Afortunadamente
en el
festival
Sagunt
a
escena
todos
los
veranos
tenemos
una
obra o
dos
que
vale
la
pena
ver.
No es
mucho
en
este
desierto
cultural,
pero
menos
da una
piedra.
Algún
día
tal
vez el
teatro
clásico
sea
algo
tan
normal
y
corriente
como
los
partidos
de
fútbol
o las
discusiones
sobre
las
relaciones,
sexuales,
matrimoniales
extraconyugales,
de los
famosos
y los
famosillos.
Entre
tanto
nos
tenemos
que
conformar
con
obras
montadas
aprisa
y
corriendo
para
hacer
el
recorrido
veraniego
o con
genialidades
de
quien
busca
la
forma
sin
llegar
al
fondo
de las
cosas.
Hablamos
de
personajes
y de
teatro.
Resulta
gratificamente,
por
todo
ello,
tropezarse
con
una
obra
que,
siendo
clásica,
estando
basada
en el
mundo
que va
de
maravilla
para
los
teatros
romanos,
se
monta
sencillamente
buscando
la
verdad,
dejando
a los
personajes
que
hablen,
como
personas,
y nos
cuenten
y nos
digan
sus
historias
y sus
razones.
Resulta
muy
gratificante
oír a
alguien
sobre
un
escenario
porque
ese
alguien
tiene
algo
que
decir,
y
nadie,
ni
directores
magníficos,
ni
gritos
espeluznantes,
se lo
van a
impedir.
Y el
reto
era
grande,
porque
sacar
de la
novela
de
Robert
Graves
una
obra
de
teatro
supone
escoger
o
coger
aquello
que es
susceptible
de
subir
a la
escena,
sin
olvidar
lo
imprescindible,
y
hacerlo
carne.
Creemos
que J.
L.
Santos
ha
supero
el
reto
con
creces.
Nada
que
decir
del
dibujo
de
Claudio,
hombre
contradictorio,
débil
unas
veces,
inteligente
otras,
que
aprovecha
sus
defectos
para
sobrevivir,
o
sobrevive
gracias
a
ellos,
pero
que
también
se
equivoca,
como
todos,
y
tiene
sus
debilidades,
como
el
común
de los
mortales.
Una de
las
grandezas
del
texto
es que
jamás
se cae
en la
apología
o en
el
largo
y
farragoso
discurso:
es una
obra
de
teatro
perfectamente
ensamblada
donde
la
palabra
y el
diálogo
adquieren
toda
su
importancia.
Yo,
Claudio
es, al
mismo
tiempo,
un
montaje
moderno.
Se
advierte
en la
proyección
sobre
el
escenario
poco
antes
de
comenzar
la
obra.
Y
comenzada
ésta,
en los
labios
de la
Sibila,
o en
la
imagen
del
propio
Claudio,
agrandada
sobre
la
pantalla.
La de
Claudio
es una
imagen
que se
proyecta
en
tiempo
real,
en
tanto
se
está
desarrollando
la
acción.
La
imagen
de
Claudio
está
por
encima
de su
realidad,
la
absorbe
aunque
sólo
sea
por
tamaño.
Pero
imagen
y
realidad,
en
este
caso
coinciden,
al
menos
en los
gestos
y en
lo que
dicen.
Por
tanto
entendemos
que
esa
imagen,
agrandada,
es
quizás
una
concesión
al
público
a fin
de que
capten
todos
los
matices
de una
interpretación,
verdaderamente
genial,
por
parte
de
Héctor
Alterio.
Se
prefiere,
desde
luego,
al
actor
de
carne
y
hueso,
aunque
no son
nada
desdeñables
las
imágenes
que
llegan
proyectadas.
En
tiempo
real,
insistimos.
Claudio
nos
cuenta
la
historia
de un
hombre
desdeñado
por
todos,
y que
llega
a
hacerse
cargo
del
Imperio.
Un
Imperio
al que
también
él
desdeña,
que
trata
de
volver
en
República,
sin
darse
cuenta
de que
los
tiempos
han
cambiado,
de que
no es
posible
la
vuelta
atrás,
y que
poner
a
Nerón
al
frente
del
Imperio
a fin
de
hacerlo
odioso,
a él y
al
Imperio,
es uno
de sus
grandes
errores.
Otro
es
olvidar,
ante
Mesalina,
su
deformidad.
Creyéndose
capaz
de
generar
amor
se
convertirá
en un
juguete
en
manos
de su
mujer.
Y,
cosa
curiosa,
será
Calpurnia,
una
prostituta,
quien
le
informe
del
estado
de la
cuestión.
Aun
cuando
lo
haga
cuando
ya no
le
puede
devolver
la
vida a
Appio
Silano,
que
cae en
las
redes
de
Mesalina,
que
son
muy
sencillas:
las de
darlo
todo
por
sabido,
por
ordenado
por un
emperador
al que
nadie
se
atreve
a
llevar
la
contraria.
El
silencio.
La
obra
está
montada
a
través
de un
diálogo
de
Claudio
con
los
senadores,
unos
senadores
que no
aparecen
en
escena,
que
acusan
al
viejo
emperador,
y ante
los
que él
se
defiende
acusando
a su
vez.
Demasiadas
veces
guardaron
silencio,
por
temor
o
porque
era
políticamente
correcto.
No
tiene
desperdicio
la
historia
que,
al
final,
cuenta
Claudio
sobre
el
perro
virtuoso
y los
perros
que le
roban
las
viandas
que
llevaba
a su
dueño.
Esparcidas
éstas
el
perro
virtuoso
come
como
el más
vil de
los
canes,
pues
sabe
que la
virtud,
en un
mundo
de
malvados,
no
recibe
ninguna
recompensa
sino
todo
lo
contrario.
Es,
como
se
puede
ver,
una
obra
actual
por
todas
sus
reflexiones
sobre
el
poder,
la
moral
y las
contradicciones
humanas.
Por
cierto,
nada
más
erótico
y
enervante
que la
danza
en el
palacio
de
Calígula.
Es una
escena
a
tener
muy en
cuenta,
pues
surge
por
una
necesidad,
por la
de
hacer
ver la
corrupción
de una
corte
y no
por
modas
más o
menos
sospechosas.
Qué
diferencia
a
cuando
una
Antígona
cualquiera
o una
Medea
calurosa
se
desnuda
porque
alguien,
que no
el
texto,
se lo
ordena
a fin
de
despertar
a un
amodorrado
público.
En
Yo,
Claudio
todo
fluye
de una
forma
normal
y
corriente.
Es un
buen
texto
potenciado
por
unos
excelentes
actores,
Isabel
Pintor,
Encarna
Paso,
Paco
Casares,
Alicia
Agut...
y una
más
que
ajustada
dirección
de
José
Carlos
Plaza.
A ello
se uno
una
sabia
utilización
tanto
de las
proyecciones
como
de las
luces,
pues
todo,
insistimos,
al
servicio
de un
texto
que
todos
han
sabido
interpretar
y
hacer
vibrar.
Gracias,
pues,
a
Claudio,
hemos
disfrutado
este
verano
en
Sagunto
de una
obra
de
teatro
que ha
valido
la
pena.
Sobre
el
resto,
mejor
corramos
un
tupido
velo.