El
rey
macedonio
tenía
una
personalidad
compleja
y
contradictoria;
y
ha
sido
visto
tanto
como
un
conquistador
magnánimo
y
un
déspota
cruel
La
película
de
Oliver
Stone
Alexander,
que
se
acaba
de
estrenar
en
EE.UU.
y
podrá
ser
vista
en
nuestro
país
en
enero,
ha
reavivado
el
mito
de
Alejandro
Magno.
La
superproducción
ha
sido
vapuleada
por
la
crítica
y ha
provocado
el
escándalo
porque
presenta
a un
héroe
bisexual
y de
aspecto
amanerado,
interpretado
por
el
irlandés
Colin
Farrell.
Pero,
¿quién
fue
en
realidad
el
hombre
que
con
sólo
27
años
era
dueño
y
señor
del
90%
del
orbe
conocido?
¿Dónde
termina
la
historia
y
comienza
el
mito
del
rey
macedonio
que
en
poco
más
de
diez
años,
del
año
334
al
323
antes
de
nuestra
era,
se
apoderó
del
inmenso
imperio
persa
y
condujo
a su
ejército
hasta
la
India?
Varios
libros
recién
aparecidos
en
nuestro
país,
junto
a
otros
ya
publicados,
permiten
acercarse
de
forma
rigurosa
a
uno
de
los
personajes
más
fascinantes
de
todos
los
tiempos.
El
gran
obstáculo
es
que
las
principales
fuentes
para
su
conocimiento
histórico
datan
de
entre
tres
y
cinco
siglos
después
de
su
muerte.
De
lo
que
escribieron
sus
contemporáneos
apenas
quedan
algunos
fragmentos.
La
obra
que
los
especialistas
siguen
considerando
la
mejor,
el
Anábasis
de
Arriano,
fue
escrita
en
el
siglo
II
d.C.
Lo
más
que
han
podido
hacer
los
expertos
es,
como
escribe
Nicholas
Hammond
en
El
genio
de
Alejandro
Magno,
«escribir
un
relato
que
pudiera
ser
el
más
próximo
a
los
hechos
de
su
vida
y a
la
índole
de
su
personalidad».
Para
el
ya
fallecido
profesor
de
Cambridge
es
suficiente
lo
que
se
conoce
para
concluir
que
fue
«el
hombre
que
hizo
más
que
ningún
otro
para
cambiar
la
historia
de
la
civilización».
Los
historiadores
españoles
A.
Guzmán
Guerra
y F.
J.
Gómez
Espelosín
afirman
en
su
excelente
síntesis
biográfica
que
su
«personalidad
abigarrada,
compleja
y
difícil
de
comprender
ya
en
su
día
por
sus
contemporáneos»,
lo
es
aún
más
ahora,
2300
años
después
de
su
muerte
en
el
año
323
a.C.
La
debilidad
de
las
fuentes
ha
hecho
que
haya
sido
retratado
a lo
largo
de
los
tiempos
de
muy
diferentes
y
antagónicas
maneras.
«En
la
época
de
su
muerte,
su
nombre
era
ya
un
símbolo
que
evocaba
gloria
mundial
y
era
alternativamente
loado
o
execrado
como
conquistador
magnánimo
o
tirano
inmoderado»,
escribe
A.B.
Bosworth,
en
Alejandro
Magno.
La
profesora
francesa
Claude
Mossé,
que
ha
dedicado
toda
su
vida
a
estudiar
la
Antigua
Grecia,
afirma
en
Alejandro
Magno.
El
destino
de
un
mito
(Espasa)
que
«ha
sido
tanto
un
soñador
utópico
como
un
déspota
cruel,
tanto
un
seductor
rodeado
de
mujeres
o un
enamorado
de
jovencitos».
Alejandro
aparece
como
un
hombre
contradictorio
en
el
que
conviven
la
imagen
del
«magníifico
conquistador,
del
rey
filósofo
que
soñaba
con
la
fusión
de
las
razas
y
una
civilización
universal
y
«el
personaje
brutal,
violento,
incapaz
de
dominarse,
borracho
sin
escrúpulos»
(Mossé).
