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15/02/2005

Javier Lorenzo ● www.elmundo.es

El último soldurio”: Corocotta, el irreductible español que desafió a Roma
Mantuvo en jaque durante años al ejército de Augusto y fue tan audaz que se presentó ante el emperador para cobrar la recompensa que ofrecía por su vida. El autor de la novela histórica “El último soldurio” rememora las peripecias del “Astérix hispano” que lideró la tribu más guerrera contra el Imperio Romano en las guerras cántabras del siglo I antes de Cristo.

Tenía 17 años cuando me encontré por primera vez con Corocotta. Me lo presentó el estudioso Joaquín González Echegaray a través de su libro Los cántabros, donde reproducía el texto del historiador romano Dión Casio en el que se menciona por primera y única vez el nombre de este caudillo, el último de entre todos los hispanos que se enfrentó a Roma. El texto de Dión dice así: “Irritóse tanto [Augusto] al principio contra un tal Corocotta, bandolero español muy poderoso, que hizo pregonar una recompensa de 200.000 sestercios a quien lo apresase; pero más tarde, como se le presentó espontáneamente, no sólo no le hizo ningún daño, sino que encima le regaló aquella suma” (Dión Casio. Historia Romana LIII, 43, 3).

Me quedé extasiado ante aquel descubrimiento. Ahí tenía a un personaje de carne y hueso cuyas hazañas –y tener en jaque durante más de dos años al ejército más poderoso del orbe merece la categoría de hazaña– le hacían en buena medida comparable, y en algunos casos superior, a Viriato, a Indíbil y Mandonio, a Edecón, a Indortas o a Istolacio, grandes guerreros que defendieron frente a los cartagineses o los romanos la independencia de sus respectivos pueblos. Además, el hecho audaz e incluso temerario de que ese desconocido Corocotta se presentara ante el divino Augusto para cobrar la recompensa que ofrecían por su cabeza no hizo sino incrementar mi admiración y, por supuesto, mi curiosidad hacia su figura.

Pero algo raro ocurría alrededor de este caudillo cántabro. Lo comprobé buscando datos y bibliografía sobre él, pues apenas había referencias y las que había se inscribían en obras de carácter más general. Lo que sí hallé fue una película, filmada en 1981, del director español Paul Naschy titulada Los cántabros, pero tenía su indiscutible sello cutre, de modo que de poco servía. Así que, cavilaba yo, tenemos a un héroe. Además no a un héroe cualquiera. Resulta que apenas nadie se ha ocupado de él. Ni una triste biografía, ni un relato o una leyenda más allá de lo escrito por Dión.

¿Desidia o inexistencia absoluta de evidencias? ¿No era sospechosa la escasa importancia que parecía darse en España a las guerras cántabras; al fin y al cabo el último episodio de la España prerromana? ¿Qué hubieran hecho los británicos, los franceses o los alemanes de haber contado en su pasado con un personaje tan fascinante? ¿Le hubieran dejado caer en el olvido?

Entonces, hará cuatro años de esto, lo vi claro. Me encontraba ante el Astérix hispano. Quizá sea un paralelismo pueril, pero no descabellado. ¿No fueron los cántabros los últimos en resistir al invasor? ¿No se enfrentó Corocotta directamente al César? ¿Y acaso no causó graves pérdidas a su enemigo, hasta tal punto que su sólo nombre causaba pavor a los legionarios? Así se gestó la novela histórica llamada El último soldurio.

El término soldurio no aparece en la última y acogedora edición del Diccionario de la Real Academia; sin embargo, es una palabra que tiene más de 3.000 años de antigüedad y define a una clase muy especial de guerreros. Los soldurios no eran, desde luego, simples mercenarios. Eran hombres que invocaban a un dios –o a una diosa, pues también había diosas guerreras en el panteón de los pueblos del Norte de España–, a quien ponían como testigo del juramento por el que se unían de por vida a un régulo o jefe.

Su arrojo y su fidelidad eran tan extraordinarios que no sólo causaban el asombro de cuantos combatían contra ellos –Julio César, por ejemplo, menciona en su libro La guerra de las Galias a 600 soldurios aquitanos que murieron defendiendo a su régulo–, sino que muchos años después, cuando los cántabros ya habían sido conquistados, era frecuente que tanto ellos como algunos otros pueblos de la península Ibérica –que también se guiaban por la llamada devotio– aportaran soldados que entraban a formar parte de la guardia pretoriana de los emperadores.

