Mantuvo
en
jaque
durante
años
al
ejército
de
Augusto
y
fue
tan
audaz
que
se
presentó
ante
el
emperador
para
cobrar
la
recompensa
que
ofrecía
por
su
vida.
El
autor
de
la
novela
histórica
“El
último
soldurio”
rememora
las
peripecias
del
“Astérix
hispano”
que
lideró
la
tribu
más
guerrera
contra
el
Imperio
Romano
en
las
guerras
cántabras
del
siglo
I
antes
de
Cristo.
Tenía
17
años
cuando
me
encontré
por
primera
vez
con Corocotta.
Me
lo
presentó
el
estudioso
Joaquín
González
Echegaray
a
través
de
su
libro
Los
cántabros,
donde
reproducía
el
texto
del
historiador
romano
Dión
Casio
en
el
que
se
menciona
por
primera
y
única
vez
el
nombre
de
este
caudillo,
el
último
de
entre
todos
los
hispanos
que
se
enfrentó
a
Roma.
El
texto
de
Dión
dice
así:
“Irritóse
tanto
[Augusto]
al
principio
contra
un
tal
Corocotta,
bandolero
español
muy
poderoso,
que
hizo
pregonar
una
recompensa
de
200.000
sestercios
a
quien
lo
apresase;
pero
más
tarde,
como
se
le
presentó
espontáneamente,
no
sólo
no
le
hizo
ningún
daño,
sino
que
encima
le
regaló
aquella
suma”
(Dión
Casio.
Historia
Romana
LIII,
43,
3).
Me
quedé
extasiado
ante
aquel
descubrimiento.
Ahí
tenía
a
un
personaje
de
carne
y
hueso
cuyas
hazañas
–y
tener
en
jaque
durante
más
de
dos
años
al
ejército
más
poderoso
del
orbe
merece
la
categoría
de
hazaña–
le
hacían
en
buena
medida
comparable,
y
en
algunos
casos
superior,
a
Viriato,
a
Indíbil
y
Mandonio,
a
Edecón,
a
Indortas
o
a
Istolacio,
grandes
guerreros
que
defendieron
frente
a
los
cartagineses
o
los
romanos
la
independencia
de
sus
respectivos
pueblos.
Además,
el
hecho
audaz
e
incluso
temerario
de
que
ese
desconocido
Corocotta
se
presentara
ante
el
divino
Augusto
para
cobrar
la
recompensa
que
ofrecían
por
su
cabeza
no
hizo
sino
incrementar
mi
admiración
y,
por
supuesto,
mi
curiosidad
hacia
su
figura.
Pero
algo
raro
ocurría
alrededor
de
este
caudillo
cántabro.
Lo
comprobé
buscando
datos
y
bibliografía
sobre
él,
pues
apenas
había
referencias
y
las
que
había
se
inscribían
en
obras
de
carácter
más
general.
Lo
que
sí
hallé
fue
una
película,
filmada
en
1981,
del
director
español
Paul
Naschy
titulada
Los
cántabros,
pero
tenía
su
indiscutible
sello
cutre,
de
modo
que
de
poco
servía.
Así
que,
cavilaba
yo,
tenemos
a
un
héroe.
Además
no
a
un
héroe
cualquiera.
Resulta
que
apenas
nadie
se
ha
ocupado
de
él.
Ni
una
triste
biografía,
ni
un
relato
o
una
leyenda
más
allá
de
lo
escrito
por
Dión.
¿Desidia
o
inexistencia
absoluta
de
evidencias?
¿No
era
sospechosa
la
escasa
importancia
que
parecía
darse
en
España
a
las
guerras
cántabras;
al
fin
y
al
cabo
el
último
episodio
de
la
España
prerromana?
¿Qué
hubieran
hecho
los
británicos,
los
franceses
o
los
alemanes
de
haber
contado
en
su
pasado
con
un
personaje
tan
fascinante?
¿Le
hubieran
dejado
caer
en
el
olvido?
Entonces,
hará
cuatro
años
de
esto,
lo
vi
claro.
Me
encontraba
ante
el
Astérix
hispano.
Quizá
sea
un
paralelismo
pueril,
pero
no
descabellado.
¿No
fueron
los
cántabros
los
últimos
en
resistir
al
invasor?
¿No
se
enfrentó
Corocotta
directamente
al
César?
¿Y
acaso
no
causó
graves
pérdidas
a
su
enemigo,
hasta
tal
punto
que
su
sólo
nombre
causaba
pavor
a
los
legionarios?
