La presencia del Imperio romano en los distintos territorios que en la antigüedad formaban el País Vasco fue bastante desigual. En Vizcaya, la influencia fue muy escasa.
Cuando
Pompeyo,
al
mando
de
sus
legiones,
fundó
Pamplona
en
el
año
75
antes
de
Cristo,
Vizcaya,
Álava,
Guipúzcoa
y
Navarra
eran
aún
entidades
ignoradas
para
la
Historia.
En
su
lugar,
aquellos
territorios
del
norte
peninsular
daban
cobijo
a
cuatro
tribus
-vascones,
autrigones,
caristios
y
várdulos-
que,
por
sus
peculiares
características,
no
pasaron
desapercibidas
para
las
refinadas
maneras
y
civilizados
ojos
de
los
cronistas
romanos.
Fueron
precisamente
los
vascones
-asentados
sobre
un
amplio
territorio
con
límites
posibles
en
Bayona
y
que
ocupaban
la
Rioja
Baja,
todo
lo
que
hoy
día
es
Navarra
y
una
parte
de
Aragón-
los
primeros
que
iniciaron
los
contactos
con
Roma.
Las
pocas
noticias
existentes
sugieren
que
las
relaciones
fueron
amistosas
y
los
recién
llegados
no
tuvieron
ningún
problema
para
establecer
su
control
político.
En
lo
que
respecta
a
las
otras
tres
tribus,
la
ausencia
de
referencias
bélicas
o
violentas
ha
conducido
a
pensar
que
no
hubo
enfrentamiento
armado
alguno.
Todo
indica
que
las
tropas
del
Imperio
no
sólo
conectaron
de
forma
positiva
con
aquellos
antepasados
de
los
vascos,
sino
que
consiguieron
una
colaboración
muy
provechosa
en
asuntos
de
gran
interés
para
los
mandos
militares.
Se
ha
llegado
a
afirmar
que
durante
los
años
que
duró
la
guerra
contra
los
cántabros
-del
29
al
19
antes
de
Cristo-
las
legiones
recibieron
importante
ayuda
por
parte
de
las
citadas
tribus.
Cohortes
de
vascones
La
cooperación
militar
de
miembros
de
las
poblaciones
vascas
en
el
aparato
militar
romano
no
fue
excepcional.
La
guardia
de
Mario,
por
ejemplo,
estaba
formada
por
várdulos,
mientras
que
caristios
y
autrigones
participaron
eficazmente
como
legionarios
de
élite.
De
hecho,
en
algunas
de
las
lápidas
que
se
han
encontrado
en
la
Europa
controlada
por
el
Imperio
se
han
hallado
referencias
a
los
vascos
enrolados
como
soldados.
En
Brescia,
Italia,
se
descubrió
una
en
la
que
aparece
la
inscripción
'cohors
cariestum
et
veniescum'.
Otra,
encontrada
en
Inglaterra
y
datada
en
el
siglo
I,
hace
referencia
a
una
'cohors
prima,
FIDE
vascorum,
civium
romanum'.
Esto
apunta
a
que
el
poderío
físico
y
la
brutalidad
fueron
características
muy
apreciadas
por
quienes
eran
considerados
entonces
auténticos
maestros
en
el
arte
de
la
guerra.
Sobre
este
particular,
el
testimonio
del
historiador
Tácito
fue
revelador.
Al
narrar
una
de
las
campañas
del
año
68,
afirmó:
«Las
cohortes
de
vascones,
tomadas
a
sueldo
por
Galba
y
convocadas
después
para
esta
necesidad,
acertando
a
llegar
entonces
-cuando
las
legiones,
perdidas
las
banderas,
eran
degolladas-,
oído
el
rumor
de
la
batalla,
acometieron
al
enemigo
por
las
espaldas,
causándole
mayor
espanto
del
que
parece
podía
prometer
su
poco
número».
De
Flavióbriga
a
Castro
Sin
embargo,
esta
bravura
militar,
tan
apreciada
y
demandada,
contrastaba
con
la
distancia,
y
a
veces
repugnancia,
con
la
que
los
diferentes
cronistas
de
la
época
describieron
a
las
poblaciones
del
norte.
