Anoche
quedó
inaugurado
el
festival
Sagunt a
escena
con
la
famosa
trilogía
de
Esquilo,
en
versión
de
Carlos
Trías.
Es muy
de
agradecer
la
existencia
del tal
festival
que
brinda
la
oportunidad,
junto
con
otros,
de ver
teatro
clásico,
de
asistir
a la
representación
de obras
que
están en
el
origen
de
nuestra
cultura
y, por
supuesto,
del
teatro
actual.
Y que
plantean,
en
ocasiones,
unos
problemas
que,
todavía,
siguen
angustiando
a la
humanidad.
Hay
muchas
formas
de
acceder
a los
clásicos.
Aunque
básicamente
podríamos
resumirlas
en dos:
las
arqueológicas,
que
buscan
la
representación
ideal,
la que
supuestamente
se hacía
en el
siglo V
a.C., o
la que
actualiza
la obra
para que
nos diga
hoy lo
mismo
que
dijo,
aunque
con otro
vestuario
y otro
vocabulario,
lo que
dijo en
vida del
autor.
El
decorado,
a la
vista
nada más
acceder
a las
gradas,
nos
sitúan
en una
época
actual:
es un
ruedo
con sus
burladeros.
Se nos
coloca
así, no
sólo en
una
época
cuanto
menos
cercana
a la
nuestra,
sino en
el
ámbito
del
sacrificio
y de la
muerte o
muertes.
Muertes
quizás
absurdas
pero
asumida
por
todos.
Sobre
ese
círculo
mágico,
marcado
por cal
en el
inicio
de la
obra, se
va a
desarrollar
la
tragedia
de las
Atridas:
partida
a Troya,
sacrificio
de
Ifigenia,
deseos
de
venganza
por
parte de
Clitemnestra,
y
respuesta
de
Electra
y
Orestes.
Siempre
sangrienta.
Uno de
los
aspectos
que le
confiere
grandeza
a la
tragedia
griega
es que
toda
acción
puede
ser
contemplada,
como
mínimo,
desde
dos o
tres
puntos
de
vista.
Aquí,
obviando
otras,
tenemos
el de
Agamenón,
Clitemenestra
y
Electra.
El
montaje
de Mario
Gas, de
dos
horas de
duración,
comprime
la
acción
concediendo
gran
importancia
al
absurdo
de la
guerra,
ya no
por ella
en sí
sino por
su
móvil.
Al fin y
al cabo,
como
dice
Clitemnestra,
los
hombres
van a la
guerra a
rescatar
a
alguien
que fue
secuestrada
con su
consentimiento.
La
situación
no puede
ser más
absurda.
Y si a
ese
absurdo
añadimos
el del
sacrificio
de
Ifigenia,
la hija
menor de
Agamenón
y
Clitemnestra,
ya
tenemos
todos
los
elementos
necesarios
para la
tragedia.
Cada
personaje,
como
hemos
dicho
antes,
tiene
sus
razones,
su
verdad,
pero
ésta la
vive de
una
forma
tan
absoluta
que es
incapaz
de
comprender
la del
otro. Y
eso será
precisamente
lo que
nos
llevará
a la
tragedia.
No
podemos
olvidar
los
tiempos
que
vivimos.
Y sin
duda es
por ello
por lo
que se
le ha
concedido
excesiva
importancia,
en el
montaje,
a la
guerra
de Troya
olvidando
las
motivaciones
de una
madre a
quien se
le
arrebata
una hija
con la
excusa
de esa
guerra.
Tampoco
Orestes
aparece
como el
hombre
que
duda,
que
tiene
que ser
impelido
por su
hermana,
que es
quien
mantiene
el fuego
sagrado
del
odio, a
la
venganza.
Todo se
desarrolla
como
indica
el
decorado:
como una
gran
corrida
de toros
en la
que
alguien
tiene
que
morir. Y
efectivamente
mueren
Agamenón
y
Clitemnestra,
duplicados
ambos en
escena:
aparecen
dos
cadáveres
y dos
Clitemnestras
sin que
quede
claro el
porqué
de esa
reduplicación
que
plásticamente,
cuanto
menos,
es un
llamativo
acierto.
La
aparición
de las
dos
Clitemnestras,
ambas
vestidas
de rojo,
y con un
fondo
rojo,
viene
marcado
por unos
movimientos
bellísimos,
de
diosas
indias,
que ya
traen
consigo
el olor
de la
muerte.
Los
actores,
coro,
van
girando
en torno
al ruedo
y dando
sus
razones,
personales,
su
visión
del
asunto.
A
destacar
la
economía
de
medios
en
cuanto
al
escenario,
y una
iluminación,
diseñada
por el
propio
Mario
Gas,
eficaz y
potente.
Cabe
añadir a
ello un
grupo de
actores
modélicos,
con unas
voces y
unos
registros
que se
adaptan
perfectamente
a la
tragedia,
que nos
la hacen
más
cercana
y
creíble.
Merced a
ella
podemos
viajar
desde
unas
imprecaciones
a unos
dioses
que no
tienen
vigencia,
pero que
son
esenciales
para
ellos,
al
regreso
del
guerrero,
que nos
recuerda
el
regreso
de no
muchos
guerreros
de
ahora. Y
su
enorme
decepción,
ya que
esperan
ser
recibidos
como
héroes,
y son
vistos
como
seres
molestos
que han
regresado
de una
guerra
olvidada,
una de
las
tantas
que no
tienen
sentido
ni ahora
ni
cuando
se
iniciaron.
¿El
sacrificio
inevitable
en este
ruedo?
¿Vivir
es
sufrir?
Pese a
todo
Orestes,
al final
de la
obra,
consigue
el
perdón.
Las
Furias
convencidas
por
Atenea,
se
convierten
en
bondadosas
y dejan
tranquilo
a uno de
los más
famosos
parricidas
de
nuestra
historia.
Y, por
supuesto,
se
sienta
en el
trono de
su padre
tras
haberse
deshecho
de su
hermanastro.
El
montaje
se
cierra,
desde la
orquestra,
casi
hablando
confidencialmente
con el
espectador,
con
palabras
de paz,
de
prosperidad
y de
tranquilidad.
Aunque
no deja
de ser
inquietante
una de
las
frases
finales:
los
Atridas
siguen
reinando.
¿Supone
esto que
nada ha
cambiado?
¿Qué a
la más
mínima
oportunidad
tendremos
otra
Toya,
otros
inútiles
sacrificios
y otras
nuevas
tragedias?
Quizás,
entonces,
la
enorme
tragedia
del
hombre
es que
nunca
aprende,
ni aun a
costa
del
propio
dolor.
Tal vez
por eso,
y merced
a una
impecable
puesta
en
escena,
a unos
excelentes
actores
y
excelente
dirección,
el mito
de
Orestes
está tan
vigente
hoy como
el día
de su
estreno.
Lo cual
no deja
de ser
decepcionante.