Así
se
gestó
la
novela
histórica
llamada
El
último soldurio.
El
término
soldurio
no
aparece
en
la
última
y
acogedora
edición
del
Diccionario
de
la
Real
Academia;
sin
embargo,
es
una
palabra
que
tiene
más
de
3.000
años
de
antigüedad
y
define
a
una
clase
muy
especial
de
guerreros.
Los
soldurios
no
eran,
desde
luego,
simples
mercenarios.
Eran
hombres
que
invocaban
a
un
dios
–o
a
una
diosa,
pues
también
había
diosas
guerreras
en
el
panteón
de
los
pueblos
del
Norte
de
España–,
a
quien
ponían
como
testigo
del
juramento
por
el
que
se
unían
de
por
vida
a
un
régulo
o
jefe.
Su
arrojo
y
su
fidelidad
eran
tan
extraordinarios
que
no
sólo
causaban
el
asombro
de
cuantos
combatían
contra
ellos
–Julio
César,
por
ejemplo,
menciona
en
su
libro
La
guerra
de
las
Galias
a
600
soldurios
aquitanos
que
murieron
defendiendo
a
su
régulo–,
sino
que
muchos
años
después,
cuando
los
cántabros
ya
habían
sido
conquistados,
era
frecuente
que
tanto
ellos
como
algunos
otros
pueblos
de
la
península
Ibérica
–que
también
se
guiaban
por
la
llamada
devotio–
aportaran
soldados
que
entraban
a
formar
parte
de
la
guardia
pretoriana
de
los
emperadores.
Por
lo
que
respecta
al
protagonista,
Corocotta,
es
probable
que
éste
no
fuera
su
verdadero
nombre,
sino
más
bien
un
apodo
guerrero
que
podría
haber
obtenido
tras
cruentas
batallas
y
hechos
de
armas
que
le
destacaron
entre
sus
compatriotas.
Algunos
expertos
se
atreven,
incluso,
a
darle
una
traducción,
pues
opinan
que
este
nombre
es
la
combinación
de
otros
dos
cuyo
origen
sería
celta
–Coro
y
Cotta–
y
que
significarían,
respectivamente,
jefe
y
veterano.
Entre
los
muchos
detalles
que
se
ignoran
sobre
él
está
el
de
su
origen.
Cántabro
era
casi
seguro,
pero
nadie
puede
decir
si
Corocotta
era
vadiniense,
orgenomesco,
concano
o
de
cualquier
otro
de
los
más
de
diez
populi
que
componían
la
antigua
Cantabria.
Si
me
decidí
por
convertirlo
en
concano
fue
porque
éste
era
el
pueblo
que
tenía
más
fama
de
bravura
–Quinto
Horacio
Flaco
resalta
que
bebían
la
sangre
de
sus
caballos–
y
porque
ocupaban
ambas
vertientes
de
los
Picos
de
Europa
–llamados
entonces
montes
Vindio
o
montes
Blancos–
así
como
la
comarca
de
Liébana.
Fue
en
ambas
zonas
donde
los
romanos
encontraron
más
resistencia
y,
por
tanto,
no
parece
absurdo
suponer
que
Corocotta
perteneciera
a
un
pueblo
tan
aguerrido
como
era
el
de
los
concanos.
Un
pueblo
que
adoraba
a
la
Luna,
que
no
permitía
los
contactos
sexuales
hasta
ya
entrada
la
madurez
y
cuyos
ancianos
se
suicidaban
al
comprobar
que
no
podían
empuñar
con
fuerza
una
espada.
Bandolero
Al
repasar
lo
escrito
por
Dión
Casio
encontramos
la
palabra
bandolero.
En
parte
no
le
faltó
razón,
pues
los
cántabros
vivían
casi
exclusivamente
del
fruto
de
sus
rapiñas
y,
como
afirma
Silio
Itálico,
“para
él
[el
cántabro]
es
imposible
vivir
sin
la
guerra,
pues
toda
la
razón
de
su
vida
la
pone
en
las
armas,
considerando
un
castigo
vivir
para
la
paz”.
No
obstante,
es
preciso
señalar
que
la
misma
expresión
de
bandolero
fue
siempre
usada
por
los
historiadores
y
cronistas
romanos
para
calificar
a
cuantos
se
oponían
a
sus
conquistas.
