Jorge Álvarez www.labrujulaverde.com 03/01/2020

Uno de los elementos definitorios de la romanidad -probablemente el más importante- era la civitas, es decir, la ciudadanía. Ese concepto, ansiado por todos los habitantes de todos los pueblos del imperio por cuanto suponía la adquisición de una serie de derechos como el suffragii (voto), el honorum (acceso a cargos públicos), el commercii (tener propiedades y firmar contratos), poseer beneficios jurídicos, etc.

Y todo gracias a un mítico incidente ocurrido presuntamente en el siglo VIII a.C.: el rapto de las sabinas y el posterior acuerdo entre romanos y sabinos, que evitó la guerra originando una diarquía en la que cada miembro de la comunidad adquirió la condición de quirites, la forma original de ciudadanía.

En sus comienzos, cuenta la tradición, Roma andaba escasa de mujeres. Para solucionarlo, Rómulo, fundador de la ciudad junto a su hermano Remo y primer rey, organizó unos juegos deportivos en honor de Neptuno, extendiendo la invitación a participar a los pueblos de los alrededores. Uno de ellos era el de Sabinia, en los montes del Lacio, quienes acudieron acompañados de sus familias.

En realidad, todo era un ardid de Rómulo, que en plena celebración de las pruebas dio una señal para que los romanos raptaran a las mujeres sabinas y echaran de la ciudad a sus maridos. Así, los romanos consiguieron esposas pero a costa de ofender gravemente a sus vecinos, que durante un año mascaron fríamente su deseo de venganza.

Finalmente, la llevaron a la práctica declarando la guerra. En el mito aparece la inevitable figura de un personaje traidor, una mujer romana llamada Tarpeya que les abrió las puertas de la ciudad a cambio de lo que llevasen en los brazos. Se trataba de una alusión a los brazaletes de oro con que la gente solía adornarse pero los sabinos, despreciando su bajeza, le pagaron aplastándola con otra cosa que también portaban en brazos: sus escudos; el lugar donde falleció fue lo que luego se conocería como Roca Tarpeya, el sitio donde se ejecutaba a los reos de traición. Los dos bandos se enfrentaron en el lago Curcio sin que la balanza se decantara hacia ninguno, pero no hubo más combates porque las mujeres sabinas, vestidas de luto, se interpusieron alegando que podían perder a sus actuales maridos si ganaba un bando pero también a padres y hermanos si lo hacía el otro.

Así, romanos y sabinos formaron una monarquía dual en la que los primeros estaban representados por Rómulo y los segundos por su rey Tito Tacio, quien además selló la alianza concediendo las manos de sus hijas en matrimonio: a su par la de Hersilia y a Numa Pompilio (el que sería segundo rey de Roma) la de Tacia.

Cinco años duró ese gobierno conjunto, terminando en el año 745 a.C. por las desavenencias entre ambos, originadas después de que unos sabinos hostilizaran a unos embajadores laurentinos y Rómulo entregara a los responsables a los ofendidos. Tacio trató de rescatarlos por la fuerza y terminó asesinado durante un oficio religioso; según otra versión acudió a solicitar su liberación y al regresar sin éxito fue linchado por los propios romanos, quedando su compañero como único gobernante.

A Tito Tacio no se le considera hoy un personaje histórico sino epónimo de los Titii sodales o sacerdotes flaviales, que simbolizaban la pervivencia de los cultos itálicos antes de ser absorbidos por los romanos durante la República, o quizá una metáfora de los primeros pasos de la magistratura dual del consulado. Por eso a Tacio tampoco se le incluye entre los siete reyes clásicos (los citados Rómulo y Numa Pompilio más Tulio Hostilio, Anco Marcio, Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio) que gobernaron desde el 753 a.C. hasta el 509 a.C., año en que la monarquía fue derrocada y se abrió paso a la época republicana.

Sin embargo, hubo algo en aquella diarquía que sí trascendió: a pesar de que cada pueblo conservó su denominación (es decir, Roma siguió siendo Roma y Sabinia continuó llamándose Sabinia), los miembros de esas dos comunidades se fusionaron en una y pasaron a denominarse quirites. No se sabe cuál es el origen de esa palabra. En el capítulo dedicado a Rómulo de sus Vidas paralelas, Plutarco lo supone derivado de Cures, la ciudad sabina natal de Tito Tacio (algo que apoya Tito Livio en su Historia romana), desechando la antigua interpretación que la vinculaba a Quiritis (o Quiris), la lanza sagrada de la diosa Juno según los sabinos.

Pero la mayoría de los historiadores opinan que procede de co-uiri-um, que significaría asamblea de los hombres. Dicha asamblea sería el germen de la curia o, para ser exactos, las curiae, en plural, pues inicialmente había una general de treinta miembros (la Curia Hostilia, de la que nacería el Senado) más otras en las que se integraban todos los patricios al estar asimiladas a las correspondientes tribus: Ramnes, Titienses y Luceres; aunque no todos los expertos están de acuerdo, la primera aludiría a Rómulo y los latinos, la segunda a Tito Tacio y los sabinos, y la tercera -de etimología desconocida- a los etruscos. Cada tribu estaba formada por diez curias, cada una de éstas por diez gens (linajes) y cada gens por diez familias.

En cualquier caso, el concepto de Ius Quiritum pasó a formar parte del Derecho Romano como referencia a los quirites (populus Romanus quirites era la expresión completa), aquellos individuos que reunían los requisitos que consagraba el Ius Civile, el código legislativo que regulaba las relaciones entre los ciudadanos y les otorgaba los derechos que reseñábamos al comienzo. Como sabemos, la palabra no perduró porque experimentó un cambio con el paso del tiempo: quedó sólo para los asuntos domésticos, empleándose Romani (romanos) para los externos, que sería el que trascendiera históricamente.

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