Practica el latín vivo (descargate las dos revistas en latín.
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25/09/2004 |
Juan
Ignacio
García
Garzón ●
www.abc.es |
Escándalos
romanos |
El
díptico
novelístico
de
Robert
Graves
y
la
serie
de
la
BBC
basada
en
él
popularizaron
hace
ya
unos
cuantos
años
la
figura
del
emperador
Tiberio
Claudio
Druso
Nerón
Germánico
(Lyon,
10
a.
C.
-
Roma,
54
d.
C.)
como
símbolo
de
la
inteligencia
disfrazada
de
necedad
para
asegurarse
la
supervivencia
en
una
época
de
convulsiones
y
sangre
(Suetonio
es
ilustrativo
al
respecto).
Los
datos
históricos
subrayan
como
hitos
del
reinado
de
Claudio
-elegido
emperador
por
los
pretorianos
en
el
año
41
tras
el
asesinato
de
su
sobrino
Calígula-
que
consolidó
la
fronteras
del
Imperio,
conquistó
la
Britania
meridional
y
sumó
Tracia
a
las
provincias
romanas.
Graves
lo
convirtió
en
figura
literaria
fascinante:
el
idiota
de
la
familia
que
reflexiona
sobre
los
horrores
del
poder,
una
realidad
cotidiana
que
le
queda
tan
cerca
que
él
mismo
se
ve
aupado
sin
desearlo
hasta
la
cúspide
de
un
sistema
del
que
abomina
y
se
ve
obligado
a
continuar.
Un
gran
friso
de
la
historia
de
Roma
interpretado
con
mirada
contemporánea.
José
Luis
Alonso
de
Santos,
que
ha
dado
numerosas
pruebas
de
su
interés
rayano
en
la
devoción
por
el
mundo
romano,
desde
su
lejana
y
divertida
«Alea
jacta
est»
a
sus
adaptaciones
de
Plauto,
ha
abordado
la
difícil
tarea
de
trasladar
al
teatro
las
dos
novelas
de
Graves.
Más
que
«contar»
las
novelas,
el
empeño
quizá
exigiera
un
mayor
esfuerzo
de
elipsis
para
ofrecer
sólo
la
médula
esencial
y
el
sentido
del
texto
conservando
su
respiración.
La
reflexión
del
emperador
ya
muerto
sobre
su
vida
se
ve
continuamente
salpicada
por
la
representación
de
los
acontecimientos
que
narra,
una
sucesión
de
escenas
que,
a
mi
juicio,
no
tienen
ni
la
tensión
ni
la
progresión
dramáticas
suficientes.
La
puesta
en
escena
de
José
Carlos
Plaza,
deslavazada,
a
tirones
discontinuos,
no
contribuye
a
equilibrar
el
conjunto.
El
montaje
está
lastrado
por
la
utilización
de
una
gran
pantalla
que
a
veces
se
usa
como
apunte
escenográfico
y
otras
se
ve
poblada
por
una
grandilocuente
sucesión
de
frisos
y
estatuas
clásicas
con
algún
que
otro
efecto
sangriento;
aunque
peor
es
la
empleada
en
las
escenas
de
los
monólogos
de
Claudio
-al
que
da
vida
entre
la
caricatura
y
el
histrionismo
el
otras
veces
estupendo
Héctor
Alterio-,
cuando
el
inmenso
primer
plano
del
rostro
del
actor
liliputiza
la
presencia
en
escena
del
propio
intérprete,
convertido
en
enano
insustancial
para
los
espectadores,
cuyos
ojos
se
ven
irremisiblemente
imantados
por
la
imagen
ampliada.
El
uso
de
micrófonos,
con
su
molesto
efecto
distorsionador
y
aniquilador
de
matices,
tampoco
ayuda
a
apreciar
adecuadamente
la
interpretación
del
amplio
elenco,
aunque
no
logra
devastar
la
sensible
Calpurnia
de
Pilar
Bayona,
la
entereza
del
Appio
Silano
de
Paco
Casares
o
la
peligrosa
belleza
de
la
Mesalina
de
Isabel
Pintor.
Pero
puede
que
yo
esté
equivocado,
pues
lo
que
a
mí
me
pareció
un
pastiche
de
peplum,
con
algún
momento
estéticamente
conseguido
-la
escena
de
la
orgía
de
Calígula,
por
ejemplo-,
fue
aplaudido
con
entusiasmo
por
el
público
del
estreno,
que,
puesto
en
pie,
obsequió
con
profusión
de
bravos
a
Alterio
y
al
resto
del
reparto.
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