Pionero.
Fue
el
primero
en
escribir
en
latín
cuando
todos
lo
hacían
en
griego.
Llegó
a
pretor,
fue
cónsul
en
Hispania
y
autor
de
numerosos
textos
que,
por
desgracia,
no
han
llegado
hasta
nosotros.
Fue
uno
de
los
políticos
más
influyentes
de
la
República
romana.
Su
dedo
acusador
puso
en
solfa
la
molicie
a la
que
se
habían
abandonado
las
clases
patricias
tras
la
incorporación
de
provincias
que
surtían
a la
ciudad
eterna
de
riquezas
y
esclavos.
De
carácter
firme
e
insobornable,
pasó
a la
Historia
como
el
perfecto
ciudadano
romano.
Marco
Porcio
Catón
nació
en
234
a.C.,
en
Tusculum,
una
modesta
localidad
del
Lacio,
la
Roma
actual,
donde
vivió
sus
primeros
años
junto
a su
familia,
de
origen
muy
humilde.
El
apellido
Porcio
venía
a
resaltar
que
su
clan
había
cuidado
cerdos
en
épocas
pretéritas.
En
cuanto
a lo
de
Catón,
parece
ser
que
en
su
linaje
abundaban
gentes
muy
astutas,
virtud
asumida
por
el
joven,
que
en
un
principio
se
dedicó
a la
agricultura.
No
era
muy
agraciado,
la
verdad,
ya
que
su
aspecto
mostraba
a un
hombre
de
pelo
rojizo,
cara
asimétrica
cubierta
por
cicatrices
y
boca
desdentada
con
manos
ásperas
como
el
pedernal.
No
obstante,
su
inteligencia
brillaba
con
energía
propia
y la
suerte
quiso
que
un
viejo
senador
asqueado
de
la
vida
social
y
política
que
se
vivía
en
Roma,
fuera
a
establecerse
en
una
villa
contigua
a
las
tierras
que
cultivaba
nuestro
personaje.
Los
dos
vecinos
entablaron
amistad
y
pronto
el
veterano
patricio
se
percató
de
que
su
nuevo
amigo
era
algo
más
que
un
campesino
analfabeto.
En
efecto,
Catón
tenía
amplias
inquietudes
intelectuales
y
leía
los
clásicos
a
escondidas
de
sus
parientes.
El
senador
jubilado
le
animó
a
ser
letrado
en
Roma
y el
muchacho
no
desechó
el
sabio
consejo
viajando
a la
capital
con
la
esperanza
de
doctorarse
en
leyes.
Lejos
del
fracaso,
ganó
una
docena
de
pleitos
y su
popularidad
creció
como
la
espuma.
Al
poco
tiempo
tenía
un
equipo
propio
de
abogados,
lo
que
le
permitió
alcanzar
méritos
suficientes
para
presentarse
a
los
comicios,
obteniendo
el
cargo
de
edil
con
30
años.
Poco
después,
fue
elegido
pretor,
cargo
que
ejerció
en
Sicilia
y
alcanzó
la
gloria
con
su
elección
consular
en
Hispania,
lugar
que
le
catapultó
a
una
prestigiosa
fama
gracias
a
sus
victorias
sobre
las
tribus
autóctonas.
Catón
fue
el
primero
que
escribió
en
latín
para
oponerse
a
los
que
lo
hacían
en
griego.
En
aquel
tiempo
las
corrientes
culturales
helenas
invadían
Roma.
Muchas
familias
patricias,
incluida
la
de
los
Escipiones,
se
dejaron
llevar
por
el
influjo
estético
e
intelectual
llegado
de
Oriente.
Lo
propuesto
por
estos
círculos
hablaba
de
un
refinamiento
de
la
sociedad,
una
admiración
por
la
belleza
y
una
apuesta
clara
por
la
filosofía
vital
de
los
grandes
intelectuales
nacidos
en
aquella
tierra,
esencial
para
las
formas
democráticas
y
civilizadas.
