Rubén Amón www.elpais.com 05/02/2017

El éxito editorial de un profesor italiano demuestra que el idioma fundacional de la cultura europea goza de buena salud y podría resucitar como argumento identitario para un continente en horas bajas.

Una de las escenas más pintorescas de Il sorpasso (Dino Risi, 1962) concierne al pasaje en que unos sacerdotes alemanes detienen el Alfa Romeo descapotable donde viajan Vittorio Gassman y Jean-Louis Trintignant. Se les ha averiado su coche, han pinchado, necesitan un gato, pero no saben cómo explicárselo a sus interlocutores. Y es entonces cuando uno de los curas decide hacerlo en latín: “Elevator nobis necesse est”.

Trintignant, que es francés, explica la problemática a Gassman, que es italiano, pero no puede satisfacer la emergencia de los religiosos. Y les responde inequívocamente: “Non habemus gato, desolatus”.

La escena es ilustrativa de la raigambre del latín en la cultura occidental. De su vigencia como argumento de comunicación. Y hasta de su valor identitario en el acervo de continente, más aún ahora que las presiones de Trump y de Putin han estimulado una suerte de reacción y de orgullo.

El inglés predomina sobre las demás lenguas y es la más extendida en los planes escolares. El problema es que identifica también un sabotaje, el sabotaje del Brexit. Y que podría subvertirse, hasta el extremo de convertir el latín en el idioma hegemónico de la Unión Europea. Tolerando incluso expresiones tan macarrónicas como el “desolatus” de Gassman.

La idea, la provocación, proviene de un profesor italiano, Nicola Gardini, y de la popularidad —de la fiebre— que ha adquirido en su propio país un ensayo, un libro, concebido, en realidad, sin las menores ambiciones comerciales.

Las ha conseguido como si la sociedad estuviera reclamando un ejercicio retrospectivo de autoestima hacia una lengua que está demasiado viva para considerarla muerta. La LOMCE española (2013), por ejemplo, la ha rehabilitado como asignatura troncal del bachillerato, pero el latín también representa un vehículo de comunicación extraordinario en el ámbito del derecho, la medicina, la filosofía, la liturgia religiosa, el ejército, la ingeniería, la arquitectura y el lenguaje cotidiano.

Decimos motu proprio, quid pro quo, de facto, ergo, ex profeso o in extremis, quizá no demasiado conscientes de que estamos evocando un hito fundacional de la cultura europea cuyo aliento todavía relaciona sobre el asfalto a un cura alemán con un latin lover italiano. Es el contexto en el que ha resultado providencial la publicación de Viva il latino, storie e bellezza di una lingua inutile. Ocho ediciones lleva la iniciativa de la editorial Garzanti, y el título no requiere de traducción al español, precisamente por la raíz común del idioma. Y porque España fue uno de los territorios más fértiles de la romanización, y también más dotados en la exportación de talentos al imperio. No ya por las figuras de Adriano o Trajano en la nómina de los emperadores, sino por la envergadura de filósofos y escritores que contribuyeron a enriquecer el latín.

Nicola Gardini destaca a Séneca. Y se congratula de la felicidad que nos ha proporcionado el maestro estoico. Tanto en la forma cristalina de su literatura como en los matices conceptuales. Vivir el presente —aunque el carpe diem es de Horacio—, eludir la superstición de la esperanza, disfrutar lo que tenemos mucho más que frustrarnos por aquello que nos falta.

“El latín de Séneca”, escribe Gardini, “es el reflejo directo de su lucidez y de su propensión a la síntesis, va derecho al meollo de las cuestiones, sin complicaciones, sin alzar la voz. Un latín espontáneo. Un latín de quien medita y de quien transforma las ideas en reglas de vida”.

Es el antagonismo perfecto a la retórica ampulosa de Cicerón, aunque Gardini no se la reprocha. Todo lo contrario, le atribuye un valor muy superior al artificio lingüístico. Sostiene que Cicerón dice las cosas adecuadas de la manera adecuada. Y que su oratoria es una ciencia de las emociones, pero también el medio desde el que se desglosa un sistema de valores. “Hablar bien es una filosofía. Escribir bien es una manera de hacer el bien. Y Cicerón lo ha demostrado, exponiendo su propia elocuencia al servicio de una sociedad amenazada por la tiranía. Fue el enemigo jurado de cualquier despotismo y fue un heroico portavoz del Senado. Su arma fue una palabra: libertas” (libertad, si es que la traducción hace falta).

Regresar al latín, a juicio de Gardini, no sería una regresión ni una extravagancia anacrónica, sino un recurso de Europa para reconocerse en su identidad y en el idioma que la ha estructurado en su idiosincrasia civilizadora. Escribir y hablar en latín nos haría buenos, como Cicerón. Y obscenos, como Catulo. Y conmovedores, como Virgilio. Y profundos, como Lucrecio, aunque este monumento de la lengua latina nunca se hubiera engendrado sin la evangelización de Catón (234-149 antes de Cristo) y de Plauto (250-184 antes de Cristo). Sujetaron ellos las columnas del idioma, predispusieron el primer hálito de un prodigio que ha sobrevivido mucho más allá de su tiempo y de su espacio. Lo demuestran las misas pontificias y las patadas que le damos al diccionario latino (de motu propio, a grosso modo, el quiz de la cuestión…), tanto como lo hacen la adhesión al idioma en que llegaron a significarse por los siglos de los siglos Patriarca, Milton, Ariosto, Tomás Moro, pero también Rilke, Montale, Beckett, Joyce o Jorge Luis Borges.

“No sin cierta vanagloria, había comenzado en aquel tiempo el estudio metódico del latín”, escribió el sabio argentino. Evoca la frase Gardini al inicio de su ensayo. O habría que decir en el incipit, pues cualquier libro está lleno de expresiones y abreviaciones latinas (circa, sic, op. cit.), como los garbanzos que el profesor italiano nos ha puesto por delante para seguir el camino hacia “la plenitud cultural” y la resistencia ciceroniana.

“Hay que estudiar latín”, concluye Gardini, “no sólo para disfrutar, sino además para educar el espíritu, para darle a las palabras toda la fuerza transformadora que se aloja en ellas”. Y para entenderse con un cura alemán que está tirado con el coche en la carretera. Y decirle: “Desolatus”.