Es
decir,
que
seguramente
Corocotta
no
dejó
de
hacer
lo
que
siempre
había
hecho,
que
era
asaltar
a
los
pueblos
del
llano,
por
lo
que
cuando
después
se
enfrentó
al
ejército
invasor
tenía
todas
las
probabilidades
de
recibir
ese
ofensivo
epíteto.
Esto
no
quiere
decir
que
fuera
un
líder
político
o
el
representante
de
su
nación.
Tal
vez
ni
siquiera
lo
fue
de
su
propio
pueblo.
Los
pueblos
cántabros
eran
independientes
entre
sí
y,
que
se
sepa,
al
contrario
que
los
astures
o
los
vascones
–cuyas
capitales
eran
las
de
Lancia
y
Pompaelo–,
no
tenían
una
capital
común,
aunque
sí
diversos
lugares
sagrados
–las
Fuentes
Tamáricas,
por
ejemplo–
donde
ocasionalmente
se
reunían.
Por
tanto,
nada
más
lejos
que
pretender
convertirle
en
un
individuo
con
conciencia
social
o
con
“visión
de
Estado”.
Pero
debió
ser,
eso
sí,
un
hombre
de
valor
extraordinario,
un
líder,
un
estratega
y
un
guerrero
de
los
pies
a
la
cabeza.
Esta
expresión,
como
ya
hemos
visto
por
Silio
Itálico,
podía
extenderse
a
la
mayor
parte
de
la
población
masculina
cántabra,
la
cual
combatía
por
el
sistema
de
guerrillas,
no
avergonzándoles
lo
más
mínimo
retirarse
ante
el
enemigo.
De
hecho,
una
de
las
maniobras
más
típicas
de
los
cántabros
era
la
llamada
“círculo
cantábrico”,
fácil
de
describir
porque
era
muy
parecida
a
la
que
utilizan
los
pieles
rojas
en
las
películas
del
Oeste.
Sin
embargo,
la
más
efectiva,
y
la
que
luego
copiaron
buena
parte
de
las
tropas
de
caballería
que
servían
con
los
romanos,
consistía
en
cabalgar
de
frente
hacia
el
enemigo
y
en
el
último
instante
girar
900
a
la
derecha
para
arrojar
los
venablos
(dardo
o
lanza
corta)
al
tiempo
de
cubrirse
con
el
escudo.
También
existían
dos
tipos
de
infantes.
Uno
ligero,
que
portaba
un
pequeño
escudo
llamado
caetra
y
que,
al
igual
que
los
jinetes,
iba
cargado
de
dardos
–spicula
densus,
dice
Silio
Itálico–;
y
otro
protegido
con
corazas
de
lino
y
escudos
más
grandes.
Ambos
tipos
de
infantería
empuñaban
pequeñas
espadas
y
puñales
que
manejaban
con
singular
destreza,
aunque
tampoco
es
excepcional
el
hallazgo
de
otra
clase
de
espadas
como
la
falcata
ibérica,
así
como
las
temibles
hachas
de
doble
filo
–las
bipennis–.
En
cualquier
caso,
se
organizaban
por
catervas,
compuestas
por
unos
6.000
hombres,
y
atacaban
en
formación
de
cuña,
aunque
luego
se
desperdigaban
y
cada
uno
luchaba
por
su
cuenta.
Las
maniobras
de
la
caballería
no
fue
lo
único
que
copiaron
los
romanos
de
los
cántabros.
A
partir
de
César,
las
legiones
incorporaron
un
estandarte
del
que
se
servían
para
transmitir
órdenes
y
que
recibía
el
nombre
de
cantabrum
y
quien
lo
portaba,
el
de
cantabrarium.
Aún
más,
hay
quien
sostiene
que
el
lábaro
sobre
el
que
se
prendía
la
tela
–dos
troncos
de
madera
cruzados–
fue
el
origen
de
la
crucifixión
y
que
a
los
romanos,
en
un
acto
de
retorcida
crueldad,
se
les
ocurrió
clavar
a
los
prisioneros
en
su
propio
símbolo.
La
cultura
y
la
forma
de
vida
de
los
concanos
eran
incompatibles
con
la
pax
romana.
Pero
no
hay
que
caer
en
la
tentación
de
despreciarlos
por
su
primitivismo
pues,
por
una
parte,
la
sociedad
cántabra
representaba
uno
de
los
últimos
vestigios
en
Europa
del
antiguo
régimen
matriarcal
–las
mujeres
son
fundamentales
en
El
último
soldurio–
y,
por
otra,
mantenía
contactos
comerciales
con
otros
pueblos
de
la
Galia
e
incluso
de
Britania.
