Una aproximación al país heleno con algunas obras literarias que recrearon su magia, De Platón a Kazantzakis o Gerald Durrell

En las líneas finales de su breve ensayo On not knowing Greek (1925), Virginia Woolf escribió que regresamos a los griegos cuando estamos cansados de la vaguedad y de la confusión de nuestra época. Desde los quince años la autora británica había dedicado muchas horas y esfuerzos a aprender el griego clásico. En aquella antigua lengua descubrió una visión del mundo bella y elegante; una manera compleja de aprehender la realidad y de nombrarla. El griego antiguo permitía a Virginia Woolf sumergirse en los mecanismos mentales de un pueblo extraordinario que literalmente creó la civilización occidental y nos legó la filosofía, las matemáticas, la geometría, el arte, la oratoria y la democracia. Sumergirse en la lectura de Sófocles, por ejemplo, suponía para ella trasladarse a una ­mañana de verano en el corazón del ­invierno norteño.

Aunque ya sean contadas las personas capaces de leer a los clásicos griegos en su lengua original, dado que su aprendizaje ha sido barrido de los currículos universitarios, la idea de Grecia, la Hélade, sigue llenando de luz los corazones que se resisten a dejarse anegar por el utilitarismo y el rendimiento económico. La Hélade brilla con una luz especial y nos sigue llamando y atrayendo. Lo pude comprobar cuando frecuentaba la Escuela ­Oficial de Idiomas de Barcelona para estudiar griego moderno. Allí nos congregábamos personas afectadas por Grecia. Gente dispar que tras un viaje al país heleno sentía la necesidad de aprender la lengua. Sencillamente, nos habíamos enamorado. Porque te puedes enamorar de un lugar, de un paisaje, como de una persona y, por ello, necesitas conocerlo, frecuentarlo, hacerlo tuyo. Curso tras curso se sumaban ­nuevos afectados por –llamémoslo– esa atracción misteriosa, ese algo inexplicable que se percibe en el paisaje griego. Sí, hay árboles, colinas, montañas, ciudades y pueblos, como en todas partes. Pero, si estás preparado, te saldrá al encuentro ese algo más que yo no percibo en otros lugares y que he tratado de explicar en mis libros. Quizás sea lo mismo que le sucedía a Virginia Woolf cuando dijo que si Sófocles nombraba a un ruiseñor, este saltaba de la página y se ponía a cantar; si nombraba un bosque de olivos, aparecían ante su mirada los troncos retorcidos y la pradera salpicada de violetas.

Como dijo Virginia Woolf, regresamos a los griegos cuando estamos cansados de la vaguedad y de la confusión de nuestra época

Los enamorados de Grecia siempre estamos dispuestos a un nuevo viaje a la Hélade, a explorar una nueva isla o a perdernos por una zona de montaña aún inexplorada. Pero también podemos viajar a través de la literatura helena sin movernos de nuestro sillón favorito. Son muchísimos los libros, clásicos y modernos, entre los que elegir. Lo que sigue es un viaje personal a través de algunas obras de la literatura griega antigua y moderna, más algunas aportaciones de esas personas que se rindieron a la magia que emana de Grecia y escribieron libros memorables.

Viajar de la mano de los clásicos

Borges escribió que clásico no es un libro que posee tales o cuales méritos; es un libro que las diversas generaciones, urgidas por variadas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad. ¿Por dónde empezar nuestro viaje? Creo que no hay lugar a dudas. Empezaremos por Platón, de quien el eminente matemático y filósofo inglés Alfred North dijo en 1929 que la tradición filosófica europea no era más que una serie de notas a pie de página de su obra. Su verdadero nombre fue Aristocles, pero ha pasado a la historia con el apodo que le puso su entrenador personal por sus anchas espaldas (Platón significa ‘ancho’ en griego), al menos eso es lo que nos cuenta Diógenes Laercio en Vidas de filósofos ilustres . Nació en Atenas en el año 427 a.C. y murió en esa misma ciudad a los ochenta años. Además de escribir muchísimas obras, principalmente en forma de diálogo, fundó la Academia de Atenas, cuyo lema era “Aquí no entra nadie que no sepa geometría”. Él mismo fue instructor de la Academia, donde se enseñaba, además de geometría, aritmética, astronomía, armonía –una de las palabras más bellas que nos ha legado la lengua griega– y dialéctica para las disquisiciones filosóficas y preparación de los futuros políticos para que fueran capaces de legislar, gobernar y asesorar en asuntos de la polis .

