"Quien ha
besado a
una
mujer ha
besado a
Helena
de Troya"
(Jorge
Luis
Borges)
Así
pues,
quedó
comprobado:
esa
historia
de
pasiones,
celos,
mezquindades,
gallardías
y honor,
sigue
teniendo
un
encanto
irresistible,
tres y
medio
milenios
después
de que
la
recopilara
y
contara
un
rapsoda
ciego
llamado
Homero.
Si me
permiten,
dos
anécdotas
personales
para
ilustrar
el
punto:
Primera:
Por una
de esas
absurdas
vueltas
del
surrealista
sistema
judicial
mexicano,
en el
que los
grandes
bandidos
andan
libres,
inventan
complots
y hasta
piden
indemnizaciones,
donde la
popularidad
en
encuestas
es
pretexto
para
intentar
zafarse
de la
Ley y un
pobre
diablo
que por
hambre
se roba
un
Gansito
del Oxxo
puede
terminar
en
prisión,
una
amiga
(que no
era
culpable
de
absolutamente
nada)
fue a
dar,
precisamente,
a la
cárcel.
Que era
inocente
lo
sabían
las
autoridades,
las
carceleras,
las
internas
y el
Arzobispo
de
Constantinopla…
lo cual,
entre
abogados
te veas,
le
importa
muy poco
a
nuestro
glorioso
sistema
legal.
Dado que
la
ergástula
(como la
llaman
los
chicos
de la
nota
roja) no
es un
ambiente
muy
seguro
que
digamos,
un grupo
de
vociferantes
amistades
solicitamos
que se
permitiera
a un
contingente
montar
guardia
por las
noches,
afuera
del área
de
seguridad
(o sea,
de este
lado de
las
rejas).
Las
autoridades
accedieron
(así
tendrían
la
conciencia),
con la
condición
de que
fueran
sólo dos
hombres
quienes
cumplieran
tan
fiera
encomienda.
Pues
bien:
ahí
donde
ven, su
servidor,
en
compañía
de un
artista
gráfico,
se fletó
varias
de esas
noches,
en
condiciones
que a
Federico
Fellini
le
habrían
parecido
escandalosamente
absurdas.
Por
supuesto,
ese tipo
de
noches
son
espantosamente
largas.
¿Cómo
matar el
tiempo?
Pues
como lo
hacía el
hombre
desde
que es
hombre:
contando
historias.
¿Y qué
historia
se puede
contar
que
valga la
pena en
tan
aviesas
condiciones?
Bueno,
dadas
las
circunstancias,
uno
tiene
que
echar
mano a
lo
mejorcito
del
repertorio.
Así que,
durante
varias
noches,
nos
entretuvimos
narrando
la
historia
más
antigua
de
Occidente,
la más
hermosa
y la que
nos
habla
más
directamente
a
quienes
descendemos
de la
cultura
mediterránea
y
hablamos
un
idioma
derivado
del
latín:
la que
inicia
con la
maldición
de la
casa de
Príamo y
que nos
lleva de
la mano
por la
supervivencia
de
Paris,
el rapto
de
Helena,
la
cólera
de
Aquiles,
la ruina
de Ilión,
el
regreso
de
Odisea a
Ítaca…
los
numerosos
y
vibrantes
relatos
que
giran en
torno de
la
Guerra
de
Troya,
la más
famosa
que en
el mundo
ha
habido.
Lo
interesante
es que
el
auditorio
creció
con el
tiempo.
Y cuando
de
repente
desvariaba,
yéndome
por otro
lado
para
viborear
a algún
conocido
o algo
por el
estilo,
no
faltaba
una
cautiva
que,
desde
otra
celda,
nos
reconvenía
para que
volviéramos
al
grano:
“¡Sígale
con lo
del dios
ése!”
Así
pues,
quedó
comprobado:
esa
historia
de
pasiones,
celos,
mezquindades,
gallardías
y honor,
sigue
teniendo
un
encanto
irresistible,
tres y
medio
milenios
después
de que
la
recopilara
y
contara
un
rapsoda
ciego
llamado
Homero.
