Marco Antonio Molín Ruiz www.abc.es 05/01/2009

La Historia nos proporciona siempre la oportunidad de comprender las inquietudes de aquellos pueblos cuya meta es tender, cada vez más, hacia sí mismos y barruntar no a muy largo plazo las consecuencias de sus afanes colectivos.

Toda civilización que aspire a asimilar objetivamente su presente necesita y, por lo tanto, debe volver sus ojos hacia el pasado para ser consciente de que mucho de lo actual ha surgido gracias a lo pretérito. Ateniéndonos al aforismo «Las apariencias engañan», rechazamos frecuentemente cosas que a simple vista no tienen que ver con otras de las cuales no existe más que una referencia superficial, anecdótica.

Para la mayoría de los hablantes, la práctica de su idioma materno es uno de los ejercicios de socialización más espontáneos. La propia necesidad de comunicarse apresura al hombre a desarrollar sus facultades lingüísticas para ir poniéndose a la altura de las circunstancias, según la etapa vital en que se encuentre. Quienes no están movidos por la curiosidad de saber el porqué verbal, es decir, el origen de una palabra, establecen sus vínculos despreocupadamente, sin considerar lo impropia o lo incorrecta que alguna expresión pueda resultar en determinadas situaciones.

Es difícil no sentirse tentado por la comodidad inherente a la rutina pues cuando se hace lo mismo con reiteración va desapareciendo el esfuerzo, y lo sistemático termina imponiéndose. Dicha conducta no significa un problema real dentro de una masa amorfa de hablantes; lo malo estriba en el debilitamiento irreversible de focos o sectores culturales que contribuyen a salvaguardar y enriquecer el acervo léxico de una lengua específica. Ciertamente, la autoridad de una Academia representa mucho porque al cumplimiento de cuantas normas prescribe se ajusta una proporción social tan responsable como influyente.

Resulta inconcebible la devaluación que desde hace veinte años viene sufriendo el latín en España; discriminado entre el ensordecedor vocerío de una sinrazón que lo sepulta llamándolo «lengua muerta». Más de un licenciado tiró cohetes cuando el latín fue desposeído de su hegemonía académica, cuya evidencia estaba entonces todavía en un panorama donde generaciones de todas las edades traduciendo del latín al español hallaban un placer intelectual que a no pocos incluso era entretenimiento necesario.

Y lo más estimulante de todo es que quienes con sólo estar familiarizados con el vocabulario latino hablaban el español con una precisión, fluidez y elegancia que nos corroboran lo imprescindible de que un hablante actual profundice siempre en las raíces de su lengua. Nuestros insignes escritores del Siglo de Oro supieron transferir genialmente palabras griegas y latinas y, por ende, revertir en un caudal español semántica y fonéticamente esplendoroso.

Si hay algo insustituible para que los pueblos sigan a adelante es inspirarse en sus antepasados: siempre hay algunos rincones olvidados rebosantes de ideas que hacen más transitable el camino al futuro y que arrojan más luz sobre magníficos proyectos vitales que nunca pasarán con el tiempo.

No se puede negar al establecer comparaciones entre las gramáticas española y latina la dificultad de ésta en aspectos básicos: las declinaciones (sobre todo las irregularidades de la tercera), los verbos deponentes en sus tres modalidades, la diferencia entre el gerundio y el gerundivo, la versatilidad del ablativo y una sintaxis sofisticada donde un solo vocablo puede alterar el esquema mental de los estudiantes habituados a una regla de pocas excepciones.

En esta última peculiaridad se refleja muy bien la magnitud conceptual que posee el latín, y que sólo por tal hecho se puede concluir que dicha lengua era un campo fértil para la erudición, lo cual, como es bien sabido, no está a la altura de una mayoría. Aun así, soy de la opinión de que la complejidad de un idioma no estriba tanto en su aprendizaje; sino más bien en su exactitud. Es decir: independientemente del esfuerzo que nos acarree algo, lo fundamental es que haya garantías de ser comprendido sin riesgo de ambigüedad.

Un buen punto de partida para desmitificar ese bulo de antigualla que se cierne sobre el latín es instruir a las nuevas generaciones con unas características muy claras gracias a las cuales cualquiera terminará convenciéndose de que aquél sigue disuelto por la savia de este robusto y frondoso árbol que es el español. Baste observar el hecho de que si en un sustantivo español buscamos su adjetivo correspondiente nos daremos cuenta de que deriva del sustantivo latino.

Veamos en comparación este fenómeno, muy didáctico para iniciarse en el latín y afianzarse en el español: «hermano-fraternal-frater-fratris», «casa-doméstico-domus-domus». Acopiar una lista así con numerosos ejemplos ya implica a priori establecer vínculos tan objetivos como asequibles para un alumno actual de la ESO.

El latín en otros países
Y a propósito del latín sorprende y causa admiración que hoy en día haya países que no habiendo sido romanizados hablen esta lengua clásica pero no a base de discursos y extractos bibliográficos que al memorizarse suenan a perorata; sino por libre opción de una apertura cultural a un mundo vastísimo que en retrospectiva de dos mil años continúa siendo el faro científico-artístico-literario-técnico en las mejores universidades del mundo.

Finlandia es un buen ejemplo: allí se asume lo indispensable que es el latín para una sociedad que lo habla con los mismos respeto, deleite y esmero que el finés y cuyas generaciones se renuevan pudiendo ser testigos de que en el teatro y la radiodifusión se usa dicha lengua clásica para expandir la actualidad más candente.

(*) Marco Antonio Molín Ruiz es filólogo.