Javier Lorenzo www.elmundo.es 24/06/2007
Por Estrabón se sabía que las madres «kántabroi» preferían matar a sus hijos antes de entregarlos al enemigo. Ahora, Javier Lorenzo recrea en «Las guardianas del tabú» la vida de estas mujeres que pusieron en jaque al emperador Augusto.
España, le pese a quien le pese, siempre ha sido un matriarcado. Desde las bichas íberas y la Dama de Elche hasta nuestros días, pasando por Santa Teresa de Jesús, Isabel la Católica, Agustina de Aragón (natural de Barcelona, dicho sea de paso), Mariana Pineda o María Pita, entre otras muchas, las mujeres de esta tierra nada han tenido que envidiar a aquellas espartanas que despedían a los hombres que iban a la batalla con esa frase lapidaria que rezaba: «Vuelve con tu escudo o sobre él».
Las guardianas del tabú no es, pues, sino uno de los primeros ejemplos de esta eterna tradición matriarcal y también un homenaje a esa mitad de la población que hoy, 2.000 años después de los hechos que se narran en esta novela, ha vuelto a recuperar de forma efectiva y palpable la preponderancia social y política que una vez tuvieron.
¿Pero quiénes eran estas irreductibles mujeres, estas denominadas guardianas del tabú? En primer lugar, situémonos. Estamos en Cantabria, año 19 a.C. Han pasado tres veranos desde que el emperador Augusto sometiera a los belicosos pueblos que habitaban las montañas del norte de la Península Ibérica, para lo cual utilizó toda la potencia de la que era capaz la maquinaria militar romana, incluyendo una enorme flota. Una vez los hubo derrotado, no sin sufrir serias penalidades, esclavizó a buena parte de la población, y al resto la conminó a establecerse en los llanos. Parecía, pues, que los cántabros estaban definitivamente sojuzgados y por eso ordenó que se cerraran las puertas del templo de Jano, símbolo de que Roma ya estaba en paz.
Sin embargo, lo que Augusto no pudo imaginar siquiera es que aquellas gentes vencidas y en teoría humilladas se alzaran en armas contra Roma tres años después. El historiador clásico Dión Casio lo cuenta así: «Pues los cántabros hechos prisioneros en la guerra y vendidos como esclavos, asesinaron a sus dueños y se fueron a sus casas; convenciendo a muchos, tomaron y fortificaron unas posiciones y se prepararon para asaltar las guarniciones romanas». Una rebelión en toda regla. Un levantamiento que al parecer se llevó a cabo de manera coordinada, que arrastró a muchos otros esclavos, y al que sólo le faltó un Espartaco para cuajar con un nombre propio en el tamiz de la Historia.
Pero a falta de un Espartaco, estaban las guardianas del tabú: mujeres bravías, sacerdotisas que servían de contacto con los dioses y que a la vez detentaban buena parte del poder en los castros de la época.
Por lo que se sabe de su religión, los cántabros utilizaban el término tabú porque tenían prohibido mencionar el nombre de cierta divinidad, que los expertos creen que es la Luna, el lugar en el que según aquellos antepasados nuestros se libraba cada noche una batalla de la que dependía el destino del mundo. Si cada mañana salía el Sol era gracias a esa matanza infinita y celestial. De modo que con la mayoría de los guerreros muertos o esclavos, parece plausible que fueran ellas, las guardianas del tabú, las que portaran la antorcha de una revuelta que, por otro lado, sólo podía tener un trágico fin.
De la importancia de esta rebelión da fe el hecho de que el emperador envió para sofocarla a su mejor general, Marco Vipsanio Agripa, su yerno y vencedor nada menos que de Marco Antonio y Cleopatra en la batalla de Actium. Es lógico pensar que el invicto militar, que estaba poniendo paz entre varias tribus celtas de la Galia, no daría en principio demasiada importancia a esta sublevación. Si así fue, pronto tuvo que cambiar de opinión.
De nuevo Dión Casio relata los problemas a los que tuvo que enfrentarse nada más llegar, empezando por el de recuperar la moral de sus soldados, aterrorizados por unas gentes que mostraban un desprecio absoluto hacia la muerte. «A éstos [a sus legionarios] pudo reducirlos rápidamente a la disciplina con amenazas, exhortaciones y promesas, pero contra los cántabros sufrió bastantes reveses. Pues su esclavitud con los romanos les había dado experiencia y sabían que de ser cogidos, ni tan siquiera salvarían la vida. Por fin, después de perder a muchos soldados y de castigar también a muchos (entre otros a la legión Augusta le prohibió usar más este nombre), exterminó a todos los enemigos de edad militar, y a los restantes les quitó las armas y les obligó a bajar de los montes a la llanura». Historia romana. LIV,11,3-5.
Poco o nada se sabe de los lugares exactos en los que transcurrieron los hechos bélicos que se narran en Las guardianas del tabú (continuación histórica de la novela El último soldurio, donde se recrea la vida del caudillo cántabro Corocotta), aunque no es descabellado situarlos en las zonas más agrestes y montañosas de Cantabria. En aquellas cumbres de vértigo y en aquellos valles que parecen hendidos por un hacha gigantesca es donde esas altivas hembras harían sus pócimas, ungüentos y venenos con la cuchara de madera, el símbolo de su poder.
Los testimonios de esa guerra son estremecedores. Estrabón: «En las guerras de los kántabroi, las madres mataron a sus hijos antes de permitir que cayesen en manos enemigas. Un muchacho, cuyos padres y hermanos habían sido hechos prisioneros y estaban atados, mató a todos por orden de su padre con una espada de la que se había apoderado. Una mujer mató a sus compañeros de prisión. Otro, que había sido llamado ante guardianes embriagados, precipitose en la hoguera». Estrabón III,4,17. Y más: «Se cuenta también de los kántabroi este rasgo de loco heroísmo: que habiendo sido clavados en cruz ciertos prisioneros, murieron entonando himnos de victoria». III,4,18.
Otros autores (Horacio o Silio Itálico) también se hicieron eco de esta feroz resistencia. «Cantaber non ante domabilis», decía el primero. Pero es Estrabón quien más nos llama la atención debido a que fue el autor de las Memorias históricas en las que, probablemente, se extendió sobre este atroz conflicto. Salvo unos pocos fragmentos, los 43 libros que componían esta obra se han perdido. Pero si algún día llegaran a encontrarse, es casi seguro que hallaríamos una descripción exhaustiva de lo que fue esta rebelión y de lo que fueron aquellas guardianas del tabú que pusieron en jaque al ejército más poderoso del planeta. Mujeres que guardaban secretos surgidos de la noche de los tiempos y cuya desaparición supuso el fin de la influencia céltica en la Península. Con ellas murió también una cultura y se dio paso a la romanización que al cabo de los siglos nos ha traído hasta aquí.
«Las guardianas del tabú», de Javier Lorenzo, está editado por Ed. Planeta.