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04/01/2005 |
Sergio
Micco
Aguayo ●
www.elmostrador.cl |
La
tragedia
humana |
El
gigantesco
maremoto
que
azotó
las
costas
del
sudeste
asiático
será
recordado
como
una
de
las
grandes
tragedias
de
los
Tiempos
Contemporáneos,
como
la
erupción
del
Vesubio,
el
29
de
agosto
del
año
79
D.C.,
es
crónica
inescapable
de
la
Antigüedad.
Ambas
tragedias
nos
invitan
a
repensar
aspectos
fundamentales
de
la
condición
humana
y de
su
relación
con
la
naturaleza.
Plinio
el
Joven,
de
18
años,
escribe
al
historiador
Tácito
sus
impresiones
al
ser
testigo
presencial
de
la
destrucción
de
Pompeya,
Herculano
y
otras
poblaciones
de
la
Campania.
Su
padre
adoptivo
y
tío,
Plinio
el
Viejo,
había
redactado
los
37
imponentes
libros
de
la
Historia
Natural.
En
ellos
abarcaba
todos
los
conocimientos
de
la
época
sobre
la
fauna,
flora
y
los
minerales,
más
aspectos
diversos
relacionados
al
hombre.
Este
erudito
comandaba
la
flota
romana
estacionada
en
Miseno,
cercano
a
Pompeya.
Al
observar
cómo
una
enorme
columna
de
humo,
similar
a un
pino
de
monstruosas
proporciones,
salía
del
Vesubio,
decidió
partir
en
barco
para
observar
más
de
cerca
el
fenómeno
que
nutriría
nuevas
crónicas.
Además
quiso
así
auxiliar
a
los
que
gozaban
de
las
maravillas
del,
hasta
aquel
día,
bello
litoral
frecuentado
por
la
aristocracia
romana.
Cuando
la
ceniza
caía
en
las
naves,
cada
vez
más
caliente
y
más
densa,
junto
a
piedras
ennegrecidas,
Plinio
el
Viejo
ordenó
seguir
rumbo
a la
playa
pues
“La
fortuna
favorece
a
los
fuertes”.
Increíblemente
llegó
a su
destino,
comió
y
alojó
en
casa
de
su
amigo
Pomponiano.
Trataba
de
infundir
serenidad
y se
aferraba
a la
ilusión
que
todo
terminaría
bien.
Al
día
siguiente,
cuando
los
temblores,
la
ceniza
y el
olor
a
azufre
lo
cubrían
todo,
partió
a la
playa
simplemente
a
morir
asfixiado.
Plinio
el
Joven,
más
prudente
que
su
tío,
se
quedó
en
Miseno.
Aunque
había
habido
un
maremoto
días
antes,
no
se
preocupó
mayormente
pues
ellos
eran
corrientes
en
Campania.
Sin
embargo,
se
inquietaron
cuando
observaron
que
el
mar
se
recogió,
la
playa
se
ensanchó
y
muchos
animales
marinos
quedaron
en
seco
sobre
la
arena.
Los
edificios
se
agrietaban
y el
pánico
cundía.
Sin
embargo,
este
joven
estudioso
se
paseaba
con
su
madre
por
la
explanada
...
¡con
un
libro
de
Tito
Livio!.
Un
amigo
de
su
padre
adoptivo
le
reprendió
diciéndole:
“Si
tu
hermano,
si
tu
tío,
vive
todavía,
quiere
que
vosotros
también
os
salvéis.
Si
ha
muerto,
quiso
que
le
sobreviviérais.
Por
lo
tanto,
¿qué
esperáis
para
emprender
la
huida?”.
Plinio
el
Joven
respondió
que
no
buscaría
su
salvación
mientras
nada
supiese
de
la
suerte
de
su
padre
adoptivo.
Sin
embargo,
la
fuerza
de
los
acontecimientos
hizo
cambiar
de
actitud
a
nuestros
testigos
de
tan
macabra
tragedia.
Huyendo
de
Miseno
cayó
una
niebla
de
cenizas
de
tal
espesor
que
anocheció
y
las
tinieblas
volvieron
a
poblar
la
tierra.