Aunque ahora nos pueda parecer extraño, Platón permaneció desaparecido durante muchos siglos de la conciencia de Occidente. Fue en el año 1438, durante el concilio de Florencia, organizado por las iglesias latina y bizantina, cuando tuvo lugar la reaparición de su figura y su obra en lo que se puede denominar, parafraseando a Stefan Zweig, un momento estelar de nuestra historia. Su protagonista fue uno de los miembros de la comitiva del emperador Juan VIII Paleólogo, el filósofo de Constantinopla Yorgos Gemistos Pletón, que entonces contaba más de ochenta años.

Este sabio adoraba a Platón y seguía divulgando sus enseñanzas de manera clandestina en su escuela de Mistrás. Él mismo se había puesto el apodo de Pletón (significa ‘lleno’ en griego) para emular y acercarse más a su maestro. Mientras el Papa y el patriarca de Constantinopla se dedicaban a discutir de cuestiones religiosas, Pletón y los humanistas florentinos, presididos por Cosme de Médicis, se reunían en la hermosa Villa Careggi al atardecer en torno a la mesa y allí comían, bebían y practicaban el supremo arte griego de la conversación. Animado por el interés de sus interlocutores y para explicarles las diferencias entre Platón y Aristóteles, el sabio bizantino escribió en Florencia De differentiis , que luego impartió en forma de conferencia. Se puede decir que lo que expuso Pletón ante su entregado auditorio fue en realidad el alma de Occidente, encarnada en sus dos filósofos principales. Se dice que Cosme de Médicis quedó tan impresionado por sus palabras que decidió crear una Academia Platónica en Florencia. A partir de aquel momento el Renacimiento se puso en marcha de forma imparable impregnando las conciencias y sentando las bases del mundo moderno. El viejo Pletón regresó a Mistrás, donde murió en 1452 a los noventa y siete años, uno antes de la caída de Constantinopla. Sus enemigos quemaron gran parte de sus obras y lo que se salvó, más de setecientos manuscritos, fue depositado por el cardenal Besarion en la Biblioteca Marciana de Venecia. En esta biblioteca tuve el placer y sentí la emoción de tener en mis manos, una lluviosa tarde de invierno de hace ya algunos años, el manuscrito De differentiis , redactado en una apretada y perfecta caligrafía por el viejo sabio que hoy yace enterrado en el templo Malatestiano de Rímini.

¿Qué leer de Platón? Sin duda una de sus obras más famosas e ineludibles: El banquete o El simposio , que literalmente significa ‘beber en compañía’. El simposio trata sobre una animada cena en la que un grupo de amigos se da cita para conversar sobre la naturaleza del amor, lo cual nos permite acercarnos a la actitud frente a la sexualidad de la sociedad ateniense del siglo V. Los comensales analizan las diferentes clases de amor: filía , que denota la amistad o el afecto en su sentido más general; agápe , el amor incondicional sin connotaciones sexuales, y eros , que designa el deseo violento de la pasión amorosa. Todos los participantes en el simposio, salvo Aristófanes, dan por sentada la superioridad del amor homosexual sobre la heterosexualidad, a la que se relega a las meras funciones de reproducción. El simposio llega a su fin con casi todos los comensales borrachos que se marchan a su casa a dormir, salvo Sócrates, que continúa hasta el amanecer explicando a Aristófanes y Agatón cómo un buen autor teatral debe ser capaz de escribir tanto comedias como tragedias. Cuando estos dos caen al fin dormidos por agotamiento, Sócrates se levanta y, sin haber dormido, se encamina hacia el Liceo, para lavarse y atender sus tareas cotidianas.

