Universitarios,
radicales
iraníes,
cristianos
evangelistas
y
grupos
gays
han
criticado
con
dureza
el
retrato
de
Oliver
Stone.
Un
biógrafo
de
Alejandro
Magno
y
asesor
del
filme
escarba
en
los
motivos
Si
alguien
les
dice
que
el
pasado
es
cosa
de
otros
países,
no
le
crean.
De Princeton
a
Atenas,
de
Oxford
a
Irán,
en
todas
partes
he
visto
cómo
la
corrección
política
trataba
de
influir
en
el
objeto
de
estudio
de
toda
mi
vida:
Alejandro
Magno.
La
polémica
viene
servida
por
el
estreno
de
la
inmensa
película
de
Oliver
Stone
en
la
que
he
participado
como
asesor.
Estuve
en
Princeton,
donde
los
profesores
de
Historia
Antigua
habían
organizado
un
seminario
para
discutir
las
resonancias
contemporáneas
de
la
película.
Y
allí
expliqué
su
condición,
bastante
poco
habitual,
de
drama
épico
basado
en
la
Historia,
para
encontrarme
con
el
escepticismo
tras
las
gafas
de
muchos
estudiantes.
En
seguida
descubrí
por
qué.
Después
de
sentarme,
un
profesor
denunció
que
la
película
era
una
vergüenza
para
los
estadounidenses
de
hoy,
porque
describía
a
Alejandro
como
un
coloso,
cuando
lo
que
hizo
fue
invadir
un
antiguo
imperio
de
Oriente
Próximo
y
asesinar
a
miles
de
personas
que
se
negaban
a
entregar
sus
ciudades.
¿Cómo
se
había
atrevido
Stone
a
llevar
a la
pantalla
un
tema
así
en
el
año
2004,
cuando
las
muertes
de
Irak
y
Oriente
Próximo
deberían
pesar
en
las
mentes
de
todos?
A
continuación,
algunos
estudiantes,
muy
serios,
me
llevaron
aparte
y me
contaron
que
este
tipo
de
corrección
política
era
un
factor
capital.
Si
quieres
cambiar
el
mundo,
me
dijeron,
primero
tienes
que
cambiar
la
forma
en
que
la
gente
habla
de
él.
Hay
gente
para
la
que
este
fragmento
del
pasado
no
es
un
territorio
extraño
del
que
nos
separan
2.300
años.
Lo
contemplan
como
una
prolongación
de
su
patio
de
atrás.
No
me
refiero
a
los
críticos,
a
quienes
puede
gustar
la
película
o
no,
y
que
suelen
disfrutar
arremetiendo
contra
todo,
desde
el
corte
de
pelo
de
Colin
Farrell
hasta
la
dicción
de
Angelina
Jolie.
Lo
que
me
sorprende
es
que
a
casi
nadie
le
importa
si
el
guión
ensambla
bien
los
acontecimientos,
ni
si
Alejandro
aparece
matando
rebeldes
con
dos
años
de
antelación,
ni
si
lo
hace
en
la
India
y no
en
Irán.
La
rectitud
moral
la
modula
aquí
una
trinidad
muy
poco
santa:
el
sexo,
el
nacionalismo
y el
imperio.
La
honestidad
de
un
filme.
En
realidad,
estamos
en
un
momento
en
el
que
un
filme
comercial
no
puede
ser
honesto
en
relación
con
ninguna
de
estas
tres
cosas.
¿Podríamos
hacer
ahora
una
película
sobre
Lord
Mountbatten
en
la
que
se
mostraran
sus
relaciones
con
hombres?
Si
rodáramos
una
sobre
Pushkin,
¿tendríamos
que
complacer
a
algunos
de
sus
seguidores
pintándole
de
negro?
¿Podría
alguien
en
Japón
hacer
otra
sobre
la
realidad
terrible
de
la
dominación
que
ejerció
este
país
sobre
Corea,
cuando
los
libros
de
texto
japoneses
han
tratado
de
suprimirla
de
la
memoria
de
la
Historia?
La
corrección
política
en
estos
asuntos
es
aceptable
si
se
presenta
abierta
a la
discusión
como
una
opinión
vehemente
edificada
sobre
criterios
morales.
Pero
no
lo
es
si
simplemente
corrige
el
resto
de
interpretaciones
e
intenta
borrar
las
verdades
embarazosas.
En
los
primeros
días
de
'Alejandro
Magno'
en
la
cartelera
de
Estados
Unidos,
un
corifeo
moralista
trataba
de
dar
a la
gente
razones
por
las
cuales
no
deberían
ver
la
película.
Y
sí,
el
filme
puede
hacer
que
los
políticamente
correctos
se
acuerden
de
George
W.
Bush,
pero
fundamentalmente
porque,
en
este
momento,
en
EEUU
parecen
incapaces
de
pensar
en
otra
cosa.
Efectivamente,
Alejandro
invadió
el
viejo
imperio
persa,
destruyó
a
los
ejércitos
que
le
hicieron
frente
y
saqueó
las
ciudades
que
no
quisieron
rendirse.
Eso
es
lo
que
hacían
los
generales
de
la
Antigüedad.
