Alexander,
nueva
prueba
de
la
fascinación
que
sobre
Oliver
Stone
ejercen
los
hombres
poderosos.
En
un
momento
dado,
Alejandro,
que
no
por
nada
fue
discípulo
de
Aristóteles,
sostiene
frente
a un
interlocutor
un
monólogo
en
el
que
se
sirve
de
la
luz
del
sol
y la
sombra
proyectada
para
una
metáfora
sobre
la
energía
afirmativa
(representada
por
el
dios
Apolo)
y la
otra,
la
que
descansa
a su
vera.
Se
supone
que
el
símil
representa
el
modo
en
que
el
joven
Alexander
se
percibe
a sí
mismo:
ensombrecido
por
la
luz
que
emite
su
padre,
el
rey
Filipo
de
Macedonia.
Pero
sucede
que
en
esa
escena,
el
interlocutor
del
futuro
héroe
es
Bucéfalo.
No
se
trata
de
su
mejor
amigo.
O
tal
vez
sí
lo
sea.
Aunque
difícilmente
Bucéfalo
pueda
seguir
el
razonamiento
del
conquistador,
ya
que
no
es
otro
que
su
caballo.
Llena
de
momentos
así
está
Alexander,
nueva
prueba
de
la
fascinación
que
sobre
Oliver
Stone
ejercen
los
hombres
poderosos.
Después
de
JFK,
de
Nixon
y de
sus
documentales
sobre
Fidel
Castro
y
Yasser
Arafat,
el
realizador
se
retrotrae
hasta
la
Antigüedad
para
cantar
la
loa
del
hombre
que
a
los
27
años
había
conquistado
la
casi
totalidad
del
mundo
conocido.
Que
el
tema
es
el
Poder
Absoluto
queda
claro
en
la
escena
introductoria.
En
su
lecho
de
muerte
el
Magno
pronuncia
unas
últimas,
enigmáticas
palabras,
para
dejar
caer
de
su
mano
cierto
emblemático
anillo.
Si
la
escena
evoca
otra
es
porque
–créase
o
no–
Stone
eligió
comenzar
su
película
igual
que
El
ciudadano.
El
guión
emparenta
al
héroe
no
sólo
con
Edipo,
sino
también
con
Prometeo
y
otros
mitos.
Lo
cual,
como
todo
en
la
película,
está
mostrado
de
modo
escolar,
en
una
escena
en
la
que
su
padre
hace,
frente
al
pequeño
Alejandro,
un
rápido
repaso
de
la
mitología
griega.
Hijo
de
Filipo
(Val
Kilmer,
nuevamente
a
las
órdenes
de
Stone,
tras
haber
sido
Jim
Morrison)
y de
Olimpia
(Angelina
Jolie,
que
en
la
realidad
es
apenas
un
año
mayor
que
Colin
Farrell),
según
Alexander
el
rubio
muchacho
se
habría
lanzado
a
una
fuga
hacia
delante
(hacia
Egipto,
Persia,
el
Asia
Central
y la
India)
para
huir
de
la
sombra
de
su
padre
y
madre.
Odia
al
padre,
pero
se
convertirá
en
el
hombre
más
poderoso
del
planeta,
para
demostrarle
lo
que
vale.
Ama
a su
madre,
como
bien
queda
expresado
en
una
escena
en
la
que
parece
a
punto
de
ser
absorbido
para
siempre
por
los
labios
de
Jolie.
Duplicando
su
destino,
trágico
al
fin
como
buen
griego,
terminará
proyectando
sobre
su
futuro
(como
en
aquella
metáfora
sobre
el
sol
y la
sombra)
su
propio
pasado,
al
repartir
sus
amores
adultos
entre
el
fiel
Hefestos
(Jared
Leto)
y
una
bella
mujer
persa,
Roxana
(la
latina
Rosario
Dawson).
Con
música
de
Vangelis,
Christopher
Plummer
haciendo
de
Aristóteles
y un
plúmbeo
Anthony
Hopkins
en
el
papel
de
Ptolomeo
(general
de
los
ejércitos
de
Alejandro
y
narrador
de
la
historia),
más
allá
de
sus
ingenuidades
y
simplismos
Alexander
resulta
una
desencaminada
muestra
de
superespectáculo.
En
lugar
de
privilegiar
la
acción,
aquí
todo
está
dicho,
explicado,
remachado
y
subrayado.
No
exactamente
dicho,
sino
gritado.
Como
si
se
tratara
de
un
superculebrón
televisivo,
en
el
que
ni
los
caballos
se
libran
de
los
monólogos
más
pomposos.
Y no
hay
Rosebud
a la
vista. |