La tradición filosófica europea, según el filósofo Alfred North, no es más que  notas a pie de página a la obra de Platón

La Anábasis o retirada de los diez mil. En esta obra, su autor, el historiador y militar Jenofonte, narra la expedición de Ciro el Joven contra su hermano Artajerjes II, rey de Persia, con la intención de arrebatarle el trono. Para ello reclutó un ejército de diez mil mercenarios griegos que, después de atravesar Asia Menor, llegó casi hasta Babilonia siguiendo el curso del Éufrates. Al morir Ciro en una batalla, el ejército mercenario tuvo que emprender la retirada. Tras muchas vicisitudes y atravesar miles de kilómetros por las líneas enemigas, los diez mil, capitaneados por el propio Jenofonte, llegaron a Trebisonda, donde lanzaron su célebre grito de ¡el mar, el mar!, cuya visión hizo que se sintieran ya en casa. Jenofonte, discípulo de Sócrates, regresó a Grecia a contar el relato de las increíbles aventuras de los diez mil y lo hizo en un estilo claro y ameno, que recuerda a veces el de un reportero de guerra actual y en el que no falta la brutalidad propia de los conflictos bélicos. Esta obra inspiró la película de culto The warriors ( Los amos de la noche ), dirigida por Walter Hill en 1979.

El viaje de los argonautas es una epopeya escrita por Apolonio de Rodas en el siglo III a.C. en la que se narra el viaje del héroe Jasón y sus compañeros los argonautas, que a bordo de la nave Argo surcaron el mar para conquistar el vellocino de oro en la lejana Cólquide, en los confines de Asia ­Menor. Es una obra colmada de aventu- ras en la que nos dejamos arrastrar por olas turbulentas mientras atravesamos costas misteriosas, encontramos monstruos espantosos y pasadizos marinos peligrosos, como el de las Rocas Entrechocantes. Esta epopeya tiene sin duda un origen histórico en las expediciones de los griegos al norte en busca de oro y ámbar y también de trigo, del que algún autor ha dicho que, en realidad, el dorado vellocino podría corresponder al ansiado cereal que crecía abundante en las riberas del mar Negro. También es la primera obra de la historia en la que se narra una relación amorosa tóxica, como la que entablan Jasón y Medea, princesa de la Cólquide, hija del temible rey Eetes. Medea ayudará a Jasón a conquistar el ansiado vellocino y en la versión de Apolonio de Rodas se casan y regresan felizmente a tierra griega. Pero la relación de Jasón y Medea estaba abocada a un catastrófico final y, tal como la cuenta Eurípides en su tragedia Medea , esta, al ser abandonada por Jasón, comete una serie de asesinatos entre los que se encuentran el de los dos hijos que ha tenido con el héroe del vellocino. Los lectores de la versión edulcorada de Apolonio de Rodas conocían este final, lo cual no haría sino añadir intensidad trágica al relato.

Existe una película deliciosa de 1963 llamada Jasón y los argonautas , con efectos especiales de Ray Harryhausen y escenas inolvidables como la lucha con la Hidra, la batalla de los esqueletos y el paso de las Simplégades o Rocas Entrechocantes. Una manera entretenida de frecuentar a los clásicos.

En ‘El viaje de los argonautas’ se narra por primera vez una relación amorosa tóxica, la que entablan Jasón y Medea

Y ya con estatuto de clásico, no se puede olvidar Vida y andanzas de Zorba el griego , de Nikos Kazantzakis, una de las obras más emblemáticas de la literatura griega. El libro describe la relación de dos seres dispares, un joven intelectual y Zorba, un superviviente que acepta con ecuanimidad todo lo que la vida le ofrece o arrebata. Junto a Zorba, el escritor irá experimentando una transformación de sus valores y aprenderá lo sencillo que puede ser alcanzar la felicidad: un vaso de vino, unas castañas asadas, un mísero brasero, el sonido del mar. Zorba el griego fue llevada al cine en 1964 por Michael Cacoyannis. El resultado fue una película maravillosa con escenas inolvidables, como la noche de amor entre el joven intelectual y la viuda y la posterior lapidación de esta por los vecinos del pueblo cretense y la danza final, en la playa, en la que el joven pide a Zorba que le enseñe a bailar y, libre ya de toda atadura, aprende a celebrar la vida como su viejo y sabio maestro.

La mirada ajena sobre Grecia

Los libros escritos por no griegos sobre la historia, mitología, viajes o experiencias en el país heleno se cuentan por millares. La elección resulta difícil, así que me limitaré a indicar algunos que me han hecho disfrutar y a los que vuelvo una y otra vez cuando quiero pasar un buen rato.

