Arístides Mínguez www.lacolumnata.es 31/10/2012
“Andra moi ennepe, Musa, polytropon…” (“Al hombre cántame a mí, musa, al bregado…”).
Si ‘menis’, la ira, la de Aquiles, era el ‘leitmotiv’ de la Ilíada, en su segunda epopeya, la Odisea, la musa canta a través de Homero al ‘andra’, al hombre. A Odiseo, al taimado, al baqueteado por los dioses. Al que sufrió incontables desventuras cuando regresaba a su terruño natal, a Ítaca, tras participar en la mayor gesta de su época: la aniquilación de Troya por una coalición de aqueos comandada por Agamenón, rey de Micenas.
Durante diez interminables años estuvo Odiseo combatiendo ante los inexpugnables muros de Ilión. Muros que vieron morir a lo más granado de la juventud helena: a Héctor, el domador de caballos, a Aquiles, de pies ligeros, al apuesto Paris. Muros que sólo pudieron ser tomados con una añagaza, ideada precisamente por él: el caballo de Troya, preñado de guerreros ocultos en sus entrañas.
La Odisea. Veinticuatro cantos. Doce mil versos. Compuesta según quiere la tradición en una isla griega del Egeo, Quíos, muy cercana a la costa turca. Concebida por un rapsoda ciego, que de villorrio en villorrio llevaba a los palacios de los nobles y a los tugurios de los villanos la lengua de los dioses. Homero, el Aedo. El besado por las musas.
Los eruditos no se ponen de acuerdo sobre su existencia real ni sobre la autoría de las dos grandes epopeyas homéricas. No tiene mayor importancia. Los que amamos sus versos estamos convencidos de que existió y que era tal y como lo pintara Bouguerau en 1874: frisando la senectud, cabellos entrecanos recogidos con una cinta blanca, ojos cerrados paracompartir con nosotros su ceguera, algo de tersura aún en su piel, su lira colgada a la espalda. Aferra un bastón con la diestra. La otra mano se la confía a su lazarillo, un efebo de crespos cabellos. Ambos van descalzos y se muestran indiferentes al perro que les ladra.
Homero, que esculpió versos que contagian la inmortalidad a quienes los leen. Homero, que desde su isla natal aventó sus hexámetros por todo el Mediterráneo. Homero, que, en un sublime gesto de humildad, atribuye el mérito de componer su obra a la diosa, a Calíope, la de bella voz, la musa que vela por los poetas épicos. Él se confiesa sólo un instrumento de la diosa para divulgar entre la raza humana las peripecias de Odiseo.
Y a los sones de su lira cantó por los parajes acariciados por el Egeo sus doce mil hexámetros. Durante casi quinientos años se transmitieron de boca en boca. Los rapsodas de entonces, sabedores de ser depositarios de un don de los dioses, velaron por su conservación y transmisión hasta que, al fin, fueron recogidos por escrito.
Todo está en la Odisea. Como su gemela, la Ilíada, comienza ‘in media res’, a mitad de la acción. Arranca con la invocación a la musa y una sucinta presentación del argumento, en la que aún no se nos da el nombre del héroe, pero sí el de su patria: Ítaca. Nos muestra a los dioses reunidos en consejo en el Olimpo. A través de sus palabras, conocemos que Odiseo (al que se menciona por vez primera en el verso veintiuno) está cautivo de la diosa Calipso, “divina entre las diosas”. Zeus, soberano supremo de los olímpicos, aprovecha que su hermano Poseidón está ausente para convencer a la asamblea de que obliguen a Calipso a liberar a Odiseo. Lo secunda su hija Atenea, la principal valedora del héroe.