La
conquista
era
una
forma
de
obtener
la
gloria
y
Alejandro
fue
alabado
en
vida
como
un
dios
por
algunos
de
sus
contemporáneos.
Mientras
tanto,
en
el
Medio
Oeste
norteamericano,
el
coro
de
la
rectitud
moral
cantaba
más
alto.
Los
obispos
dijeron
a
sus
auditorios
dominicales
que
incluso
el
deseo
de
ver
la
película
era
una
señal
de
que
Satán
había
entrado
en
sus
corazones.
Los
muslos
de
Hefestión
En
mi
biografía
de
Alejandro
de
1973,
señalé
que
del
rey
macedonio
se
decía
que
había
sido
derrotado
una
sola
vez,
por
los
muslos
de
Hefestión,
el
amor
homosexual
de
toda
su
vida.
El
comentario
se
retrotrae
a
una
carta
ficticia
en
griego,
atribuida
a un
filósofo
cínico
y
escrita
mucho
después
de
la
muerte
de
Alejandro.
Siempre
provocador,
Stone
la
incluye
muy
pronto
en
la
película.
La
mención
de
la
frase
de
los
muslos
desató
una
ola
de
intolerancia
bíblica
por
parte
de
los
evangelistas.
Sin
embargo,
los
historiadores
admiten
que
Alejandro
tuvo
relaciones
bisexuales.
Lo
mismo
hicieron
muchos
otros
entre
los
griegos
antiguos,
y no
digamos
entre
los
macedonios.
Y, a
pesar
de
ello,
estos
valores
precristianos
se
perciben
ahora
como
algo
tan
peligroso
que
un
cristiano
sólo
se
comportará
como
Dios
manda
si
evita
a
toda
costa
sentarse
en
un
cine
donde
se
proyecte
el
filme.
Recientemente,
en
mi
buzón
de
correo
han
aparecido
amenazas
de
demandas
judiciales
o de
agresiones
físicas.
Por
lo
visto,
soy
el
único
responsable
de
ocultar
verdades
sobre
Alejandro
y
difundir
mentiras.
Un
grupo
homosexual
de
Canadá
me
escribió
advirtiéndome
de
que
me
pegarían
por
disimular
que
Alejandro
fue
un
gay
puro
que
no
tuvo
nada
que
ver
con
mujeres.
Después
vinieron
unos
abogados
griegos
con
el
problema
contrario:
amenazaron
con
llevar
a
los
tribunales
a
casi
todos
los
profesionales
que
aparecían
en
los
títulos
de
crédito
por
mostrar
la
bisexualidad
de
Alejandro.
También
unos
iraníes
indignados
exigieron
daños
y
perjuicios
porque
la
mujer
de
Alejandro,
Roxana,
había
sido
encarnada
por
lo
que
a
sus
ojos
era
una
actriz
negra,
la
maravillosa
Rosario
Dawson,
que
se
declara
mestiza,
y
uno
tendría
que
ser
daltónico
para
considerar
que
su
piel
es
negra.
En
realidad,
los
historiadores
no
tienen
ni
idea
de
cómo
era
Roxana.
Los
extremistas
iraníes
la
quieren
rubia
y de
ojos
azules
para
separar
de
África
a
sus
antepasados.
Y
pretenden
establecer
una
discontinuidad
aún
más
pronunciada
respecto
a
los
árabes.
En
la
mayor
batalla
de
la
película,
aparecen
camellos
galopando
a la
derecha
del
rey
persa.
Por
supuesto
que
había
camellos
en
el
campamento
de
Alejandro
y
que
dentro
del ejército
multiétnico
del
rey
también
combatían
contingentes
árabes.
Pero
me
acusan
de
ignorante
porque
piensan
que
he
interpretado
que
los
iraníes
tienen
antepasados
beduinos.
La
minoría
moralista
no
sólo
quiere
corregir
lo
que
aparece
en
la
película,
sino
también
decidir
lo
que
hay
que
dejar
fuera.
El
tutor
de
Alejandro
fue
el
gran
Aristóteles,
que
escribió
que
las
mujeres
eran
incapaces
de
desarrollar
completamente
el
pensamiento
racional
y
que
los
bárbaros
eran
«esclavos
por
naturaleza».
En
una
de
las
primeras
versiones
del
guión,
Christopher Plummer
iba
a
hacer
estos
dos
comentarios
pero,
por
lo
visto,
Oliver
Stone
tuvo
la
intuición
de
advertirle
que
no
alienara
a la
mitad
femenina
de
la
raza
humana.
Sin
embargo,
la
opinión
sobre
los
bárbaros
se
conservó,
para
consternación
de
un
profesor
de
Historia
Antigua
que
me
lo
echó
en
cara.
No
importa
que
un
gran
filósofo
del
pasado
escribiera
una
cosa
como
ésa.
Parece
que,
por
nuestro
propio
bien,
el
guión
debería
adaptarse
a la
sensibilidad
moderna.
Pero
el
problema
sigue
ahí:
¿qué
hacemos
con
el
imperio
y
con
la
conquista?