Plinio
el
Joven
le
señala
a
Tácito
que
“Allí
hubieras
oído
chillidos
de
mujeres,
gritos
de
niños,
vocerío
de
hombres:
todos
buscaban
a
sus
padres,
a
sus
hijos,
a
sus
esposos,
los
cuales
también
a
gritos
respondían.
Unos
lamentaban
su
desgracia,
otros
la
de
sus
parientes,
y
había
quienes,
por
miedo
a la
muerte,
la
imprecaban.
Muchos
eran
los
que
elevaban
las
manos
hacia
los
dioses,
y
muchos
había
también
que,
convencidos
de
que
los
dioses
no
existen,
creían
que
aquella
era
la
eterna
y
última
noche
del
mundo”.
Cada
cierto
tiempo,
Plinio
y su
madre
se
levantaban
del
suelo,
para
sacudirse
las
cenizas
que,
de
otro
modo,
los
hubieran
aplastado
y
asfixiado.
Así
se
salvaron.
Cuando
las
tinieblas
retrocedieron
y el
fuego
acabó,
de
Miseno
sólo
quedó
una
enorme
capa
de
ceniza
blanca
parecida
a la
nieve.
Así
acabó
la
orgullosa
Pompeya,
cuyas
casas,
calles,
casas
y
prostíbulos
aún
podemos
verlos
a
las
afueras
de
Nápoles.
Sorprende
en
la
condición
humana
su
incapacidad
de
romper
la
rutina
y
apartarse
de
la
normalidad.
Cuando
nos
traen
malas
noticias
tendemos
a no
comprenderlas,
a no
creerlas,
a
matizarlas
o
simplemente
olvidarlas.
Planificamos
nuestras
vidas
como
si
ellas
estuviesen
aseguradas.
Nos
cuesta
aceptar
la
invitación
de
la
sabiduría
que
nos
dice
Memento
mori,
es
decir,
¡acuérdate
que
te
vas
a
morir!.
Por
el
contrario,
incluso
a
minutos
de
desencadenarse
la
tragedia,
muchas
veces
estamos
más
preocupados
del
futuro
de
nuestros
bienes
que
de
nuestras
vidas.
Cuando
ella
se
desata,
el
ser
humano
es
capaz
de
lo
mejor
y de
lo
peor.
Unos
son
capaces
de
morir
esperando
a
sus
seres
queridos,
otros
querrán
medrar
a
partir
de
la
desgracia
de
los
demás.
Cuando
las
tinieblas
de
la
noche
eterna
se
aproximan
y la
hora
en
que
deberemos
rendir
cuentas
de
nuestra
vida
se
acerca
a
pasos
agigantados,
entonces
y
sólo
entonces
nos
acordamos
de
nuestro
Dios.
¿No
es
eso
necedad?
Por
cierto,
desde
los
tiempos
de
Pompeya
a la
tragedia
de
las
islas
Phi
Phi,
el
ser
humano
ha
aumentado
su
poder
sobre
la
naturaleza
en
una
forma
que
hubiese
dejado
estupefacto
a
Plinio
el
Viejo.
Mas
la
tragedia
de
diciembre
del
2004
nos
recuerda
cuán
pequeños
somos
ante
la
inmensidad
de
esta
última.
En
eso
también
debemos
recordar
la
sabiduría
de
los
antiguos.
La
vida
de
un
ser
humano
no
es
nada
frente
a la
vida
de
un
planeta
cuyos
ciclos
se
cuenta
en
cientos,
miles
y
millones
de
años.
Para
el
hombre
de
la
antigüedad
la
naturaleza
era
inmortal
en
su
eterno
retorno,
sólo
el
hombre
era
un
ser
mortal.
Tragedias
como
las
del
26
de
diciembre
nos
invitan
a
repensar
en
la
efímera
pero
valiosa
vida
que
hemos
recibido;
en
el
poder
de
la
naturaleza
que
debemos
respetar
y
cuidar
a la
vez;
en
la
fuerza
telúrica
de
unos
padres
peleando
desesperadamente
por
sus
hijos,
cosa
que
nos
aproxima
a
los
dioses,
así
como
la
estúpida
creencia
de
sentirnos
cómodamente
asegurados
hasta
la
senectud
nos
aproxima
a la
más
necia
de
las
bestias.
Sergio
Micco
Aguayo,
Centro
de
Estudios
para
el
Desarrollo |
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