No
sé
quién
dijo
que
Séneca
era
un
torero
de
la
filosofía
y,
por
ese
mismo
razonamiento,
puedo
utilizar
la
incongruencia
y el
anacronismo
de
decir
que
era
un
señorito
andaluz.
Torero
por
su
estilo
cordobés,
ceñido
y
escueto,
como
el
de
Manolete;
señorito
porque
poseía
millones
de
sestercios,
aunque
prefiriera
dormir
sobre
un
tablón.
Escribió
124
cartas
y 20
libros.
Se
burlaba
de
quien
tuviera
una
biblioteca
de 100
libros
porque,
según
él,
nadie
tiene
tiempo
en la
vida
para
leer
con
rigor
100
libros.
Como
buen
español,
siempre
vivió
obsesionado
por su
propia
muerte.
Lo
dice
Ciorán,
toda
santidad
es más
o
menos
española.
Séneca
comprendió
que si
Dios
fuera
Cíclope,
España
le
serviría
de
ojo.
Amaba
a
Córdoba,
no por
ser
grande,
sino
por
ser
suya.
Su
madre
lo
llevaba
de
niño
al
teatro,
el
mayor
de
Hispania.
Me
enganchó
desde
que
leí
Cartas
morales
a
Lucilio,
el
libro
que
tengo
más
subrayado.
Los
Diálogos,
pieza
clave
para
comprender
el
estoicismo,
parece
un
compendio
de la
sabiduría
y de
la
paciencia.
Iba de
ecléctico,
porque
pensaba
que
todas
las
cosas
que
ves
pronunciadas
jactanciosamente
ante
la
turba
boquiabierta
son de
cosecha
ajena;
antes
las
habían
dicho
o
Platón,
o
Zenón
o su
puta
madre.
Escribió
para
los
pobres
en una
mesa
de
plata
y
comentaba,
citando
a
Epicuro,
que es
cosa
de
mucha
honra
la
pobreza
alegre.
«Si
vives
al
dictado
de la
Naturaleza,
nunca
serás
pobre,
pero
si
vives
al
dictado
de la
opinión
nunca
serás
rico».
Los
obispos
le
copiaron
después
proverbios
de su
breviario:
«Sólo
es
digno
de
Dios
quien
menosprecia
las
riquezas;
serán
mucho
más
conmovedoras
tus
palabras
si las
pronuncias
vestido
de
jirones;
los
frenos
de oro
no
hacen
mejor
al
caballo...».
Como
después
los
clérigos,
nunca
se
ajustó
a las
normas
de
conducta
que él
mismo
formuló.
Predicaba
la
sobriedad
y fue
amado
por
los
romanos.
«Te
enseñaré
una
receta
para
hacerte
amar
sin
drogas,
sin
hierbas,
ni
versos
mágicos
de
bruja;
si
quieres
ser
amado,
ama».
Era
vegetariano,
tomaba
polenta
para
cenar,
si
hemos
de
creer
que el
busto
del
Museo
de
Nápoles
responde
a la
verdad,
se
parecía
a
Marlon
Brando.
Su
suerte
estuvo
condicionada
a las
matronas
de
pechos
pequeños,
que le
amaron.
Escribe
Philipp
Vandenberg:
«La
mujer
romana
ideal
debía
ser
ancha
de
espaldas
y
poseer
senos
pequeños.
Para
lograrlo
se
fajaba
a los
senos
a las
niñas».
Escribía
mientras
su
esposa
hilaba.
El
bordado
era
cosa
de
hombres.
Las
mujeres
o
fueron
su
perdición
o le
salvaron.
Su
madre
le
protegió;
Julia
Livia,
de la
familia
imperial,
le
buscó
la
ruina
del
exilio
en
Córcega;
Mesalina,
la
esposa
de
Claudio,
le
persiguió;
Agripina,
vanidosa
y
puta,
hija
de
Germánico,
sobrina
nieta
de
Augusto,
hermana
y
amante
de
Calígula,
mujer
de
Claudio
y
madre
de
Nerón,
le
protegió.
Le
trajo
del
destierro
de
Córcega
para
que
educara
a un
niño
pelirrojo
y
pálido,
un
monstruito,
al que
intentaron
matar
los
sicarios
de
Mesalina,
pero
al ir
a
apuñalarle
descubrieron
una
víbora
en la
almohada,
símbolo
de la
divinidad
en
Roma.
