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07/01/2005 |
Francisco
Rodríguez
Adrados ●
www.abc.es |
Alejandro
y su
imagen |
En
una
Grecia
cansada
por
las
guerras
internas,
por
las
dudas
y
el
descreimiento,
la
aparición
de
Alejandro
fue
como
el
brillo
de
un
relámpago.
Un
ideal
de
acción
y,
al
tiempo,
de
humanidad.
Arrastró
a
los
griegos
y
a
los
macedonios
a
Asia,
contra
el
gran
imperio
de
los
persas.
Cierto,
podemos
pensar
en
un
cambio
ideológico,
en
la
Grecia
del
siglo
IV,
en
dirección
a
una
monarquía
sabia
y
justa.
Pero
lo
esencial
fue
el
impacto
de
su
personalidad.
Era
el
nuevo
Aquiles,
el
hombre
que
se
había
formado
en
la
lectura
de
Homero,
que
luchaba
en
Asia
como
el
propio
Aquiles,
que
corría
desnudo
con
sus
compañeros
en
Troya,
que
tenía
en
Hefestión
un
amigo
comparable
a
Patroclo.
Y
era
un
héroe
que
moría
joven,
entre
leyendas.
En
el
gran
mosaico
de
Nápoles
le
vemos
arremetiendo
con
su
lanza
contra
Darío,
que
huye.
Y
los
historiadores
nos
hablan
de
su
corte
de
escritores
y
filósofos,
de
su
humanidad
con
la
familia
de
Darío,
su
temperancia.
En
el
santuario
del
dios
Amón,
en
Libia,
fue
saludado
como
hijo
del
dios.
Y
quería
asimilar
a
griegos
y
asiáticos,
crear
un
nuevo
ideal
de
humanidad.
Conversaba
con
los
sabios
desnudos
de
la
India
y
con
los
cínicos.
Si
no
fuera
Alejandro,
querría
ser
Diógenes,
decía.
Nadie
promovió
más
que
él
la
idea
de
una
monarquía
universal.
Los
cristianos,
los
musulmanes,
hicieron
de
él
un
filósofo
y
un
hombre
religioso
que
buscaba
difundir
el
monoteísmo.
Los
emperadores
romanos
-un
Trajano,
un
Septimio
Severo-
le
imitaban.
Y
luego
todos
los
demás,
incluido
Carlos
V.
Pero
prevaleció
el
héroe
y
el
sabio,
y
hasta
el
personaje
mítico.
Baja
al
fondo
del
mar,
se
topa
junto
al
Eufrates
con
una
muralla
de
piedras
preciosas,
sube
al
paraíso,
se
encuentra
a
las
muchachas
que
nacen
del
cáliz
de
las
flores.
Era
un
sueño,
la
resurrección
de
una
Grecia
heroica
que
parecía
muerta.
Unida
a
una
superación
de
las
divisiones
en
credos
y
razas,
a
una
unión
del
rey
y
el
filósofo.
Pues,
a
lo
largo
de
relatos
novelescos
y
de
máximas
y
anécdotas,
Alejandro
se
convirtió
para
los
griegos
en
un
filósofo
discípulo
de
Aristóteles.
En
obras
traducidas
del
griego
al
árabe,
del
árabe
al
castellano
por
Alfonso
el
Sabio,
aparece
como
el
moralista
maestro
de
hombres
y
de
reyes.
Cierto
que
Alejandro,
cómo
no,
cultivó
la
propaganda:
la
corte
que
le
rodeaba
creó
la
imagen
gloriosa.
Cierto
que
era
criticada
por
otros,
de
resulta
de
episodios
sangrientos.
Moralistas
como
Cicerón
y
Séneca
le
descalificaron,
sería
el
felix
praedo,
el
ladrón
afortunado.
¿En
qué
me
gana
Alejandro
a
mí,
decía
un
jefe
de
piratas,
sino
en
que
yo
robo
en
pequeño,
él
en
grande?
Nadie
como
él
excitó
la
imaginación,
siguió
vivo
en
todas
las
religiones
y
en
todas
las
épocas.
Dejó
el
mundo
sembrado
de
sus
Alejandrías,
no
solo
la
de
Egipto,
Kandahar
es
una
de
las
muchas.
Era
el
Mégas,
el
Grande,
de
ahí
tomaron
ese
nombre
tantos
otros,
de
Pompeyo
Magno
a
Carlomagno.
El
joven
heroico,
el
pacificador,
el
conductor
de
pueblos,
el
sabio.
Esta
imagen
prevaleció
frente
a
sus
choques
con
los
griegos,
que
no
querían
tanta
grandeza,
frente
a
los
hechos
de
violencia.
César
lloraba
en
Cádiz
recordando
lo
que
a
su
edad
había
hecho
Alejandro
y
él
no.
Fue,
en
una
edad
cansada,
el
nuevo
paradigma
de
lo
humano. |
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