Guzmán
Guerra
y
Gómez
Espelosín
destacan
el
cambio
gradual
que
experimentó
el
adolescente
al
que
educó
Aristóteles
durante
tres
años:
«de
persona
reflexiva,
moderada
y
equilibrada
se
convirtió
en
alguien
por
completo
carente
del
sentido
de
la
proporción»,
se
hizo
sombrío,
desconfiado
y
casi
paranoico.
En
sus
últimos
años
«estableció
un
auténtico
reino
del
terror,
una
verdadera
purga
entre
quienes
habían
sido
sus
más
eficaces
camaradas».
El
clásico
Plutarco
lo
expresó
de
esta
manera:
«un
joven
lleno
de
cualidades
que
se
transforma
bajo
la
influencia
de
Oriente
en
un
déspota
implacable».
Si
su
personalidad
se
nos
escapa
«por
culpa
del
filtro
distorsionador
de
los
juicios
antiguos
(y
modernos)
y de
la
escasa
documentación»
(Bosworth),
su
gigantesca
obra
reralizada
en
sólo
13
años
de
reinado
es
indiscutible.
Prodigiosa
epopeya
Su
prodigiosa
epopeya
comenzó
en
el
año
334
a.C.
cuando
salió
de
Pela
con
sólo
21
años.
Ya
nunca
más
volvería
a
pisar
su
patria
ni a
ver
a
los
suyos.
A
partir
de
ese
momento
protagonizó
una
gesta
increíble
y
sin
parangón
que
lo
llevó
durante
casi
11
años
desde
Troya
hasta
la
India,
pasando
por
Asia
Menor,
las
costas
de
Siria
y
Fenicia,
Egipto,
Mesopotamia,
Irán,
las
tierra
lindantes
con
las
estepas
de
Asia
Central
y la
cuenca
del
Indo.
Su
hazaña
hoy
día
nos
parece
increíble.
Alejandro
y
sus
50.000
soldados
soportaron
todo
tipo
de
penalidades
para
atravesar
desiertos,
selvas
y
bosques,
llanuras
interminables,
desfiladeros
angostos,
ríos
infranqueables,
montañas
nevadas.
Sufrieron
hambre,
sed,
enfermedades,
desorientación
y
desánimo
en
caminatas
agotadoras.
El
emperador
macedonio
combatió
a un
enemigo
muchas
veces
superior
en
efectivos,
en
todos
los
terrenos,
en
batallas
convencionales
y en
ataques
guerrilleros,
asaltó
fortalezas
inexpugnables
y
aguantó
asedios
interminables.
No
sólo
fue
un
magnífico
estratega,
sino
que
siempre
combatió
en
primera
fila,
desafiando
a la
muerte
de
forma
continuada.
Ejerció
un
«liderazgo
heroico»
al
frente
de
sus
soldados,
como
lo
ha
calificado
John
Keegan,
lo
que
sin
embargo
le
hizo
cometer
errores,
ser
herido
en
numerosas
ocasiones
y
estar
a a
punto
de
morir,
lo
que
habría
conllevado
el
final
de
su
sueño.
Tenía
la
piel
cubierta
de
cicatrices.
Fundó
nuevas
ciudades,
arrasó
otras
y
estableció
relaciones
de
amistad
con
los
vencidos
y
alianzas
con
los
pueblos
más
poderosos.
Fue
el
«prototipo
del
«conquistador
mundial»
(Bosworth),
al
que
«en
el
don
de
mando
nadie
ha
superado»
(Hammond).
Pero
también
el
hombre
capaz
de
eliminar
sin
piedad
a
sus
rivales
cuando
fue
asesinado
su
padre,
Filipo,
«con
o
sin
el
concurso
de
la
larga
mano
de
Olimpíade
?su
madre?
y
Alejandro»
(Guzmán
Guerra
y
Gómez
Espelosín),
lo
que
le
valió
la
subida
al
trono
con
20
años.
Destruyó
Tebas
y
redujo
a
cenizas
Persépolis
en
venganza
del
incendio
de
Atenas,
«un
ultraje
calculado
con
frialdad,
infligido
a un
pueblo
indefenso»
(Bosworth).