En un salto narrativo digno del mejor filme, la acción queda en suspenso y nos trasladamos a Ítaca a conocer los sufrimientos de Penélope y Telémaco, mujer e hijo de Ulises, acuciados por las demandas de los pretendientes. Dado por muerto el rey, presionan a Penélope para que no le guarde más la ausencia y se case con uno de ellos, a fin de que este pueda ceñir la corona. Telémaco, veinteañero, soporta a duras penas el asedio de los demandantes, que están devorando la hacienda real. Atenea, travestida en el tutor del príncipe, lo convence para que se haga a la mar en búsqueda de noticias de su padre. Durante tres cantos más tiene lugar la Telemaquia, las andanzas del joven por Pilos y Esparta inquiriendo sobre el héroe. Concluye el canto cuarto con la preparación de una emboscada por los pretendientes para matar al heredero a su vuelta a casa.
En otro magistral salto narrativo, el de Quíos nos lleva al Olimpo. Zeus encomienda a su hijo Hermes que se traslade a la isla de Calipso y le ordene liberar a Odiseo. Por fin, en el canto quinto, nos encontramos cara a cara con él, con el Ulises romano, cautivo, en cárcel de amor, pero cautivo de la diosa. Esta se resiste a dejarlo partir y le ofrece la inmortalidad y la eterna juventud si se queda con ella. Odiseo le confiesa que Penélope no puede compararse con ella en belleza, que la sabe mortal y presa de los achaques del tiempo. Pero él suspira día tras día soñando con retornar a sus lares. Calipso, conmovida, le ayuda a construir una almadía.
Ulises, que de nuevo ha de sufrir la ira de Poseidón y naufraga, llega a las costas de los feacios, donde lo encuentra Nausícaa, la princesa, y lo lleva al palacio de su padre, que lo agasaja sin forzarlo a darse a conocer. Odiseo prefiere ser prudente no sabiendo si está en territorio amigo u hostil a los aqueos. Por eso calla sobre su identidad. Alcínoo, el rey feacio, fiel a la costumbre mediterránea, considera un deber para con los dioses la hospitalidad a los viandantes. Agasaja, pues, a su huésped.
Odiseo, emocionado al escuchar de un aedo el relato de la caída de Troya, decide darse a conocer y relata ante la corte sus prodigiosas aventuras: su partida desde Ilión con nueve naves; sus correrías en territorios de los cicones y los lotófagos; la isla de los cíclopes, donde Polifemo devoró a varios de sus hombres y sólo consiguieron salvarse cegando al cíclope, lo que acarrearía el encono del padre del monstruo, Poseidón, para con el rey de Ítaca y sus guerreros; la isla de los lestrigones, gigantes antropófagos que devoraron a gran parte de sus compañeros; la estancia en las moradas de la hechicera Circe, que convirtió en cerdos a sus guerreros y acabó enamorada del héroe; su descenso a los Infiernos en búsqueda de ayuda para regresar a casa, en los que se encontró, entre otros, a su madre; las aventuras sorteando los peligros de las sirenas, de las terroríficas Escila y Caribdis; hasta llegar a la pérdida de todos sus hombres restantes, por haberle desobedecido y haber ofendido al dios Eolo comiéndose a sus vacas.
En otro magistral salto en el tiempo, Homero nos devuelve al presente. Los feacios llevan a Odiseo a Ítaca, en la que da muestras de nuevo de su inteligencia no dándose a conocer, pues sabe que sería muerto por los aspirantes a su corona al verlo regresar solo. La diosa Atenea lo auxilia una vez más y lo convierte en un pordiosero. Asistimos emocionados al reencuentro con su hijo Telémaco, que ha escapado de la emboscada de los pretendientes. Lloramos con Odiseo, el hijo de Laertes, al ver cómo su viejo perro Argos, con veinte años, lo reconoce aun vestido de mendigo y muere feliz por el regreso de su amo. Sufrimos las humillaciones que le afligen los usurpadores, regando nuestras ansias de venganza. Nos acongojamos con el reencuentro con Euriclea, su anciana nodriza, que lo reconoce, al lavarle los pies, por una cicatriz. Asistimos a la prueba del arco y a la matanza de los pretendientes, una vez que recupera su figura. Abrazamos con el alma pendiente de un hilo a Penélope, acariciamos el lecho que él mismo talló sobre un olivo…
Odiseo. Ulises. Su mejor arma, la ‘metis’. La astucia. A diferencia de Aquiles, supo dosificar su ‘menis’, su ira, y dejarla manar en los momentos justos. Pero, cuando afloró, se mostró terrible, inmisericorde.