Ante
un
griego,
un
romano
parecía
un
bárbaro
y
Catón
se
rebelaba
ante
ello,
por
eso
sus
textos
se
publicaron
en
latín,
lo
que
le
otorgó
el
privilegio
de
ser
considerado
“padre
de
las
letras
latinas”.
Poco
se
ha
conservado
de
su
legado
escrito,
sólo
un
tratado
de
agricultura
y
algunos
párrafos
de
sus
obras,
aunque
se
sabe
que
generó
una
extensa
obra
literaria
que
abarcaba
discursos,
ensayos
y,
sobre
todo,
una
enciclopedia
histórica
sobre
los
orígenes
de
Roma.
Sus
ideas
le
convirtieron
en
un
defensor
de
las
costumbres
netamente
romanas,
así
como
un
encendido
detractor
de
las
tendencias
extranjeras
que
pudieran
contaminar
su
amada
ciudad.
En
ese
sentido,
fue
probablemente
uno
de
los
primeros
en
percatarse
sobre
el
pésimo
futuro
que
le
aguardaba
a la
República
en
caso
de
dormitar
en
los
laureles
provocados
por
el
incesante
flujo
de
riquezas
provenientes
de
las
provincias
conquistadas.
Catón
mantuvo
una
forma
de
vida
austera,
nunca
acumuló
más
patrimonio
del
necesario
para
vivir
modestamente.
Eso
favoreció
sus
continuas
victorias
en
las
urnas.
Es
cierto
que
no
gozaba
de
mucha
simpatía
entre
la
clase
política
y la
plebe,
pero
todos
le
reconocían
como
un
romano
íntegro,
incorruptible,
alguien
al
que
no
se
podía
sobornar
con
dinero
o
argumentos
banales.
Su
oratoria
era
seca
y
contundente,
llena
de
ironía
y
sarcasmo.
Advirtió,
con
encendidos
reproches,
que
Roma
y el
universo
creado
por
ella
debían
prevalecer
antes
que
injustificados
cultos
a
valores
superficiales
e
inocuos.
Por
ejemplo,
criticó
con
severidad,
en
184
a.C.,
que
no
se
pidieran
cuentas
a
los
Escipiones
sobre
su
actuación
ilegítima
en
tierras
de
Oriente.
Este
asunto
acabó
con
la
carrera
política
de
Escipión
el
Africano,
un
héroe
admirado
y
respetado
por
la
ciudadanía
romana
desde
su
victoria
sobre
Aníbal.
Aunque
ello
no
fue
óbice
para
que
afirmara,
de
forma
airada,
que
antes
era
Roma
que
sus
héroes.
Sin
duda
debió
de
ser
alguien
odioso,
si
bien
nadie
se
atrevió
a
responderle
públicamente
porque
en
el
fondo
todos
intuían
que
algo
de
razón
llevaba.
No
en
vano,
uno
de
sus
apelativos
más
populares
fue
el
de
“censor”,
nombramiento
que
obtuvo
en
184
a.C.,
y
desde
el
que
ejerció
una
presión
total
sobre
el
clima
de
inmoralidad
que
se
vivía
en
la
ciudad
eterna.
El
triunfo
sobre
Cartago
en
la
segunda
Guerra
Púnica
no
fue
suficiente
para
él
por
ver
en
la
potencia
africana
a un
irreconciliable
enemigo.
Durante
años
animó
al
Senado
para
que
emprendiera
una
guerra
definitiva
sobre
el
enemigo
cartaginés.
El
propio
Catón
visitó
esta
urbe
comprobando
horrorizado
su
resurgimiento.
Finalmente,
estalló
la
tercera
y
definitiva
Guerra
Púnica
justo
antes
de
la
muerte
de
uno
de
sus
mayores
instigadores.
Catón
murió
a
los
85
años
de
edad
complacido
sabiendo
que
las
legiones
marchaban
sobre
la
metrópoli
norteafricana
para
destruirla
hasta
los
cimientos.
Esa
fue,
seguramente,
su
última
sonrisa
en
este
mundo.
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