Mi familia y otros animales , de Gerald Durrell. El apellido Durrell se ha popularizado gracias a una serie de televisión que narra las aventuras que pasaron los miembros de esa familia en Corfú, de 1935 a 1939, pero nada como sumergirse en el libro que le dio origen para disfrutar de todo el encanto de ese peculiar grupo familiar. El libro arranca con una cita de Alicia a través del espejo : “A veces he creído hasta seis cosas imposibles antes del desayuno”, marcando el tono de lo que nos aguarda. Y lo que nos depara el relato de Gerry Durrell es la combinación de tres ingredientes irresistibles: la descripción del paisaje deslumbrante de una isla griega antes de que el turismo la invadiera; el descubrimiento y amistad de un niño de diez años con los residentes de la isla, tanto humanos como de otras especies animales; y la excéntrica conducta de los miembros de su familia. Un libro que se lee entre carcajadas ocasionales y con una sonrisa perenne en los labios.

El coloso de Marusi , de Henry Miller, narra las experiencias vividas por el autor estadounidense durante los nueve meses que pasó en Grecia en el año 1939, invitado por su amigo Lawrence Durrell. Es el relato de un viaje iniciático, durante el que el autor no tenía sensación de avanzar, sino de ir subiendo escalones, de traspasar umbrales en una especie de éxtasis continuado. Es un libro, en suma, escrito en estado de gracia, como si al llegar a Grecia la mirada de Miller se hubiera desempañado y lo viera todo por primera vez. Leemos, por ejemplo, su experiencia con el agua el primer día de su llegada: “Allí donde mirara veía vasos de agua. Comencé a pensar en el agua como algo nuevo, como en un elemento esencial de la vida”. Agua. Neró . La primera palabra griega que aprendió y que le pareció muy hermosa. El país heleno dejó una profunda huella en Miller, que perduraría para siempre y que él resumió así: “La luz de Grecia abrió mis ojos, penetró en mis poros, expandió todo mi ser”.

Los viajes y experiencias de autores no griegos, como Durrell o Henry Miller, también han dado lugar a grandes obras

Mani , de Patrick Leigh Fermor, nos invita a recorrer una de las regiones más agrestes y desconocidas de Grecia, Mani, apartada del resto del país por la cordillera del Taigeto, rodeada por los mares Egeo y Jónico y habitada por los indómitos maniotas, que dicen ser los descendientes de los antiguos espartanos. Patrick Leigh Fermor recorrió la región en los años cincuenta del siglo XX cuando el pasado se dejaba sentir todavía con fuerza en la vida cotidiana de sus gentes. Fermor nos describe con su elegante prosa la vida y las costumbres de una región arcaica y remota, salpicando el relato con su habitual despliegue de conocimientos sobre las cosas más inverosímiles y peregrinas y con descripciones del paisaje griego que despiertan de inmediato en nosotros el ansia por verlo todo con nuestros propios ojos.

La lengua de los dioses, nueve razones para amar el griego (Taurus, 2017), de Andrea Marcolongo. Este libro apasionado narra la relación de amor de la autora con la lengua griega clásica. Que un libro sobre gramática resulte, sin embargo, fascinante se debe a que la autora nos descubre, con mano maestra, los mecanismos mentales y la visión del mundo de los antiguos griegos. A Virginia Woolf, que luchaba tanto con el diccionario, le habría entusiasmado. El libro de Marcolongo es, además, una llamada a la belleza y la cordura de las que estamos tan necesitados. En una entrevista, la autora dice que el estudio del griego contribuye a desarrollar el talento de vivir, de amar, de esforzarse, de elegir y de asumir la responsabilidad en los triunfos y las derrotas personales.

La lectura de este libro, así como la de los nombrados más arriba, nos hacen sentir que Grecia es el hogar al que nos gustaría volver y nos transmiten una especie de añoranza por algo perdido, un anhelo por algo intangible o inexpresable, como el que sentimos por las cosas que nunca hemos vivido. ¡Feliz viaje!

FUENTE: lavanguardia.com

*María Belmonte

Estudió Historia y Antropología y es escritora y traductora. Ha publicado los libros ‘ Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia’ (2015), ‘ Los senderos del mar. Un viaje a pie’ (2017) y ‘ En tierra de Dioniso. Vagabundeos por el norte de Grecia’ (2021), todos ellos en la editorial Acantilado