El
griego
Estrabón,
que
fue
el
que
más
se
extendió
en
la
descripción
de
aquellas
tribus,
llamó
la
atención
sobre
el
atraso
manifiesto
en
el
que
vivían
y
la
inhumanidad
de
muchas
de
sus
tradiciones.
Eran
pueblos
pobres,
con
una
dieta
alimenticia
muy
básica
-carne
de
cabra,
manteca
de
vaca
y
bellotas,
con
las
que
hacían
harina-,
y
que
comían
con
las
manos
sobre
unos
bancos
corridos
pegados
a
las
paredes
de
sus
viviendas.
También
le
parecieron
bárbaras
sus
formas
de
divertirse,
ya
que
practicaban
la
lucha
y
daban
grandes
saltos
para
demostrar
su
agilidad
y
poderío.
Para
aquel
espíritu
tan
refinado
y
civilizado,
existían
importantes
razones
que
justificaban
hábitos
tan
bestias.
A
su
juicio,
«la
inhumanidad
y
fiereza
de
sus
costumbres
no
tanto
procede
de
las
guerras
como
del
apartamiento
de
sus
viviendas,
pues
los
caminos
para
ellos
son
largos
por
mar
y
por
tierra,
por
lo
cual,
careciendo
de
relaciones,
olvidaron
la
sociedad
y
la
humanidad».
Uno
de
los
intereses
más
perentorios
de
Roma
fue
el
económico.
Esto
explicaría
por
qué
su
presencia
fue
mayor
en
las
áreas
meridionales,
es
decir,
aquellas
que
presentaban
grandes
posibilidades
de
explotación
agraria.
Por
el
contrario,
las
zonas
más
septentrionales
se
les
presentaron
poco
atractivas.
Así,
en
Vizcaya,
ocupada
entonces
por
las
tribus
de
autrigones
y
caristios,
la
huella
de
Roma
fue
muy
escasa.
De
hecho
el
enclave
más
importante
fue
Forua,
en
la
ría
de
Gernika.
Ahí
se
han
encontrado
la
mayor
parte
de
vestigios
de
la
época
romana,
tales
como
una
estatuilla
y
restos
de
sepulcros.
Muy
cerca
de
ahí,
en
el
alto
de
Gueretiz
se
han
hallado
dos
estelas
romanas.
Por
el
contrario,
en
el
resto
del
territorio
vizcaíno,
los
hallazgos
son
poco
significativos.
Cabe
destacar,
dentro
de
los
intereses
mineros
del
Imperio,
la
explotación
de
las
minas
de
Triano,
famosas
ya
entonces.
Vizcaya
no
entró
en
los
planes
prioritarios
de
los
romanos.
Prueba
de
ello
es
que
el
territorio
quedó
bastante
alejado
de
las
grandes
calzadas.
La
más
cercana
era
la
conocida
como
'vía
de
Hispania
a
Aquitania',
que
unía
Astorga
con
Burdeos.
Ésta
penetraba
por
Guipúzcoa
y
discurría
por
el
interior
paralela
a
la
costa.
A
pesar
de
ello,
no
se
descarta
la
existencia
de
algún
ramal
que
conectara
esta
vía
con
el
territorio
vizcaíno
para
posibilitar
la
conexión
con
Flavióbriga,
importante
asentamiento
de
la
época
y
que
hoy
en
día
se
identifica
como
Castro
Urdiales.
Tampoco
es
descabellado
pensar
en
otro
ramal
con
dirección
a
Forua
y
que
coincidiría,
siglos
más
tarde,
con
el
camino
que
seguía
el
señor
para
ir
a
jurar
los
fueros
a
Gernika.
Partiendo
de
Bilbao,
pasaba
por
Larrabetzu
y
el
alto
de
Gueretiz.
Roma
se
interesó
muy
poco
por
el
territorio
vizcaíno.
De
ahí
que
la
romanización
apenas
existiera
y
los
modos
de
vida,
las
costumbres
y
el
idioma
se
mantuvieran
prácticamente
intactos.
Fue
como
si
el
Imperio
no
hubiera
pasado
por
sus
vidas.
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