Los
pueblos
que
no
conocen
su
historia
están
condenados
a
repetirla,
aseguraba
Carlos
Marx,
tal
vez
para
fundamentar
en
el
desconocimiento
o
el
olvido
los
cíclicos
conflictos
con
que
la
humanidad
marca
con
sangre
ese
calendario
de
hechos
al
que
llamamos
precisamente
historia.
Estampas
ejemplares,
los
sucesos
del
pasado
pueden
servirnos
también
de
convincente
metáfora
con
que
medir
las
costuras
al
presente,
ya
sea
como
advertencia
o
utilizados
a
modo
de
fusta
para
estimular
o
castigar.
William
Shakespeare
fue
un
experto
en
servirse
de
la
antigüedad
clásica
o
la
medieval
como
escenarios
desde
los
que
aludir
a
sucesos
de
su
tiempo
sin
demasiado
riesgo
para
la
salud
del
artista:
así,
la
denominada
Conspiración
de
la
Pólvora
le
sirvió
de
falsilla
en
«Macbeth»,
y
el
clima
político
británico
de
finales
del
XVI,
con
una
Isabel
I
de
66
años,
edad
provecta
para
la
época,
y
la
inquietud
ante
las
posibles
maniobras
de
algún
candidato
dispuesto
a
acceder
al
trono
inglés
impregnan
la
atmósfera
de
«Julio
César»,
esa
reflexión
sobre
la
condición
adictiva
del
poder
y
las
estrategias
para
disfrazar
la
propia
ambición
como
necesidad
pública.
Parece
que,
estrenada
en
1599,
«Julio
César»
fue
la
primera
obra
dramática
que
se
representó
en
el
Globe;
una
tragedia
que,
como
ya
se
ha
comentado
en
alguna
ocasión,
debería
haber
llevado
el
nombre
de
Bruto,
verdadero
gozne
del
conflicto
argumental,
más
que
el
del
propio
César,
pasaportado
en
el
primer
tercio
de
la
función,
o
el
hábil
Marco
Antonio,
otro
de
los
vértices
principales
junto
con
el
ambicioso
Casio.
Bruto
encarna
el
dilema
entre
los
afectos
personales
y
el
concepto
del
deber,
entre
la
pasión
y
la
razón,
como
explica
en
su
discurso
funerario
ante
el
cuerpo
del
prohombre
asesinado:
amaba
a
César,
pero
más
amaba
a
Roma.
Ante
la
amenaza
de
tiranía
representada
por
la
posibilidad
de
que
César
terminara
aceptando
la
corona
que
por
tres
veces
le
fue
ofrecida
por
Marco
Antonio,
ante
la
amenaza
que
para
su
querida
república
romana
emanaba
de
una
hipotética
monarquía
absolutista,
el
intelectual
Bruto
se
siente
obligado
a
pasar
a
la
acción,
hábilmente
inducido
por
Casio,
y
participa
en
el
asesinato
del
hombre
que
le
consideraba
su
hijo,
un
César
ebrio
de
poder
y
convertido
en
peligro
potencial
para
la
República.
Esnobismo
comprensible
Había
en
Madrid
expectación,
teñida,
me
parece,
de
un
cierto
esnobismo
comprensible,
por
ver
el
montaje
Deborah
Warner,
directora
innovadora
y
prestigiosa,
de
aplaudidas
credenciales
shakesperianas.
Su
visión
de
la
tragedia
conjuga
la
espectacularidad
tumultuosa
y
el
rango
reflexivo,
las
medidas
escenas
de
masas
y
la
afinada
esgrima
argumental.
Es
un
montaje
de
vigorosas
calidades
plásticas
que
remite
en
algunas
escenas,
por
su
monumentalidad
conceptual,
al
enfrentamiento
de
fuerzas
simétricas
de,
por
ejemplo,
«El
rapto
de
las
sabinas»,
de
David,
por
citar
una
refrencia
clásica,
y
más
aún,
por
su
luz
cruda
y
su
intensidad
emocional,
a
las
creaciones
del
magnífico
Bill
Viola.
Resumiendo:
un
estupendo
espectáculo
con
alguna
propensión
al
exceso
para
la
galería
—verbigracia,
el
linchamiento
del
poeta
Cina—
en
el
que
casi
parece
superfluo
subrayar
—porque
se
da
por
supuesto
procediendo
el
producto
del
londinense
Barbican—
la
excelencia
del
trabajo
de
interpretación.
Ralph
Fiennes
está
sublime
en
el
momento
más
esperado
de
la
obra,
el
discurso
de
Antonio
en
los
funerales
de
César,
una
magistral
pieza
de
retórica
demagógica
consagrada
como
una
de
las
más
altas
cumbres
del
teatro
universal;
Anton
Lesser
es
un
Bruto
poliédrico,
sutil
y
ajustadísimo,
y
Simon
Russell
Beale
un
Casio
de
apasionada
elocuencia
sinuosa
al
que
se
le
perdona
no
ajustarse
a
los
cánones
de
delgadez
inquietante
que
en
su
personaje
ve
César,
encarnado,
por
cierto,
por
John
Shrapnel
como
un
triunfador
ungido
de
nerviosa
suficiencia.
Escenografía,
iluminación
y
vestuario
(llevado,
como
parece
ser
norma,
a
márgenes
contemporáneos,
como
ya
se
hiciera
por
aquí
en
montajes
de
Lluís
Pasqual
y
Alex
Rigola)
contribuyen
a
ese
gran
acabado
de
cosa
bien
hecha,
que
el
público
premió
con
varios
minutos
de
aplausos. |