Desde
hace
ya
bastante
tiempo
se
viene
considerando
que
para
que
haya
teatro
los
únicos
elementos
imprescindibles
son
el
actor
y el
espectador.
No
obstante,
el
teatro
ha
formado
parte
de
la
literatura,
donde
se
ha
potenciado,
desde
luego,
la
importancia
del
texto.
Se
olvidaba
así
una
cosa
importantísima,
que
el
teatro
no
se
ha
escrito
para
ser
leído
sino
para
ser
visto
sobre
un
escenario.
Es
ahí
donde
adquiere
su
importancia
última.
Las
obras
de
teatro,
a
veces
hay
que
recordar
lo
obvio,
son
vistas
por
espectadores.
Y
resulta
interesante
e
imprescindible
estudiar
las
repercusiones
de
dichas
obras
sobre
ese
público.
A no
ser
que
uno
se
quiera
quedar
con
un
conocimiento
sesgado
de
una
época:
la
obra
en
sí y
la
crítica
más
o
menos
especializada.
Estudiar
las
repercusiones
de
la
obra
sobre
el
público,
o
como
ésta
llega
a
él,
es,
posiblemente,
la
parte
más
complicada
y
dificultosa
del
teatro,
dado
que
apenas
si
hay
testimonios,
y
éstos,
cuando
los
hay,
son
de
épocas
muy
recientes.
No
obstante,
tenemos
otras
vías
de
estudio
o
formas
de
aproximación.
Aunque
todavía
sigue
habiendo
respetable
gente
que
se
resiste
a
estudiar
la
recepción,
o al
público
que
asistía
o
asiste
a
las
representaciones.
No
hace
mucho
tuvimos
la
suerte
de
asistir
a un
congreso
sobre
teatro
medieval.
Dos
de
las
primeras
ponencias
se
centraban
precisamente
en
la
teoría
de
la
recepción.
Una
de
ellas
lo
hacía
estudiando
las
penas
de
muerte,
espectáculo
justiciero
al
que
asistían
las
personas
de
aquella
época,
y
con
el
que
se
gozaban
tanto
como
civilizaciones
avanzadas
de
hoy
en
día
lo
hacen
cuando
dichas
ejecuciones
se
retransmiten
por
la
tele
o
por
circuitos
cerrados.
Sobraba,
pues,
discusiones
posteriores
sobre
si
en
una
obra
donde
se
fingía
cortarle
la
cabeza
a
alguien,
el
público
se
mostraba
horrorizado
o
no.
Eso
mismo
lo
veían
en
la
plaza
pública,
en
vivo
y en
directo,
sin
parpadear.
Sería
pretencioso
por
nuestra
parte
erigirnos
en
voz
de
una
comunidad
a
fin
de
decir
cómo
se
reciben
o se
interpretan
las
obras
clásicas
que
todos
los
veranos,
con
más
o
menos
acierto,
se
representan
en
Sagunto.
No
lo
vamos
a
hacer.
Pero
de
lo
que
sí
podemos
hablar
es
de
cómo
se
accede
al
teatro,
y en
qué
condiciones
se
ven
dichas
obras.
Hasta
cierto
punto
esto
también
condiciona
el
espectáculo
y le
da
su
verdadero
valor.
Comenzamos
porque
todos
los
años
se
nos
amenaza
con
la
clausura
del
teatro
como
espacio
escénico.
Son
unas
ruinas
que
allá
por
los
años
30
del
siglo
pasado
ya
fueron
intervenidas.
Al
restaurar
el
teatro,
en
la
época
socialista,
el
partido
en
la
oposición,
al
que,
verdaderamente,
le
interesa
mucho
el
teatro,
lanzó
una
fiera
campaña
sobre
dicha
restauración.
Fue
una
campaña
política.
En
el
poder
ahora
el
partido
que
antes
estaba
en
la
oposición
se
ve
en
la
obligación
de
deshacer
lo
hecho
para
volverlo
a
hacer.