Segunda:
Cada vez
con más
frecuencia
me topo
con
gente de
apariencia
cuarentona,
con pelo
igual de
escaso
que el
de un
servidor
y alegre
pancita,
que
primero
me tutea
y luego
procede
a
abordarme
con la
misma
horrísona
pregunta:
“¿A que
no te
acuerdas
de quién
soy?”
Dado que
llevo 27
años de
maestro
y he
tenido
varios
miles de
alumnos,
estarán
de
acuerdo
en que
es una
interrogante
sumamente
injusta;
sobre
todo si
el
desconocido
fue mi
discípulo
en la
Preparatoria
Carlos
Pereyra
hace un
cuarto
de siglo
y en
aquel
entonces
sí tenía
pelo, no
portaba
lentes,
no se
había
divorciado
dos
veces y
era un
espinilludo
que no
podía
hilar
dos
ideas
seguidas
ni
aunque
la
salvación
de su
alma
inmortal
dependiera
de ello.
Luego de
aclarar
que no
tengo el
deber de
reconocer
a
alguien
que he
dejado
de ver
durante
más de
veinte
años,
los
interfectos
suelen
presentarse
y
recordarme
quiénes
fueron
los más
desmadrosos
de su
generación
(que son
de los
que uno
se
acuerda
por lo
general).
Uno dice
“¡Ah,
claro!”
(a veces
sinceramente)
y
procede
a
comentar
lo mucho
que ha
pasado
el
tiempo y
asuntos
de
profundidad
semejante.
Pero
aunque
muchas
otras
cosas se
hayan
borrado
de las
respectivas
memorias,
una
buena
parte de
quienes
pertenecieron
a las
nueve
generaciones
que tuve
en
Pereyra
suelen
despedirse
con
estas
haladas
palabras:
“Todavía
me
acuerdo
de La
Ilíada”…
Y es que
en esos
entonces
le
dedicábamos
varios
meses a
estudiar
los
clásicos
griegos,
tomando
como
base “lo
ocurrido
en Ilión”.
Y se
acuerdan
no tanto
por el
tiempo
invertido
(¿quién
recuerda
las
identidades
trigonométricas
que
estudió
durante
un arduo
semestre?)
o lo que
un
servidor
le haya
echado
de
ganas:
sencillamente
es una
historia
que no
se puede
dejar;
ni, por
lo
visto,
olvidar.
Todo lo
cual
viene a
cuento
por el
reciente
estreno
de una
adaptación
fílmica
de tan
sobada y
resobada
historia.
No nos
detendremos
mucho en
la
película
en sí
misma.
Sino en
lo que
representa,
precisamente,
la
narración
más
antigua
de
Occidente.
“Troya”
es una
adaptación
competente
de una
historia
más bien
compleja,
lo que
ya es
mucho
decir.
Brad
Pitt
(Aquiles)
demuestra
que
puede
actuar y
Peter
0’Toole
(Príamo)
enseña
cómo se
debe
actuar.
Orlando
Bloom
(Paris
Alejandro)
vuelve a
arrancar
suspiros
del
público
femenino
y a
sacarle
jugo a
su facha
de niño
bueno
que tan
bien le
funcionó
con
Légolas
(para
colmo,
en esta
película
también
resulta
arquero.
Al rato
va a
salir de
Diana la
Cazadora
o de
Guillermo
Tell).
Las
escenas
de las
batallas
son
suficientemente
creíbles
y la
pelea
entre
Héctor
(Eric
Bana) y
Aquiles
es de
las
mejor
coreografiadas
que he
visto.
La
Helena
que ahí
aparece
(Diane
Kruger)
quizá no
sirviera
de
excusa
para
mover al
mundo a
la
guerra,
pero
ciertamente
está
como
para
ameritar
algo más
que un
pleito
de
cholos.