Por lo que respecta al protagonista, Corocotta, es probable que éste no fuera su verdadero nombre, sino más bien un apodo guerrero que podría haber obtenido tras cruentas batallas y hechos de armas que le destacaron entre sus compatriotas. Algunos expertos se atreven, incluso, a darle una traducción, pues opinan que este nombre es la combinación de otros dos cuyo origen sería celta –Coro y Cotta– y que significarían, respectivamente, jefe y veterano.

Entre los muchos detalles que se ignoran sobre él está el de su origen. Cántabro era casi seguro, pero nadie puede decir si Corocotta era vadiniense, orgenomesco, concano o de cualquier otro de los más de diez populi que componían la antigua Cantabria. Si me decidí por convertirlo en concano fue porque éste era el pueblo que tenía más fama de bravura –Quinto Horacio Flaco resalta que bebían la sangre de sus caballos– y porque ocupaban ambas vertientes de los Picos de Europa –llamados entonces montes Vindio o montes Blancos– así como la comarca de Liébana.

Fue en ambas zonas donde los romanos encontraron más resistencia y, por tanto, no parece absurdo suponer que Corocotta perteneciera a un pueblo tan aguerrido como era el de los concanos. Un pueblo que adoraba a la Luna, que no permitía los contactos sexuales hasta ya entrada la madurez y cuyos ancianos se suicidaban al comprobar que no podían empuñar con fuerza una espada.

Bandolero

Al repasar lo escrito por Dión Casio encontramos la palabra bandolero. En parte no le faltó razón, pues los cántabros vivían casi exclusivamente del fruto de sus rapiñas y, como afirma Silio Itálico, “para él [el cántabro] es imposible vivir sin la guerra, pues toda la razón de su vida la pone en las armas, considerando un castigo vivir para la paz”. No obstante, es preciso señalar que la misma expresión de bandolero fue siempre usada por los historiadores y cronistas romanos para calificar a cuantos se oponían a sus conquistas. Es decir, que seguramente Corocotta no dejó de hacer lo que siempre había hecho, que era asaltar a los pueblos del llano, por lo que cuando después se enfrentó al ejército invasor tenía todas las probabilidades de recibir ese ofensivo epíteto.

Esto no quiere decir que fuera un líder político o el representante de su nación. Tal vez ni siquiera lo fue de su propio pueblo. Los pueblos cántabros eran independientes entre sí y, que se sepa, al contrario que los astures o los vascones –cuyas capitales eran las de Lancia y Pompaelo–, no tenían una capital común, aunque sí diversos lugares sagrados –las Fuentes Tamáricas, por ejemplo– donde ocasionalmente se reunían. Por tanto, nada más lejos que pretender convertirle en un individuo con conciencia social o con “visión de Estado”. Pero debió ser, eso sí, un hombre de valor extraordinario, un líder, un estratega y un guerrero de los pies a la cabeza.

Esta expresión, como ya hemos visto por Silio Itálico, podía extenderse a la mayor parte de la población masculina cántabra, la cual combatía por el sistema de guerrillas, no avergonzándoles lo más mínimo retirarse ante el enemigo. De hecho, una de las maniobras más típicas de los cántabros era la llamada “círculo cantábrico”, fácil de describir porque era muy parecida a la que utilizan los pieles rojas en las películas del Oeste. Sin embargo, la más efectiva, y la que luego copiaron buena parte de las tropas de caballería que servían con los romanos, consistía en cabalgar de frente hacia el enemigo y en el último instante girar 900 a la derecha para arrojar los venablos (dardo o lanza corta) al tiempo de cubrirse con el escudo.

También existían dos tipos de infantes. Uno ligero, que portaba un pequeño escudo llamado caetra y que, al igual que los jinetes, iba cargado de dardos –spicula densus, dice Silio Itálico–; y otro protegido con corazas de lino y escudos más grandes. Ambos tipos de infantería empuñaban pequeñas espadas y puñales que manejaban con singular destreza, aunque tampoco es excepcional el hallazgo de otra clase de espadas como la falcata ibérica, así como las temibles hachas de doble filo –las bipennis–. En cualquier caso, se organizaban por catervas, compuestas por unos 6.000 hombres, y atacaban en formación de cuña, aunque luego se desperdigaban y cada uno luchaba por su cuenta.