Alguien
ha
comprendido
que,
ganadas
las
elecciones,
que
es
lo
que
importaba,
lo
demás
es
una
pamema.
Y se
recurre
a lo
de
siempre:
no
se
habla
del
asunto,
se
lanza
algún
rumor
de
vez
en
cuando,
y
entre
todos
la
mataron
y
ella
sola
se
murió.
¿Tendremos
teatro
al
año
que
viene?
Pues
por
una
parte
qué
quieres
que
te
diga,
y
por
otra
qué
te
voy
a
decir.
Lo
sabremos
un
mes
antes
de
las
representaciones.
Es
curioso
que
si
uno
quiere
asistir
a un
concierto,
éste
comience
a
las
ocho
de
la
tarde.
Si,
por
el
contrario,
se
asiste
a
una
obra
de
teatro
en
el
teatro
romano
de
Sagunto,
la
obra
lo
hace
a
las
once
de
la
noche.
¿Por
qué
tan
intempestivas
horas
teniendo
en
cuenta
que
algunas
obras
duran
dos
horas
y
aun
más?
¿No
podían
comenzar
a
las
diez?
¿Es
debido
a
que
así
mucha
gente
aprovecha
la
coyuntura
y
cena
en
los
bares
de
la
subida
al
teatro?
Añadamos
a
eso
que,
y es
un
acierto,
la
noche
del
estreno,
en
la
Sala
Pallarés,
se
pronuncian
conferencias
sobre
la
obra
en
cuestión.
De
la
mano
de
la
profesora
Carmen
Morenillas
recordamos
viejos
mitos,
sabemos
de
sus
significados,
de
su
aprovechamiento
en
otras
obras
y en
otras
culturas,
etc.
A lo
que
sigue,
por
regla
general,
una
exposición
del
director
de
la
obra,
cuando
no
de
su
adaptador
o
algunos
de
sus
intérpretes.
Estas
conferencias
vienen
a
terminar
sobre
las
nueve
o
nueve
y
media
de
la
noche.
Si a
finales
del
mes
de
junio
uno
ha
estado
atento
a la
cartelera,
se
entera
de
la
programación
de
Sagunt
a
escena.
Es
el
momento
de
pedir
las
entradas.
Por
supuesto
que
no
son
numeradas.
Y ya
se
sabe:
la
forma
de
acceder
a la
cavea
es
la
de
todos
los
años.
Hay
dos
puertas
de
acceso.
A
una
se
llega
por
una
rampa
ciertamente
pronunciada,
y a
la
otra
a
través
de
unas
empinadas
escaleras.
Conforme
llega
la
gente
va
formando
una
fila,
se
haya
comprado
la
entrada
cuando
se
haya
comprado,
se
accede
según
el
puesto
que
se
ocupe
en
dicha
fila.
Si
las
obras
vienen
precedidas
de
buenas
críticas
en
Mérida,
hay
que
estar
allí
pronto
a
fin
de
coger
un
buen
lugar.
Sobre
las
diez
o
diez
y
media,
y
comunicados
por
móviles,
los
conserjes
abren
las
dos
puertas
al
mismo
tiempo.
Y
piernas
para
qué
os
quiero.
Algunas
personas
van
provistas
de
cojines
o
bolsos
que
dejan
caer
en
los
lugares
próximos
a
los
que
han
ocupado
ellas.
En
las
gradas
del
teatro
de
Sagunto
se
han
apegado
asientos
de
plástico.
En
tanto
se
hacía
cola
se
ha
visto
desfilar
a
todo
un
grupo
de
personas
que,
tras
cenar
tranquilamente,
sin
colas
ni
molestias,
acceden
al
teatro.
Son
los
cargos
políticos,
los
que
defienden
la
democracia,
si
éste
consiste
en
aquello
tan
bonito
de
"justicia
sí,
pero
en
mi
casa
no".