Todo está en la Odisea. Todo nos lo cantó un ciego dos mil setecientos años atrás. La lucha de un hombre por alcanzar su destino, aunque hubiera de rebelarse ante los dioses y ser perseguido con saña por alguno de ellos. La camaradería, la hospitalidad, regalo y obligación divina. El hombre que, aun dejándose amar por dos diosas eternamente jóvenes e infinitamente más hermosas que su Penélope, renuncia a ellas. Renuncia, incluso, a convertirse en inmortal por volver a abrazar a su esposa, a pesar de saberla acariciando la vejez. El hombre que, aun siendo infiel a su mujer, le es fiel. Que es fiel a sí mismo, a lo que para él es Ítaca. Para el cual ningún manjar es comparable al queso que producen sus cabras ni al tosco pan que hornean sus esclavas.
Odiseo, el hombre, que baja en vida al reino de los muertos. El hombre que ha de morir para revivir más humano. El hombre que se burla de Polifemo haciéndole creer que se llama Oudeis, Nadie, Nemo. El hombre que se mantiene íntegro en las adversidades. Que se enfrenta a cíclopes, sirenas, lestrigones y hasta a dioses. El hombre que por dos veces es hecho naufragar por la cólera de un dios y que es auxiliado por otros hombres. El hombre que ha de perder a todos sus compañeros, renunciar a todos sus botines para encontrarse a sí mismo en su patria. Que no tiene piedad para los pretendientes que, cuales cuervos, han devorado sus despensas, ultrajado a su familia y servidores, pero que se acongoja al ser reconocido por su Argos.
Dichoso aquel que deje navegar sus ojos por los versos del de Quíos. Beato aquel que pueda leerlos en griego paladeando su música. Afortunado aquel que, como hiciera Konstantinos Kavafis, otro besado por las musas, pudiera comprender el significado verdadero de los versos inmortales y recogerlos en un poema también eterno:
“Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca / debes rogar que el viaje sea largo, / lleno de peripecias, lleno de experiencias. / No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes, / ni la cólera del airado Posidón. / Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta / si tu pensamiento es elevado, si una exquisita / emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo. / Los lestrigones y los cíclopes / y el feroz Posidón no podrán encontrarte / si tú no los llevas ya dentro, en tu alma, / si tu alma no los conjura ante ti. / Debes rogar que el viaje sea largo, / que sean muchos los días de verano; / que te vean arribar con gozo, alegremente, / a puertos que tú antes ignorabas. / Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia, / y comprar unas bellas mercancías: / madreperlas, coral, ébano, y ámbar, / y perfumes placenteros de mil clases. / Acude a muchas ciudades del Egipto / para aprender, y aprender de quienes saben. / Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca: / llegar allí, he aquí tu destino. / Mas no hagas con prisas tu camino; / mejor será que dure muchos años, / y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla, / rico de cuanto habrás ganado en el camino. / No has de esperar que Ítaca te enriquezca: / Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje. / Sin ellas, jamás habrías partido; / mas no tiene otra cosa que ofrecerte. / Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. / Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia, / sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas”.
Poema que magistralmente, en comunión también con la divinidad como Homero, como Kavafis, musicó Lluís Llach en 1975. Ítaca, un humilde islote en el Jónico. Bueno sólo para que pasten las cabras. Lo tiene todo para que un hombre se sienta, al fin, en paz con los dioses.
Sin la Odisea no existirían los cantares de gesta. Cervantes no hubiera podido escribir el Quijote. Tolkien no nos hubiera podido hechizar con su trilogía de El Señor de los Anillos.
Ay, mi buen Homero; bendito sea el día en el que fuiste besado por la musa.