A los
33
años,
Mesalina
se
casó
con
Claudio,
el
tartamudo
de 58,
y la
mafia
de los
cordobeses,
protegida
por la
emperatriz,
se
hizo
con
Roma.
Es que
Córdoba,
ciudad
absoluta,
llena
de
melancolía
(Iliá
Ehrenburg)
a la
sombra
de
Sierra
Morena,
entonces
cordillera
bética,
era
una de
las
romas
de la
España
ulterior
que
acuñaba
moneda.
Nunca
gozó
de
buena
salud.
Calígula
le
borró
de una
lista
de
condenados
a
muerte
porque
pensó
que
moriría
pronto
de
tisis.
Su
padre
fue
rhetor,
maestro
de
retórica
de la
época
de
Augusto.
Tal
vez
por
eso
llegó
a pico
de
oro;
echaba
caramelos
por la
boca.
«¿Preguntas
que es
la
libertad?
No
temer
ni a
los
hombres
ni a
los
dioses,
no
desear
nada
deshonesto
ni
desmesurado,
tener
absoluta
posesión
de sí
mismo».
Su
madre
le
inculcó
que un
día
del
hombre
instruído
dura
más
que la
vida
más
larga
de los
ignorantes.
Muy
pequeño
se
traslada
a
Roma.
Nunca
cayó
bien a
Calígula
que lo
definía
como
«arena
sin
cal».
Lo
nombraron
preceptor
del
príncipe,
que ya
lo
habían
pervertido
entre
un
bailarín,
un
peluquero,
dos
bujarrones.
Cuando
Agripina
fue
asesinada
por
Nerón,
se
quedó
indefenso,
aunque
Roma
lo
aclamaba
como
al
gran
prosista,
el
gran
orador,
el
árbitro
de la
moral.
Denunció
el
poder
destructivo
del
dinero
que
enfrenta
a
padres
y a
hijos,
prepara
venenos,
entrega
espadas
tanto
a
asesinos
como a
legiones.
Tenía
una
idea
desdichada
de los
hombres,
víctimas
de la
lujuria
y de
la
ira;
despreciaba
a la
plebe.
Creía
que
nada
hay
más
inconsciente
que la
masa.
«Las
fieras
carecen
de
ira,
así
como
todos
los
seres
a
excepción
del
hombre.
No hay
pueblo
que no
sufra
el
azote
de la
ira,
tan
poderosa
entre
los
griegos
como
entre
los
bárbaros».
Los
primeros
cristianos
se
inventaron
una
falsa
correspondencia
entre
San
Pablo
y
Séneca.
«La
mentira
parece
haberse
forjado
en
torno
al
siglo
IV y
por sí
sola
es
indicio
de la
popularidad
de
Séneca
en
círculos
cristian0s»
(Carmen
Codoñer).
El
periodo
vivido
por
Séneca
en los
reinados
de
Tiberio,
Calígula,
Claudio
y
Nerón
fue
convulso,
lleno
de
crímenes.
Estuviera
o no
vinculado
a la
conspiración
de
Pisón,
aspirara
o no a
suceder
a
Nerón,
lo
cierto
es que
un día
los
soldados
rodearon
la
villa.
Pero
no se
atrevieron
a
matarlo.
Nerón
preguntó
a los
centuriones:
«¿No
hizo
preparativos
para
quitarse
la
vida
voluntariamente?».
«No»,
contestaron.
«Entonces
regresad
y
anunciad
a
Séneca
la
muerte».
El
cordobés
pidió
tablillas
para
escribir
su
testamento;
no le
dejaron.
Se
volvió
a su
mujer
y a
sus
amigos,
y como
si
brindara
un
toro,
comentó:
«Os
lego
la
imagen
de mi
vida».
Pidió
a su
esposa,
como
2.000
años
después
hizo
El
Cordobés,
que no
guardara
luto
por
él,
pero
Paulina
unió
su
suerte
a la
del
sabio.
Se
cortaron
las
venas
de las
muñecas
con un
cuchillo.
Como
se
prolongara
la
agonía
pidió
veneno
y
murió
sofocado
por el
calor.
Como
Sócrates,
convirtió
su
salida
del
mundo
en un
espectáculo.
Escribió
antes:
«Hay
quien
va a
la
muerte
airado,
pero
la
recibe
con
una
sonrisa
aquel
que se
ha
preparado
largo
tiempo
para
semejante
trance». |