Lo que actualmente conocemos como «vacaciones», extensible a tres momentos del año en el periodo escolar, y generalmente a uno en el laboral, no existía en la antigua Roma
Antonio Miguel Jiménez www.eldebate.com 08/07/2023
Si hablamos de vacaciones en Roma puede que a todos haya venido a la mente la magnífica película de 1953 dirigida por William Wyler y protagonizada por dos titanes del cine: Audrey Hepburn y Gregory Peck. Por desgracia, no son esas Vacaciones en Roma las que protagonizan estas líneas, sino las (no) vacaciones en (la antigua) Roma.
Lo primero que se debe señalar es que lo que actualmente conocemos como «vacaciones», extensible a tres momentos del año en el periodo escolar, y generalmente a uno en el laboral,
no existía en la antigua Roma.Nuestras vacaciones son un fenómeno bastante anómalo dentro de la lógica histórica. Nunca en la historia humana, hasta el advenimiento del estado del bienestar y la masificación de la clase media en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, hubo nada igual a nuestras vacaciones. De hecho, aunque la misma
palabra la hemos heredado del latín (como tantas otras), el significado es algo diferente.
En latín, vacatio, -ōnis significa «exención, dispensa», por ejemplo, a la hora de ejercer un servicio obligatorio al Estado romano, como acudir a filas en momentos de crisis, como una insurrección militar en Italia o Galia (tumultus Italici Galliciue causa). Un ejemplo claro de esto lo encontramos en uno de los grandes documentos epigráficos hispanos, la Lex Ursonensis, o Ley de Urso. En esta ley, dada a los habitantes de la Colonia Genetiva Iulia (nombre que recibió Urso tras su cambio de estatus jurídico en colonia) en torno al año 44 a.C. se puede leer que los asistentes (apparitores) de los magistrados locales «están exentos del servicio militar» (militiae vacatio esto).
Entonces ¿los romanos no tenían vacaciones? Bueno,
tenían lo que denominaban otium (de donde viene nuestro «ocio»), contrapuesto al
negotium («no ocio») El
otium de los romanos no tenía por qué asociarse al
periodo estival, como podemos leer en una carta que Plinio el Joven le dirigió a su amigo Galo, donde
le describía la estancia preferida de su amadísima villa en Laurentum, entre Ostia y Lavinium, a pocos kilómetros de Roma: «cuando me retiro a este pabellón, me parece que me he alejado de mi propia villa, y siento un gran placer especialmente durante los Saturnales» (Plin.
Ep. II, 17). Dado que la fiesta de Saturnalia era en diciembre, esto es en pleno invierno, podemos desechar la idea de descanso–verano.
Este otium no estaba al alcance de cualquiera, solo de las clases acomodadas: solo los ricos tenían otium
Además, este otium no estaba al alcance de cualquiera, solo de las clases acomodadas: solo los ricos tenían otium. Y algunos, como el ya citado Plinio, debido a sus obligaciones administrativas y judiciales, ni siquiera. En otra de sus cartas, enviada a su amigo Caninio Rufo, decía Plinio: «¿Estudias, te dedicas a la pesca o a la caza, o a las tres cosas a la vez? Pues todas esas cosas pueden hacerse a la vez en las costas de nuestro Lario [lago de Como, en el norte de Italia] […] pero estoy angustiado, sin embargo, porque no se me permite disfrutar de ellas […]. Pues a los asuntos en trámite se añaden otros nuevos, sin que se hayan concluido los anteriores» (Plin. Ep. II, 8). Para las clases no pudientes, es decir los plebeyos, no trabajar implicaba no comer, puesto que el sistema de bienestar, pensiones y demás, que tanto denuestan hoy algunos, aún tardaría un poco en llegar (veinte siglos).
Pero entonces, ¿qué hacían los romanos en verano? ¿En el mes de julio, por ejemplo? Bueno, pues a este respecto hay que decir que el mes de julio, en el que ahora nos encontramos, no fue conocido por muchos romanos. De hecho, por todos aquellos que murieron antes del año 44 a.C., fecha en la que el senado romano renombró el mes quinto (quintilis), orden que ocupaba dicho mes en el calendario romano tradicional de diez meses, como Iulius, en honor a Julio César, cuyo nacimiento se habría producido en dicho mes. En cuanto a las actividades propiamente estivales, destacaban dos principalmente, ninguna demasiado «vacacional» o de otium: la cosecha, y las campañas militares.
«Mi intención es marchar directamente al encuentro del ejército, dedicar los restantes meses del verano a los asuntos militares, y los del invierno a los judiciales» (Cic. Att. 107), le escribía Cicerón a su querido amigo Ático en el verano del año 51 a.C., para poco más adelante, en febrero del año 50 a.C., decirle: «una vez concluida la campaña de verano, he puesto a mi hermano Quinto al frente de los cuarteles de invierno» (Cic. Att. 114). Cicerón, el bueno de Cicerón, pertenecía a la clase alta romana, por tanto podemos hacernos una idea del verano de un senador romano.
Ahora bien, no contamos con escritos de un plebeyo acerca de su verano en los hediondos barrios de Roma, ni, por supuesto, los de un esclavo acerca de su verano recogiendo la cosecha en un inmenso latifundio de Italia.Tampoco los escritos de los soldados, cuyas principales campañas tenían lugar en verano. Para ese inmenso grupo poblacional, la mayoría, de hecho, podemos imaginar sin temor a errar que el otium solo formaría parte de sus mejores sueños. En el caso de los soldados, y especialmente tras las reformas de Augusto en el ejército, una buena hoja de servicios sí les podría proporcionar la posibilidad de disfrutar del tan ansiado otium.
El otium romano, prebenda de las clases altas, es lo más semejante que podríamos encontrar en la antigua Roma a nuestras vacaciones, aunque también con significativas diferencias. Para un romano, el otium era el «no trabajo», lo que no implicaba de ninguna manera tirar el tiempo. Para lo grandes pensadores como Séneca, el otium era fundamental para el desarrollo del estudio y del pensamiento. Solo quien disponía del otium podía enriquecer su alma con el ejercicio de la filosofía.
Para un romano, el otium era el «no trabajo», lo que no implicaba de ninguna manera tirar el tiempo
Plinio el Joven, ni epicúreo ni estoico, romano de gustos y costumbres menos trascendentales que Séneca, envidiaba a su amigo Pomponio Baso por su ejercicio del otium, y se quejaba amargamente de no poder hacer él lo mismo: «pasas el tiempo de tu retiro de un modo adecuado a tu natural sabiduría: vives en un lugar muy agradable, haces ejercicios físicos ahora en la playa, ahora en el mar, mantienes frecuentes charlas, asistes a lecturas públicas, lees con frecuencia, y aunque tus conocimientos son muy amplios, sin embargo, aprendes algo nuevo cada día. […] Me pregunto cuándo me será permitido, cuándo será correcto que mi edad me permita imitar ese ejemplo tuyo de hermoso retiro; cuándo mi aislamiento no recibirá el nombre de pereza, sino más bien el de tranquilidad» (Plin. Ep. IV, 23).
Seguramente, si le explicáramos a un romano del siglo I a.C. como Cicerón, o a uno del siglo I d.C. como Plinio el Joven, qué son las vacaciones y cómo las disfrutamos en esta afortunada sociedad occidental, se reirían, y no se lo creerían.
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