Y
mató
a
allegados
como
Parmenión,
el
viejo
compañero
de
Filipo,
y su
hijo
Filotas,
Calístenes,
el
cronista
de
su
expedición,
e
incluso
a
Clito,
que
le
había
salvado
la
vida
en
la
batalla
de
Gránico,
y a
quien
atravesó
con
una
lanza
tras
coger
una
borrachera,
lo
que
parece
era
bastante
habitual.
Sus
espectaculares
éxitos
multiplicaron
las
ansias
de
gloria
y la
ambición
desmedida
que
ya
manifestaba
de
niño,
cuando
se
lamentaba
de
que
su
padre
no
le
iba
dejar
nada
que
conquistar
a
él,
y
eliminaron
cualquier
freno
a su
arrogancia.
No
se
sabe
si
llegó
a
creerse
un
dios,
pero
hizo
todo
lo
posible
para
sus
súbditos
le
honraran
como
tal.
A su
muerte
a
los
32
años
?de
malaria
o
quizá
envenenado?,
su
imperio
se
derrumbó
como
un
castillo
de
naipes
y su
familia
fue
exterminada.
Pero
su
reinado
marcó
el
final
del
imperio
persa
y de
la
civilización
griega,
cuyo
modelo
era
Atenas.
Unió
Oriente
y
Occidente
bajo
un
mismo
cetro,
instauró
la
monarquía
universal,
que
sólo
Augusto
volvería
a
edificar
tres
siglos
después.
Según
Droysen,
el
primer
historiador
que
se
basó
en
un
análisis
minucioso
de
las
fuentes,
su
muerte
significó
el
fin
de
una
época
y el
comienzo
de
otra.
Momentos
difíciles
La
relación
de
Alejandro
con
sus
compatriotas
también
pasó
por
momentos
difíciles,
sobre
todo
al
final
de
su
vida.
Muchos
macedonios
no
le
perdonaron
que
tras
conquistar
Persia
adoptara
las
costumbres
de
los
bárbaros,
rechazaron
la
proskynesis
o
inclinación
ante
el
soberano,
que
quería
introducir
el
rey
y
sus
compatriotas
consideraban
una
humillación.
«La
ruptura
dentre
el
rey
y
una
parte
de
los
macedonios
de
su
ejército
era
muy
real
la
víspera
de
su
muerte»,
afirma
Mossé.
De
hecho,
un
plante
de
sus
soldados
puso
punto
final
a su
marcha
triunfal
porque
querían
regresar
a
casa.
No
se
sabe
con
certeza
cuál
era
su
aspecto
físico;
aunque
Bosworth
dice
que
sus
«rasgos
suaves,
casi
eróticos,
quedaban
compensados
por
su
expresión
general
de
ferocidad».
Era
un
joven
con
una
expresión
dulce
en
sus
ojos
y
una
mirada
lánguida.
No
era
alto,
pero
tenía
una
gran
coordinación
física,
era
muy
veloz
y
resistente,
pasaba
de
arrebatos
de
afecto
y
generosidad
a
paroxismos
de
rabia
incontrolable.
«No
es
extraño
?afirma
Bosworth?
que
para
los
filósofos
y
retóricos
de
épocas
posteriores
se
convirtiera
en
el
estereotipo
de
la
arrogancia
vana
y el
engreimiento».
Su
bisexualidad
es
muy
probable
que
sea
cierta.
Hefestión
era
su
«más
íntimo
amigo»,
por
el
que
sentía
«un
profundo
apego»
(Hammond),
y
del
que
«más
cerca
estaba
desde
un
punto
sentimental
y
político»
(Bosworth).
Es
casi
seguro
que
también
fue
su
amante.
Cuando
murió
pudo
dominar
su
dolor,
su
pena
histérica,
e
hizo
crucificar
al
médico
Glauco,
que
curó
a
Hefestión.
Se
cortó
el
cabello
en
señal
de
duelo,
permaneció
en
ayuno
e
inaccesible
durante
tres
días,
organizó
suntuosos
juegos
funerarios
y
sacrificios
con
3.000
artistas
y
atletas
y le
hizo
adorar
como
un
héroe.
En
una
ocasión,
cuando
la
madre
de
su
enemigo
Darío
le
confundió
con
él,
le
dijo:
«No
te
preocupes,
éste
es
otro
Alejandro». |