Muchos
de
los
objetos
de
lujo
que
se
han
hallado
en
Cantabria
procedían
de
allende
los
mares
y
recibieron
el
nombre
de
“oro
celta”.
Cual
si
de
William
Wallace
(Braveheart)
se
tratara,
Corocotta
se
erige
como
el
único
nombre
propio
del
bando
perdedor.
El
que
se
le
cite
supone
que
debió
causar
graves
problemas
a
Augusto,
quien
tal
vez
creyó
que
la
conquista
sería
un
paseo
militar.
No
sólo
empleó
siete
legiones
y
varios
cuerpos
de
tropas
auxiliares
(en
total
más
de
70.000
soldados),
sino
que
utilizó
toda
clase
de
maquinaria
de
asedio
y
combate,
y
cuando
por
fin
se
convenció
de
que
todos
aquellos
medios
no
iban
a
ser
suficientes
para
vencer
a
aquella
indómita
gente,
ordenó
el
desembarco
de
la
flota
de
Aquitania
en
varios
puntos
de
la
costa,
lo
que
quebró
definitivamente
las
defensas
cántabras.
Lo
que
es
indudable
es
que
Roma
dio
el
do
de
pecho
en
ese
conflicto.
Augusto,
quien
se
había
nombrado
emperador
tras
su
victoria
sobre
Marco
Antonio
(convirtiéndose
en
el
primer
emperador
de
la
historia
de
Roma),
no
podía
permitirse
una
derrota.
La
importancia
de
las
guerras
cántabras,
y
la
figura
de
Corocotta
por
extensión,
adquieren
aún
más
relevancia
cuando
se
aprecia
el
siguiente
dato.
Aun
en
el
caso
de
que
Astérix
y
compañía
hubieran
existido,
lo
irrebatible
es
que
Julio
César
tardó
sólo
siete
años
en
conquistar
y
someter
la
Galia,
Bélgica
y
el
sur
de
Britania.
En
cambio,
Roma
tardó
casi
200
años
en
conquistar
toda
Hispania.
Es
probable
que
el
propio
Augusto
lo
tuviera
en
cuenta,
ya
que
hasta
que
su
ejército
no
llegó
a
la
Galia
Transalpina,
todos
estaban
convencidos
de
que
su
destino
era
Britania.
Por
tanto,
Cantabria
y
Asturias
fueron
los
últimos
eslabones
de
una
cadena
que
se
remonta
a
cuando
Cneo
Escipión
–tío
de
Escipión
el
Africano–
desembarcó
por
primera
vez
en
Emporión
(218
a.C.).
“La
primera
provincia
en
ser
hollada,
la
última
en
ser
conquistada”,
que
dijo
el
clásico
latino
refiriéndose
a
Hispania.
Hace
dos
veranos,
en
el
interior
de
la
Vega
de
Pas,
nos
detuvimos
en
uno
de
esos
establecimientos
en
los
que
lo
mismo
te
despachan
un
chato
de
tinto
que
un
tambor
de
detergente.
Pedimos
unas
botellas
de
crema
de
orujo
para
llevarnos
y
cuál
fue
nuestra
sorpresa
cuando
descubrimos
que
eran
de
la
marca
Corocotta
y
que
en
la
etiqueta
aparecía
el
dibujo
de
un
hombre
barbado
y
de
gruesa
constitución
enmarcado
por
una
estampa
nevada
de
las
montañas
cántabras.
Guerrero,
mercenario,
soldurio,
tal
vez
régulo…
¡Quién
puede
asegurarlo!
Lo
que
es
innegable
es
que
su
nombre
ha
perdurado
más
de
2.000
años,
que
fue
un
hombre
que
consiguió
vencer
en
numerosas
ocasiones
a
un
enemigo
muy
superior
y
que,
como
colofón
de
su
apasionante
vida,
tuvo
la
osadía
o
la
desfachatez,
de
presentarse
él
mismo
a
cobrar
la
recompensa
que
por
él
daba
el
ser
más
poderoso
del
mundo.
Debió
ser
alguien
muy
especial.
Alguien
que
se
ganó
el
derecho
a
que
contaran
su
historia.
“El
último
soldurio”
(Ed.
Planeta),
de
Javier
Lorenzo,
sale
a
la
venta
el
22
de
febrero.
600
págs.
Precio:
20
€ |