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5/12/2005

Enrique Clemente ● www.lavozdegalicia.es

Alejandro, el genio que tenía dos caras
El rey macedonio tenía una personalidad compleja y contradictoria; y ha sido visto tanto como un conquistador magnánimo y un déspota cruel

La película de Oliver Stone Alexander, que se acaba de estrenar en EE.UU. y podrá ser vista en nuestro país en enero, ha reavivado el mito de Alejandro Magno. La superproducción ha sido vapuleada por la crítica y ha provocado el escándalo porque presenta a un héroe bisexual y de aspecto amanerado, interpretado por el irlandés Colin Farrell.

Pero, ¿quién fue en realidad el hombre que con sólo 27 años era dueño y señor del 90% del orbe conocido? ¿Dónde termina la historia y comienza el mito del rey macedonio que en poco más de diez años, del año 334 al 323 antes de nuestra era, se apoderó del inmenso imperio persa y condujo a su ejército hasta la India?

Varios libros recién aparecidos en nuestro país, junto a otros ya publicados, permiten acercarse de forma rigurosa a uno de los personajes más fascinantes de todos los tiempos. El gran obstáculo es que las principales fuentes para su conocimiento histórico datan de entre tres y cinco siglos después de su muerte. De lo que escribieron sus contemporáneos apenas quedan algunos fragmentos. La obra que los especialistas siguen considerando la mejor, el Anábasis de Arriano, fue escrita en el siglo II d.C.

Lo más que han podido hacer los expertos es, como escribe Nicholas Hammond en El genio de Alejandro Magno, «escribir un relato que pudiera ser el más próximo a los hechos de su vida y a la índole de su personalidad». Para el ya fallecido profesor de Cambridge es suficiente lo que se conoce para concluir que fue «el hombre que hizo más que ningún otro para cambiar la historia de la civilización».

Los historiadores españoles A. Guzmán Guerra y F. J. Gómez Espelosín afirman en su excelente síntesis biográfica que su «personalidad abigarrada, compleja y difícil de comprender ya en su día por sus contemporáneos», lo es aún más ahora, 2300 años después de su muerte en el año 323 a.C. La debilidad de las fuentes ha hecho que haya sido retratado a lo largo de los tiempos de muy diferentes y antagónicas maneras.

«En la época de su muerte, su nombre era ya un símbolo que evocaba gloria mundial y era alternativamente loado o execrado como conquistador magnánimo o tirano inmoderado», escribe A.B. Bosworth, en Alejandro Magno. La profesora francesa Claude Mossé, que ha dedicado toda su vida a estudiar la Antigua Grecia, afirma en Alejandro Magno. El destino de un mito (Espasa) que «ha sido tanto un soñador utópico como un déspota cruel, tanto un seductor rodeado de mujeres o un enamorado de jovencitos».

Alejandro aparece como un hombre contradictorio en el que conviven la imagen del «magníifico conquistador, del rey filósofo que soñaba con la fusión de las razas y una civilización universal y «el personaje brutal, violento, incapaz de dominarse, borracho sin escrúpulos» (Mossé).

Guzmán Guerra y Gómez Espelosín destacan el cambio gradual que experimentó el adolescente al que educó Aristóteles durante tres años: «de persona reflexiva, moderada y equilibrada se convirtió en alguien por completo carente del sentido de la proporción», se hizo sombrío, desconfiado y casi paranoico. En sus últimos años «estableció un auténtico reino del terror, una verdadera purga entre quienes habían sido sus más eficaces camaradas». El clásico Plutarco lo expresó de esta manera: «un joven lleno de cualidades que se transforma bajo la influencia de Oriente en un déspota implacable».

Si su personalidad se nos escapa «por culpa del filtro distorsionador de los juicios antiguos (y modernos) y de la escasa documentación» (Bosworth), su gigantesca obra reralizada en sólo 13 años de reinado es indiscutible.

Prodigiosa epopeya

Su prodigiosa epopeya comenzó en el año 334 a.C. cuando salió de Pela con sólo 21 años. Ya nunca más volvería a pisar su patria ni a ver a los suyos. A partir de ese momento protagonizó una gesta increíble y sin parangón que lo llevó durante casi 11 años desde Troya hasta la India, pasando por Asia Menor, las costas de Siria y Fenicia, Egipto, Mesopotamia, Irán, las tierra lindantes con las estepas de Asia Central y la cuenca del Indo. Su hazaña hoy día nos parece increíble.