A
ello
cabe
añadir
que
muchos
lugares
están
ocupados
por
bellas
azafatas
o
por
largas
tiras
de
cojines
que
se
irán
levantando,
unas
y
otros,
conforme
lleguen
más
y
más
ediles
o
cargos
electos
o
primos
y
sobrinas,
amigos,
deudos
y
parientes.
Dicen
las
malas
lenguas
que
muchos
de
ellos
ni
pagan
la
entrada.
Dentro
del
teatro,
por
supuesto,
se
puede
fumar.
Estamos
al
aire
libre.
Así
que
si
uno
se
ve
rodeado
por
dos
o
tres
fumadores
puede
pasar
una
noche
muy
divertida.
Además
algunos
hay
que
arrojan
la
colilla
a la
orquestra.
¿No
dicen
que
la
restauración
es
un
desastre?
Pues
qué
más
da.
Así
que
si
uno
quiere
asistir
a la
charla
previa
a la
obra,
ya
sabe:
o no
cena,
o se
lleva
el
bocadillo
de
casa,
o se
sienta
en
los
confines
del
cielo,
donde
teniendo
en
cuenta
lo
bien
que
nos
vemos
algunos,
y
que
no
hay
máscaras
ni
coturnos
ni
amplios
ropajes
ni
colores
distintivos,
la
obra
se
puede
convertir
en
un
doble
tormento.
Lo
de
doble
tormento
es
porque
últimamente
no
llega
nada
que
valga
la
pena,
y
encima
no
se
ve.
Abogar
porque
las
obras
comenzaran
a
las
diez
de
la
noche
a lo
mejor
suponía
enfrentarnos
con
todos
los
bares
de
la
zona.
Pedir
entradas
numeradas,
sin
que
políticos
ni
ediles,
ni
primos
o
amigos,
sean
unos
privilegiados,
es
tan
utópico
como
inútil.
Y
uno
se
pregunta,
ingenuamente,
claro,
si
tanto
les
gusta
el
teatro,
¿por
qué
no
se
montan
más
obras
en
Valencia?
¿Por
qué
teniendo
un
teatro
romano
nos
tenemos
que
conformar
con
quince
días
de
representaciones?
¿Por
qué
no
se
define
Sagunt
a
escena
de
una
vez?
Pues
aquí
lo
mismo
te
hacen
flamenco
que
circo
o
viene
un
cantautor
o te
traen
un
ballet
o
una
ópera.
¿Y
por
qué
el
Ayuntamiento
de
Sagunto
deja
que
se
tiren
cohetes
y
petardos
cuando
se
está
en
plena
representación?
La
otra
noche,
ante
Yo,
Claudio,
hubo
personas
que
esperaron
hora
y
media,
de
pie,
a
que
abrieran
el
teatro.
Añádase
a
eso
los
tres
cuartos
de
hora
de
espera
ya
dentro
del
teatro.
Y
que
uno
tiene
que
ir
con
bocadillo,
botella
de
agua
y
abanico
por
si
los
vecinos
fuman.
Ver
teatro
aquí
es
como
una
carrera
de
obstáculos.
No
sabemos
si
será
casualidad,
desprecio
o
temor,
pero
ante
Yo,
Claudio,
obra
que
agotó
las
entradas
en
sus
dos
días
de
representación,
muchos
lugares
reservados
para
los
cargos
electos
y
sus
allegados,
quedaron
vacíos.
En
la
cola
se
comentó
que
alguien
había
lanzado
el
rumor
de
que
la
iban
a
hacer
en
latín.
Quizás
fue
por
eso.
Pocas
veces,
pues,
se
justifica
tanto
esperpento
ante
el
escenario
de
Sagunto.
Quizás
si
se
continúan
representando
unas
obras
tan
malas
la
gente
dejemos
de
ir,
y
sin
público,
elemento
imprescindible
para
que
haya
teatro,
aquello
se
puede
convertir
en
un
marco
incomparable
para
hacer
cenar
y
recepciones
políticas.
Quién
sabe.