Juan Carlos Abril www.elviajero.elpais.com 02/10/2010
Villa Adriana, no lejos de la capital, fue el capricho del emperador viajero.
Adriano, el más viajero de todos los emperadores, recorrió el Imperio Romano en varias ocasiones. Dejó maravillas como el panteón, su mausoleo (castillo Sant’Angelo) o la suntuosa Villa Adriana, su obra maestra. Se está realizando una superproducción sobre su vida, basada en el best seller de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, dirigida por John Boorman (Excalibur) y posiblemente protagonizada por Antonio Banderas.
Poeta y arquitecto, helenizante y homosexual, para la Antigüedad es el modelo de gobernante ilustrado. Originario de la Bética Itálica, cerca de la actual Sevilla, Adriano estuvo viajando siempre. Solo descansó al final de su vida. Murió con 62 años, en el 138. Había ascendido al trono en el 117. Gran amante de la filosofía estoica y epicúrea, se dedicó al ejercicio del poder como un funcionario y empeñó sus esfuerzos en reformas políticas, administrativas, económicas, incluso agrarias, a la vez que elaboró planes urbanísticos y monumentales, participando él mismo como diseñador.
Para llegar a Villa Adriana se pueden coger autobuses durante todo el día desde la romana Stazione Termini. La villa, a las afueras de Roma, ocupa una extensa meseta: más de un kilómetro cuadrado, aunque todavía se encuentra una importante porción sin excavar en las estribaciones de las laderas de los montes Sabinos, cerca de Tívoli, la localidad que durante tantos años fue retiro de poetas como Horacio, o que sirvió como cantera de la piedra con la que se construyó el Coliseo -que terminó el propio Adriano- o la basílica de San Pedro siglos después. La Villa Adriana fue diseñada con todo lujo de detalles: túneles, galerías y estancias que la sorteaban bajo tierra y por donde vivían y circulaban esclavos y el servicio en general, con capacidad para carros de caballos incluso.
Llegó a albergar más de treinta edificios, con grandes extensiones de jardines y zonas de recreo, incluyendo teatros, bibliotecas, estanques artificiales, varios templos y termas, y más de cien estancias solo para el personal. Llegaron a habitarla más de cinco mil personas en su época de esplendor, al final de la vida de Adriano. El recorrido total, yendo ligeros y sin leer demasiado la guía, lleva más de media jornada, así que hay que llevarse agua y algún panino para matar el gusanillo. La Villa siguió estando habitada durante varios siglos, quedando abandonada a comienzos de la Edad Oscura.
Las distintas construcciones que albergaba representaban lugares y monumentos del mundo romano, pero también de los territorios que el emperador visitó durante sus viajes. Uno de los emblemas de la Villa es el Canopo, que ha pasado a ser un icono de la belleza clásica. Precisamente toma su nombre de una ciudad egipcia. Se cuenta que una parte del Canopo llamada Serapeum fue objeto de críticas mordaces por parte del arquitecto Apolodoro de Damasco (quien habría comparado con «calabazas» las cúpulas diseñadas por Adriano). Según una leyenda que muchos consideran intencionada para desacreditar a Adriano, la ira del emperador provocó el destierro y posterior asesinato del arquitecto.
En fin, sea como fuere, la Villa Adriana está considerada como una obra maestra en su conjunto porque une las más altas expresiones culturales del antiguo mundo mediterráneo, desde la escultura hasta la arquitectura, la decoración o la pintura, pasando por la jardinería o la astronomía. El estudio de los monumentos que conforman Villa Adriana jugó a finales de la Edad Media un rol crucial en el redescubrimiento de los elementos de la arquitectura clásica en el Renacimiento y en el periodo Barroco, pero también influyó profundamente en los siglos XIX y XX.
Recientemente se descubrieron en la Villa, por cierto, los restos de un extraordinario templo dedicado a Antinoo, el joven con el que Adriano vivió una intensa pasión amorosa y que, según cuenta Yourcenar en su magnífica novela, se suicidó con apenas veinte años, ahogándose en el Nilo como ofrenda propiciatoria para el propio emperador. Este, desconsolado, fundó una ciudad en Egipto -hoy en ruinas, Antinoe- y consagró templos en su honor a lo largo de todo el Imperio. Han quedado muchas esculturas de Antinoo esparcidas por toda la latinidad (una de las mejores, en el Museo del Prado).
Lúdicas fuentes
Si queda tiempo, no hay que dejar de visitar Villa de Este, a pocos kilómetros de distancia. En el siglo XVI el cardenal Hipólito II de Este, duque de Ferrara, utilizó el mármol, las columnas y los materiales que quedaban de Villa Adriana para construir él a su vez una extraordinaria mansión que merece especialmente la pena, por su ostentación renacentista, barroca y sus lúdicas fuentes y laberínticos jardines. También Tívoli tiene su encanto, con restos interesantes como el santuario de Hércules, ruinas o templos desperdigados. Pero después de tanta visita y una jornada tan intensa el viajero tiene hambre y hay que buscar en Tívoli alguna trattoria u osteria para degustar las bondades culinarias de la tierra, comer una auténtica pasta o una pizza en el horno de leña, a ser posible con un buen vaso de vino. Aquí precisamente te tratan como en casa, sin ese bullicio de Roma. Tal y como buscaban los antiguos romanos en su retiro estival.