Alejandro y sus 50.000 soldados soportaron todo tipo de penalidades para atravesar desiertos, selvas y bosques, llanuras interminables, desfiladeros angostos, ríos infranqueables, montañas nevadas. Sufrieron hambre, sed, enfermedades, desorientación y desánimo en caminatas agotadoras. El emperador macedonio combatió a un enemigo muchas veces superior en efectivos, en todos los terrenos, en batallas convencionales y en ataques guerrilleros, asaltó fortalezas inexpugnables y aguantó asedios interminables. No sólo fue un magnífico estratega, sino que siempre combatió en primera fila, desafiando a la muerte de forma continuada. Ejerció un «liderazgo heroico» al frente de sus soldados, como lo ha calificado John Keegan, lo que sin embargo le hizo cometer errores, ser herido en numerosas ocasiones y estar a a punto de morir, lo que habría conllevado el final de su sueño. Tenía la piel cubierta de cicatrices.

Fundó nuevas ciudades, arrasó otras y estableció relaciones de amistad con los vencidos y alianzas con los pueblos más poderosos. Fue el «prototipo del «conquistador mundial» (Bosworth), al que «en el don de mando nadie ha superado» (Hammond). Pero también el hombre capaz de eliminar sin piedad a sus rivales cuando fue asesinado su padre, Filipo, «con o sin el concurso de la larga mano de Olimpíade ?su madre? y Alejandro» (Guzmán Guerra y Gómez Espelosín), lo que le valió la subida al trono con 20 años. Destruyó Tebas y redujo a cenizas Persépolis en venganza del incendio de Atenas, «un ultraje calculado con frialdad, infligido a un pueblo indefenso» (Bosworth). Y mató a allegados como Parmenión, el viejo compañero de Filipo, y su hijo Filotas, Calístenes, el cronista de su expedición, e incluso a Clito, que le había salvado la vida en la batalla de Gránico, y a quien atravesó con una lanza tras coger una borrachera, lo que parece era bastante habitual.

Sus espectaculares éxitos multiplicaron las ansias de gloria y la ambición desmedida que ya manifestaba de niño, cuando se lamentaba de que su padre no le iba dejar nada que conquistar a él, y eliminaron cualquier freno a su arrogancia. No se sabe si llegó a creerse un dios, pero hizo todo lo posible para sus súbditos le honraran como tal. A su muerte a los 32 años ?de malaria o quizá envenenado?, su imperio se derrumbó como un castillo de naipes y su familia fue exterminada. Pero su reinado marcó el final del imperio persa y de la civilización griega, cuyo modelo era Atenas. Unió Oriente y Occidente bajo un mismo cetro, instauró la monarquía universal, que sólo Augusto volvería a edificar tres siglos después. Según Droysen, el primer historiador que se basó en un análisis minucioso de las fuentes, su muerte significó el fin de una época y el comienzo de otra.

Momentos difíciles

La relación de Alejandro con sus compatriotas también pasó por momentos difíciles, sobre todo al final de su vida. Muchos macedonios no le perdonaron que tras conquistar Persia adoptara las costumbres de los bárbaros, rechazaron la proskynesis o inclinación ante el soberano, que quería introducir el rey y sus compatriotas consideraban una humillación. «La ruptura dentre el rey y una parte de los macedonios de su ejército era muy real la víspera de su muerte», afirma Mossé. De hecho, un plante de sus soldados puso punto final a su marcha triunfal porque querían regresar a casa.

No se sabe con certeza cuál era su aspecto físico; aunque Bosworth dice que sus «rasgos suaves, casi eróticos, quedaban compensados por su expresión general de ferocidad». Era un joven con una expresión dulce en sus ojos y una mirada lánguida. No era alto, pero tenía una gran coordinación física, era muy veloz y resistente, pasaba de arrebatos de afecto y generosidad a paroxismos de rabia incontrolable. «No es extraño ?afirma Bosworth? que para los filósofos y retóricos de épocas posteriores se convirtiera en el estereotipo de la arrogancia vana y el engreimiento».

Su bisexualidad es muy probable que sea cierta. Hefestión era su «más íntimo amigo», por el que sentía «un profundo apego» (Hammond), y del que «más cerca estaba desde un punto sentimental y político» (Bosworth). Es casi seguro que también fue su amante. Cuando murió pudo dominar su dolor, su pena histérica, e hizo crucificar al médico Glauco, que curó a Hefestión. Se cortó el cabello en señal de duelo, permaneció en ayuno e inaccesible durante tres días, organizó suntuosos juegos funerarios y sacrificios con 3.000 artistas y atletas y le hizo adorar como un héroe.

En una ocasión, cuando la madre de su enemigo Darío le confundió con él, le dijo: «No te preocupes, éste es otro Alejandro».

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