Como afirma Claude Mossé al final de esta brillante biografía, "estudiar el mito de Alejandro es una manera de comprender mejor cómo funciona la memoria histórica". Su condición liminar, fronteriza, permite además contrastar la elaboración de este mito en las tres grandes tradiciones culturales del Mediterráneo: la griega, la judía y la musulmana.
La
idealización
de
Alejandro,
sobre
la
que
ha
escrito
bellas
páginas
Paul
Goukowsky,
comienza,
en
realidad,
tras
su
muerte
cuando
Tolomeo
que
había
participado
en
las
campañas
de
Asia
busca
su
protección
y
levanta
un
mausoleo
en
su
honor
en
Alejandría.
Poco
después
empieza
a
identificarse
con
Dioniso
(divinidad
que
habría
cohabitado
con
su
madre,
Olimpia,
según
una
de
las
leyendas
sobre
su
nacimiento
que
recoge
Plutarco)
y
se
instituye
la
fiesta
de
las
tolemeas.
En
este
ambiente
helenístico
surgen
también
las
primeras
historias
que
narran
su
vida
y
sus
hazañas.
Antonio
de
Pereda.
'La
familia
de
Darío
ante
Alejandro'
(siglo
XVII)
No
todas,
en
cambio,
adoptan
la
visión
épica
del
personaje
predestinado
que
trazó
Clitarco
y
que
fue
la
base
de
la
redacción
de
las
famosas
historias
de
Diodoro
o
Quinto
Curcio.
La
filosofía
estoica
y
peripatética
adoptó
desde
el
principio
una
postura
crítica
respecto
del
personaje
que
retrató
como
rey
brutal,
disoluto
y
despótico.
Los
episodios
de
Parmenión
y
de
Clito,
acusados
injustamente
de
traición
y
violentamente
ejecutados,
dieron
argumentos
a
Trogo
Pompeyo
y
Séneca
para
subrayar
el
perfil
ambicioso
y
colérico
del
aqueménida
que
se
convertía,
así,
en
la
encarnación
de
la
desmesura
y
de
la
hybris.
Aunque
fueron
muchos
más
los
autores
romanos
que
destacaron
sus
virtudes
como
gobernante
y
su
clemencia
con
los
pueblos
conquistados.
La
literatura
árabe
ofreció
también
una
visión
matizada
del
conquistador
de
la
India.
La
autora
resume
este
contraste
en
la
obra
de
Masudi
Las
praderas
de
oro.
Alejandro
es,
por
un
lado,
el
usurpador
de
los
persas;
por
otro,
el
protector
de
los
sabios
(griegos).
Pero
el
mayor
interés
de
éste
y
otros
textos
medievales
reside
en
la
reutilización
del
fondo
histórico
antiguo
para
la
elaboración
de
relatos
míticos
con
un
notable
componente
de
fantasía
y
maravilla.
Alejandro
es,
en
estos
textos,
el
héroe
que
construye
un
muro
para
proteger
a
los
justos
de
los
enemigos
de
Dios
y
el
viajero
celeste
que
llega
a
las
puertas
del
Paraíso.
Estos
temas
aparecen
en
la
tradición
talmúdica
de
la
comunidad
hebrea
de
Persia,
se
repiten
en
los
escritores
árabes
y
en
las
distintas
versiones
del
Libro
de
Alejandro,
atribuido
a
Calístenes,
que
circularon
en
las
cortes
critianas.
En
este
último
texto
(modelo
de
la
literatura
caballeresca
de
los
siglos
XII
y
XIII)
Alejandro
ya
no
es
hijo
de
Filipo,
sino
de
Nectanebo,
funda
Alejandría
después
de
consultar
el
oráculo
de
Amón,
y
su
hybris
adquiere
dimensión
trascendente
en
el
episodio
del
ascenso
a
los
cielos.
Claude
Mossé
dedica
la
segunda
parte
de
su
libro
a
repasar
esta
larga
herencia
de
la
memoria
común
del
Mediterráneo
que
hasta
aquí
hemos
resumido.
Pero
¿qué
relación
hubo
entre
la
imagen
del
macedonio
labrada
en
el
imaginario
colectivo
de
los
pueblos
del
Mediterráneo
y
las
circunstancias
históricas
de
su
vida?
Claude
Mossé
aventura
algunas
hipótesis
de
trabajo
tras
una
cuidadosa
revisión
de
las
dos
tradiciones
de
fuentes
que
nos
han
llegado
del
conquistador
de
Persia:
la
más
realista
y
directa
de
Arriano,
que
utilizó
las
memorias
de
Aristóbulo
de
Casarea
(compañero
de
Alejandro)
y
el
relato
de
Tolomeo;
y
la
citada
de
Clitarco
de
Alejandría,
responsable
en
gran
medida
de
la
imagen
idealizada
que
explotaron
Diodoro
de
Sicilia
y
Quinto
Curcio.
Por
un
lado,
es
difícil
negar
las
ilusiones
que
despertó
el
hijo
de
Filipo
en
la
Hélade
en
una
época
de
crisis
y
fragmentación
política
tras
la
victoria
de
los
persas.
El
joven
Alejandro
fue
recibido
como
el
liberador
(hegemon)
que
restablecería
la
confianza
de
la
cultura
griega
frente
a
Darío,
dueño
de
Asia.
Por
otro
lado,
la
imagen
del
rey
déspota,
de
conducta
destemplada
y
decisiones
arbitrarias
parece
que
nace
en
los
propios
campamentos
del
lacedemonio.
Muchos
soldados
y
generales
quedaron
decepcionados
por
la
forma
de
proceder
de
su
monarca.
El
rey
de
Macedonia
que
no
supo
respetar
la
costumbre
de
someter
a
la
asamblea
de
la
tropa
sus
decisiones,
quebraba
la
vieja
ley
del
pueblo
macedonio.
Es
posible
que
de
este
ambiente
de
descontento
surgiera
el
traidor
que
provocó
la
súbita
muerte
del
héroe
tras
un
banquete
en
Ecbatana.
Alejandro,
fascinado
por
la
soberanía
de
Darío
y
de
sus
sátrapas
de
Oriente,
se
orientalizó
en
costumbres
y
actuaciones
conforme
penetraba
en
las
regiones
más
alejadas
del
Imperio
Persa.
Sus
soldados
se
negaron
a
reverenciarle
como
hacían
los
nuevos
súbditos
del
Indo
y
el
Hifaso,
y
nunca
aceptaron
ser
tratados
como
serviles,
cuando
eran
hombres
libres.
El
Alejandro
histórico
no
tuvo,
pues,
la
prudencia
política
que
esperaban
los
griegos
y
labró
ya
en
vida
la
obcecación
y
la
ceguera
que
encendería
las
leyendas
medievales
sobre
su
desafío
a
los
límites
de
la
condición
humana.
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