Las maniobras de la caballería no fue lo único que copiaron los romanos de los cántabros. A partir de César, las legiones incorporaron un estandarte del que se servían para transmitir órdenes y que recibía el nombre de cantabrum y quien lo portaba, el de cantabrarium. Aún más, hay quien sostiene que el lábaro sobre el que se prendía la tela –dos troncos de madera cruzados– fue el origen de la crucifixión y que a los romanos, en un acto de retorcida crueldad, se les ocurrió clavar a los prisioneros en su propio símbolo.

La cultura y la forma de vida de los concanos eran incompatibles con la pax romana. Pero no hay que caer en la tentación de despreciarlos por su primitivismo pues, por una parte, la sociedad cántabra representaba uno de los últimos vestigios en Europa del antiguo régimen matriarcal –las mujeres son fundamentales en El último soldurio– y, por otra, mantenía contactos comerciales con otros pueblos de la Galia e incluso de Britania. Muchos de los objetos de lujo que se han hallado en Cantabria procedían de allende los mares y recibieron el nombre de “oro celta”.

Cual si de William Wallace (Braveheart) se tratara, Corocotta se erige como el único nombre propio del bando perdedor. El que se le cite supone que debió causar graves problemas a Augusto, quien tal vez creyó que la conquista sería un paseo militar. No sólo empleó siete legiones y varios cuerpos de tropas auxiliares (en total más de 70.000 soldados), sino que utilizó toda clase de maquinaria de asedio y combate, y cuando por fin se convenció de que todos aquellos medios no iban a ser suficientes para vencer a aquella indómita gente, ordenó el desembarco de la flota de Aquitania en varios puntos de la costa, lo que quebró definitivamente las defensas cántabras. Lo que es indudable es que Roma dio el do de pecho en ese conflicto. Augusto, quien se había nombrado emperador tras su victoria sobre Marco Antonio (convirtiéndose en el primer emperador de la historia de Roma), no podía permitirse una derrota.

La importancia de las guerras cántabras, y la figura de Corocotta por extensión, adquieren aún más relevancia cuando se aprecia el siguiente dato. Aun en el caso de que Astérix y compañía hubieran existido, lo irrebatible es que Julio César tardó sólo siete años en conquistar y someter la Galia, Bélgica y el sur de Britania. En cambio, Roma tardó casi 200 años en conquistar toda Hispania. Es probable que el propio Augusto lo tuviera en cuenta, ya que hasta que su ejército no llegó a la Galia Transalpina, todos estaban convencidos de que su destino era Britania.

Por tanto, Cantabria y Asturias fueron los últimos eslabones de una cadena que se remonta a cuando Cneo Escipión –tío de Escipión el Africano– desembarcó por primera vez en Emporión (218 a.C.). “La primera provincia en ser hollada, la última en ser conquistada”, que dijo el clásico latino refiriéndose a Hispania.

Hace dos veranos, en el interior de la Vega de Pas, nos detuvimos en uno de esos establecimientos en los que lo mismo te despachan un chato de tinto que un tambor de detergente. Pedimos unas botellas de crema de orujo para llevarnos y cuál fue nuestra sorpresa cuando descubrimos que eran de la marca Corocotta y que en la etiqueta aparecía el dibujo de un hombre barbado y de gruesa constitución enmarcado por una estampa nevada de las montañas cántabras.

Guerrero, mercenario, soldurio, tal vez régulo… ¡Quién puede asegurarlo! Lo que es innegable es que su nombre ha perdurado más de 2.000 años, que fue un hombre que consiguió vencer en numerosas ocasiones a un enemigo muy superior y que, como colofón de su apasionante vida, tuvo la osadía o la desfachatez, de presentarse él mismo a cobrar la recompensa que por él daba el ser más poderoso del mundo. Debió ser alguien muy especial. Alguien que se ganó el derecho a que contaran su historia.

“El último soldurio” (Ed. Planeta), de Javier Lorenzo, sale a la venta el 22 de febrero. 600 págs. Precio: 20 €

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