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23/06/2005

J.I. García Garzón ● www.abc.es

Teatro: los Romanos, esos coetáneos
Los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla, aseguraba Carlos Marx, tal vez para fundamentar en el desconocimiento o el olvido los cíclicos conflictos con que la humanidad marca con sangre ese calendario de hechos al que llamamos precisamente historia. Estampas ejemplares, los sucesos del pasado pueden servirnos también de convincente metáfora con que medir las costuras al presente, ya sea como advertencia o utilizados a modo de fusta para estimular o castigar. William Shakespeare fue un experto en servirse de la antigüedad clásica o la medieval como escenarios desde los que aludir a sucesos de su tiempo sin demasiado riesgo para la salud del artista: así, la denominada Conspiración de la Pólvora le sirvió de falsilla en «Macbeth», y el clima político británico de finales del XVI, con una Isabel I de 66 años, edad provecta para la época, y la inquietud ante las posibles maniobras de algún candidato dispuesto a acceder al trono inglés impregnan la atmósfera de «Julio César», esa reflexión sobre la condición adictiva del poder y las estrategias para disfrazar la propia ambición como necesidad pública.

Parece que, estrenada en 1599, «Julio César» fue la primera obra dramática que se representó en el Globe; una tragedia que, como ya se ha comentado en alguna ocasión, debería haber llevado el nombre de Bruto, verdadero gozne del conflicto argumental, más que el del propio César, pasaportado en el primer tercio de la función, o el hábil Marco Antonio, otro de los vértices principales junto con el ambicioso Casio. Bruto encarna el dilema entre los afectos personales y el concepto del deber, entre la pasión y la razón, como explica en su discurso funerario ante el cuerpo del prohombre asesinado: amaba a César, pero más amaba a Roma. Ante la amenaza de tiranía representada por la posibilidad de que César terminara aceptando la corona que por tres veces le fue ofrecida por Marco Antonio, ante la amenaza que para su querida república romana emanaba de una hipotética monarquía absolutista, el intelectual Bruto se siente obligado a pasar a la acción, hábilmente inducido por Casio, y participa en el asesinato del hombre que le consideraba su hijo, un César ebrio de poder y convertido en peligro potencial para la República.

Esnobismo comprensible

Había en Madrid expectación, teñida, me parece, de un cierto esnobismo comprensible, por ver el montaje Deborah Warner, directora innovadora y prestigiosa, de aplaudidas credenciales shakesperianas. Su visión de la tragedia conjuga la espectacularidad tumultuosa y el rango reflexivo, las medidas escenas de masas y la afinada esgrima argumental. Es un montaje de vigorosas calidades plásticas que remite en algunas escenas, por su monumentalidad conceptual, al enfrentamiento de fuerzas simétricas de, por ejemplo, «El rapto de las sabinas», de David, por citar una refrencia clásica, y más aún, por su luz cruda y su intensidad emocional, a las creaciones del magnífico Bill Viola. Resumiendo: un estupendo espectáculo con alguna propensión al exceso para la galería —verbigracia, el linchamiento del poeta Cina— en el que casi parece superfluo subrayar —porque se da por supuesto procediendo el producto del londinense Barbican— la excelencia del trabajo de interpretación.

Ralph Fiennes está sublime en el momento más esperado de la obra, el discurso de Antonio en los funerales de César, una magistral pieza de retórica demagógica consagrada como una de las más altas cumbres del teatro universal; Anton Lesser es un Bruto poliédrico, sutil y ajustadísimo, y Simon Russell Beale un Casio de apasionada elocuencia sinuosa al que se le perdona no ajustarse a los cánones de delgadez inquietante que en su personaje ve César, encarnado, por cierto, por John Shrapnel como un triunfador ungido de nerviosa suficiencia.

Escenografía, iluminación y vestuario (llevado, como parece ser norma, a márgenes contemporáneos, como ya se hiciera por aquí en montajes de Lluís Pasqual y Alex Rigola) contribuyen a ese gran acabado de cosa bien hecha, que el público premió con varios minutos de aplausos.

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