un Ministerio de Instrucción pública- era educar ciudadanos, poner en pie a tiernas criaturas, a lo largo de su período de instrucción, para hacer de ellos ciudadanos cultos, honestos y responsables y promover la movilidad social.

La otra alternativa es la educación privada. Con el argumento de la libre elección educativa -un auténtico sofisma, ya que uno no elige libremente ni la familia, ni el país ni la sociedad en la que nace- la educación, ahora sí que no instrucción, forma a los más jóvenes para vivir de acuerdo a principios no socialmente consensuados, en ideologías personales, muy respetables, pero no socialmente compartidas, en valores propios y en éticas particulares. De un lado tenemos ciudadanos, del otro, particulares, idiotes, como decían los griegos, que sólo se ocupan de su vida privada y de sus intereses particulares.

Estas reflexiones han de ser tenidas en cuenta a la hora de diseñar un sistema educativo. Un sistema educativo público, atento a formar ciudadanos, que también han de ser profesionales o trabajadores, ha de ser necesariamente jerarquizado. Ha de establecer, como ha hecho a lo largo de los siglos nuestra tradición clásica, qué es de primera clase, qué secundario y que obligatoriamente prescindible. No todo tiene, en los programas educativos, el mismo valor. Hay conocimientos obligados: el conocimiento del mundo físico (física, química, biología) y el instrumento indispensable para ello, las platónicas matemáticas. El mundo ha cambiado mucho, pero muchas personas de mi generación nos formamos con los principios físicos y matemáticos de Arquímedes, de Euclides, de Newton. No estoy seguro de comprender bien la relatividad de Einstein, aunque estoy convencido que es ya un clásico de nuestra tradición cultural. Jerarquía, pues, instrumentos de conocimiento; y, naturalmente, medios de comunicación: dominio profundo de la lengua o lenguas propias con estudio detenido, reflexivo y profundo de sus mejores producciones artísticas, icónicas y literarias; conocimiento serio de la historia política e intelectual que ha configurado nuestra sociedad; aprendizaje de lenguas extranjeras para comunicarse con los otros y apreciar y comprender sus formas de ser y de vivir.

Y ahí se inserta nuestra cultura clásica. El mundo greco-latino decidió, sin ningún género de duda, las formas de vida occidentales. Y, en parte también, las del resto de las sociedades modernas, al menos por lo que hace a la esfera intelectual.El mundo greco-latino creó mitos eternos, que aún siguen hoy en día deleitando nuestra imaginación, estimulando nuestra fantasía y planteándonos preguntas para las que no tenemos respuestas definitivas. Inventó el mito y creó los ritos vinculados frecuentemente a ellos, muchos de los cuales han pervivido, de forma directa o indirecta a través de la tradición cristiana, hasta nuestros días. Dio expresión a ese conjunto mitico-ritual en formas literarias excelsas: la épica, la lírica en todas sus variantes, el teatro. Buceó en la naturaleza trágica del ser humano en sus producciones teatrales; creó la prosa, una forma refinada de expresión de los sentimientos, la participación política, la reflexión intelectual, el relato deleitoso. Inventó también la filosofía y, consecuentemente, la expresión abstracta, instrumentos indispensables para interrogarnos sobre nosotros y el mundo que nos rodea. Ideó un sistema de derechos y de obligaciones que encontró su cima en el derecho romano, del que todavía somos deudores-Definió las formas de la expresión clásica: desde las más humildes figurillas de terracota hasta los ritmos y armonías de la arquitectura, de la expresión iconográfica, de los géneros literarios, de los sistemas filosóficos.

Del mundo antiguo surgieron las formas que se perpetuaron a través de la Edad Media, el Renacimiento y el neoclasicismo y el mundo moderno. Y, cuando se ha disentido de las formas clásicas, ha habido que entrar ineludiblemente en debate con ellas. Somos, pues, ciudadanos modernos con una enorme herencia cultural que nace en Grecia en los primeros siglos del primer milenio antes de Cristo.

Cabe pues plantearse la cuestión de si renunciamos a esa herencia o, por el contrario, la aceptamos, cultivamos y poseemos con su estudio y la conciencia de que forma parte de nosotros mismos. No todo puede estar incluido, sino necesariamente jerarquizado, en un sistema de enseñanza estatal, público, laico y que atienda a la igualdad de oportunidades, como ya he dicho. Pero cabe preguntarse si esa enorme herencia cultural debe estar presente, como cultura clásica, en los programas de enseñanza secundaria.

Quizás un ciudadano español, que habla una lengua romance, es decir, una forma evolucionada del latín, trufada de préstamos griego y no digamos si dicho ciudadano tiene el privilegio de vivir en el territorio de la antigua Bética, donde, ya antes de la conquista romana es evidente la influencia griega; donde se encuentra Itálica y el teatro romano de Santiponce; en las mismas tierras de Tarteso que ya cantaran poetas griegos arcaicos; que posee, en la ciudad de Sevilla, el que es uno de los mayores museos de escultura romana; donde se pueden visitar villas o necrópolis antiguas de excepcional belleza y riqueza artística, donde muchos topónimos son de origen griego y romano, etc.; la tierra que alumbró emperadores justos y poderosos, escritores y poetas excepcionales. Quizás este ciudadano, como la mayoría de los españoles no dejen de pensar ¿no seguiremos siendo algo griegos y romanos? ¿No habría que saber algo de eso?

Esos y muchos más argumentos pueden aducirse para mantener la cultura clásica dentro de un sistema público de enseñanza cuya prioridad sea formar e instruir ciudadanos cultos y responsables. Ciudadanos que no se asombren al oír la expresión cultura clásica.

(Antonio Melero es Catedrático de Filología griega en la Universidad de Valencia)

FUENTE: http://www.juntadeandalucia.es/educacion/webportal/web/revista-andalucia-educativa/noticias/-/noticia/detalle/la-cultura-clasica-en-la-eso-1