Hasta la Colina de Ares lo llevaron, a sus 21 años, una compañía de vuelos de bajo coste y el dinero de la beca, pero también y sobre todo las clases de Ángeles y la educación pública

Ana Iris Simón www.elpais.com 04/02/2023

El 21 de enero de 2022, mi hermano miró la Acrópolis desde el Areópago y se le pusieron los ojos llorosos. Esto último no me lo ha dicho pero lo intuyo, porque a mi padre se le cayó una lágrima —esto sí que lo sé porque estaba delante— cuando leyó el mensaje que le enviaba su hijo pequeño desde allí.

Ese mismo día había cogido el vuelo Madrid-Atenas. pero su viaje no empezó el 21 de enero de 2022 sino mucho antes, cuando apenas tenía cuatro o cinco años y, mi padre incorporó la historia de Pan y Siringa al repertorio de cuentos. Después vino la película de Hércules y empezó a dibujar héroes y dioses —aunque. sobre todo, diosas— clásicos. Y con el tiempo e inspirado en lo que le contaba mi padre del mundo antiguo, empezó también a inventarse civilizaciones. En nuestra casa. como en la mayoría de las casas de la clase trabajadora, no había una gran biblioteca. Casi todos los libros que teníamos eran del Círculo de Lectores o de las promociones que hacían los diarios en los años 2000, pero cuando mi hermano empezó a crecer, comenzaron a aparecer por el salón ejemplares sueltos de la Biblioteca Clásica Gredos que no sé si mi padre leía para contarle después o si tan solo los dejaba por casa como miguitas de pan.

Alguna de ellas debió alimentarlo, porque el 21 de enero de 2022, mirando la Acrópolis desde el Areópago, mi hermano se acordó de uno de esos ejemplares, Los mitos griegos, de Robert Graves. También rememoró a mi padre contándole la historia de Pan y llevándolo a Mérida en el clío cuando no levantaba tres palmos del suelo. Aquella fue la única vez que nos alojarnos en un hotel en toda nuestra vida, y él, que a sus cinco años tenía un fuerte compromiso con el civismo, le confesó a la bedel al irnos que nos llevábamos el peine de cortesía.

Del apartamento en el que casi 20 años después se alojó en Grecia no sé si se llevó el peine, pero en la noche ateniense, mientras se maravillaba frente a una de las más bellas obras de nuestra cultura, mi hermano recordó también a Ángeles Patiño, su profesora de griego y latín del instituto. Cada vez que me la cruzo me pregunta por él, y en la sonrisa que me devuelve cuando le respondo que le va muy bien la carrera —mi hermano acabó estudiando Clásicas—, hay alegría y orgullo.

Porque hasta la Colina de Ares lo llevaron, a sus 21 años, una compañía de vuelos de bajo coste y cl dinero de la beca, pero también y sobre todo las clases de Ángeles y la educación pública, el trabajo de Graves y la idea de mi padre de contarle un dio la historia del sátiro y la ninfa. Quién sabe si no ayudaron incluso los Austrias y su opulencia: vivir en Aranjuez, con sus jardines llenos de representaciones mitológicas. Igual también hizo lo suyo.

«Cuánto tardamos en reconocer a quienes nos nos van a cambiar la vida», escribe otra apasionada del mundo clásico y seguramente inspiradora de infinitos caminos como infinito ha sido su Junco, Irene Vallejo. Cuánto tardarnos en reconocer a los que siembran en nosotros una vocación, una actitud, una visión del mundo. Por eso, el día que llegamos al Areópago, que con frecuencia no es un lugar del mundo sino del alma, es nuestro deber, como hizo mi hermano, acordarnos de ellos. Y reconocer que, sin las semillas que plantaron, nunca habríamos mirado la Acrópolis. No, al menos, con los mismos ojos.

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