Lo
esencial
no
es
que
las
opiniones
apasionadas
de
la
corrección
moral
sean
equivocadas,
por
no
decir
degradantes.
Es
que
el
mundo
cambia
a
nuestro
alrededor
y
los
cambios
hacen
que
surjan
nuevas
cuestiones
y
nuevos
puntos
de
vista
que
nos
llevan
a
contemplar
las
antiguas
evidencias
con
una
perspectiva
diferente.
Corrección
política
Últimamente
he
estado
revisando
los
intentos
de
Alejandro
de
justificar
la
guerra
contra
el
imperio
persa
y la
correspondencia
que
sobre
este
tema
mantuvo
con
el
rey
persa.
Hace
dos
años
puse
de
examen
a
mis
brillantes
alumnos
de
Oxford
una
reflexión
sobre
si
las
guerras
de
Alejandro
estuvieron
justificadas.
Todos
dijeron
que
sí:
ganó,
así
que
el
éxito
las
justificaba.
Debí
haber
puesto
a
aquellos
estudiantes
en
contacto
con
una
idea
más
políticamente
correcta,
del
otro
lado
del
Atlántico.
Allí,
Alejandro
es
denostado
porque
conquistó
a
pueblos
extranjeros
y
derribó
un
antiguo
imperio.
Y
resulta
digno
de
admiración
que
desde
nuestros
sillones
rechacemos
la
agresión
espontánea
y
deploremos
cualquier
asesinato.
Pero
los
historiadores
debemos
tener
dos
cabezas,
como
el
dios
romano
Jano.
Una
que
mire
hacia
nuestro
propio
tiempo
y su
futuro,
con
la
ventaja
de
poder
mirar
en
retrospectiva,
y
con
la
experiencia
de
muchos
años
de
cambios
en
los
valores
morales.
Con
nuestra
segunda
cabeza,
debemos
mirar
hacia
atrás
y
suspender
la
ventaja
de
previsión
que
tenemos.
Por
mucho
que
las
odiemos,
tenemos
que
intentar
ver
a
las
figuras
históricas
en
el
marco
de
los
valores
y el
contexto
de
su
tiempo.
La
gloria
de
la
conquista
En
el
mundo
de
Alejandro
se
consideraba
de
forma
unánime
que
la
conquista
militar
conducía
a la
gloria
y
nadie
quiso
eliminar
del
montaje
de
la
película
los
discursos
en
los
que
se
proclama
que
se
ha
obtenido
esa
gloria.
Después
de
Alejandro
pueden
encontrarse
algunas
voces
contrarias,
pero
yo
intento
respetar
el
principio
de
que,
si
en
su
tiempo
no
hubo
ninguna
opinión
opuesta,
es
un
mal
ejercicio
histórico
atacar
a un
personaje
por
algo
que
nos
ofende
ahora
pero
que
no
ofendía
a la
gente
entonces.
(Si
su
corrección
se
ve
vulnerada
por
Alejandro
el
Conquistador,
traten
de
obtener
de
Dios
el
beneplácito
al
genocidio
que
se
realiza
en
algunos
pasajes
del
Antiguo
Testamento).
No
es
en
absoluto
vergonzoso
que
el
viejo
rey
Ptolomeo
hablara
de
Alejandro
como
un
héroe
y un
coloso.
Lo
que
no
es
correcto
es
suprimir
un
punto
de
vista
generalizado
en
el
pasado
por
el
hecho
de
que
no
se
corresponda
con
el
que
se
percibe
desde
la
ventana
políticamente
correcta
de
nuestro
presente.
Tengo
que
decir
que
el
peor
de
este
tipo
de
ataques
se
lo
debo
a 'The
Sunday
Times'.
En
2003,
escribí,
bromeando,
en
este
periódico,
que
había
llegado
a
creer
que
en
una
vida
anterior
había
servido
en
la
caballería
de
Alejandro
y
que
deberían
haber
aconsejado
a
Stone
para
que
me
contratara
como
asesor
y me
introdujera
en
el
reparto
como
jinete.
Tal
y
como
era
previsible,
lo
hizo
de
muy
buen
humor,
pero
como
consecuencia
del
artículo
recibí
la
invitación
de
la
Sociedad
Internacional
de
Terapeutas
de
la
Regresión
para
pronunciar
el
discurso
inaugural
en
su
reunión
anual
en
Canadá.
Querían
reconocer
el
hecho
de
que
yo
hubiera
defendido
su
especialidad
con
honestidad
académica
y
que
hubiera
llegado
incluso
más
atrás
en
el
tiempo
que
ellos,
gracias
a
mis
contactos
con
el
siglo
IV
a.
C.
Cuando
expliqué
a
aquellos
severos
regresionistas
que
todo
fue
una
broma,
juzgaron
que
mi
comportamiento
había
sido
enormemente
incorrecto.
Pero
parece
que
éste
es
el
papel
de
los
historiadores
hoy
día,
así
que
será
mejor
que
me
vaya
acostumbrando
a
él.
Por
Robin
Lane
Fox,
asesor
del
filme
de
Oliver
Stone
y autor
del
libro
'Alexander
the
Great'
(Penguin)
Traducción:
Kiko
Rosique
|