Y algo
que hay
que
reconocerle
a los
guionistas
y que
requirió
buenas
dosis de
imaginación:
que
dejan
fuera a
dioses,
potestades
sobrehumanas
y
circunstancias
mágicas,
para que
todos
los
personajes
sean
tipos de
carne y
hueso:
Aquiles
no es
invulnerable,
ni Paris
es
salvado
por una
nube
durante
su
agarre
con
Menelao
(escena
que en
Pereyra
solía
arrancar
sonoras
y quizá
justas
rechiflas),
ni Apolo
desata
la peste
sobre
los
aqueos
por
andar
agandallando
sacerdotisas
(cuyas
identidades
son
cambiadas
en esta
versión,
lo que
en
cierta
forma
debilita
la
trama).
Todo el
argumento
se basa
en
circunstancias
puramente
humanas.
En lo
personal,
me
hubiera
gustado
que
aparecieran
los
dioses
griegos,
que
según
Homero
eran
igual de
bribones,
borrachos
e
infieles
(y por
tanto,
amenos)
que los
hombres.
Pero
esta
propuesta
funciona
y hasta
ahí le
dejamos.
Pero en
donde
quizá
los
guionistas
estiraron
más el
argumento
fue en
lo
relacionado
a la
duración
de la
guerra:
ésta
parece
peleada
por
Schwarzkopf,
liquidada
en una
semana o
por ahí…
siendo
que “La
Ilíada”
narra 54
días del
décimo
año de
la
guerra.
Sí, leyó
usted
bien.
Cuando
empieza
esa
primera
obra
maestra
de la
literatura
occidental,
los
griegos
ya
llevan
más de
nueve
años
sitiando
Troya;
Aquiles
(se lo
imaginarán)
está ya
hasta el
tremolante
casco de
lo
pesado y
payaso
que es
Agamenón
y todo
el mundo
lo que
quiere
es que
se
termine
cuanto
antes un
asunto
tan
absurdo
para
regresar
a casa.
Todo lo
ocurrido
antes
(los
pactos,
el
rapto) y
todo lo
que
sucede
después
de los
funerales
de
Héctor y
Patroclo
(sí,
incluido
lo del
equino
de
madera)
no se
cuenta
en “La
Ilíada”.
Homero
suponía
que eso
ya se lo
sabían
sus
contemporáneos
y que
estaba
más
comentado
que los
amores
de
Chayito.
A él le
interesaba
narrar
sólo un
episodio
(la
cólera
de
Aquiles,
que en
realidad
son dos
berrinches)
de la
guerra.
Y luego,
en otra
obra, se
destapó
contando
las
aventuras
del
regreso
a la
patria
del
ingenioso
al que
se le
ocurrió
la
artimaña
del
mentado
caballo
(que es
de lo
que se
trata
“La
Odisea”
).
No
sabemos
bien a
bien si
realmente
hubo una
Guerra
de
Troya.
Como
tampoco
sabemos
si las
ruinas
de Troya
V (en el
sitio
explorado
por
Schliemman
hay
siete
ciudades,
una
sobre
otra),
que
presentan
huellas
de
incendio,
son los
restos
del
reino de
Príamo.
Ni
tampoco
cuándo
ocurrió
el
conflicto,
si en
efecto
ocurrió.
Lo que
tenemos
es una
larga y
copiosa
tradición
oral,
los
poemas
homéricos,
y no
pocas
tragedias
y otras
obras de
menor
aliento
referidas
al
asunto.
Todo lo
cual,
como
decíamos,
constituye
la
historia
más
antigua
e
influyente
de
Occidente.
Y se
nota.
Y es que
la saga
troyana
sigue
cautivándonos
por
varios
motivos:
primero
que
nada,
porque
los
personajes
están
nítidamente
dibujados
y
podemos
identificar
cualidades
y
defectos
eternos
en cada
uno de
ellos.
Príamo
es el
padre
justo
pero
consentidor,
capaz de
arriesgar
todo por
proteger
a sus
vástagos.
Héctor
es el
hombre
noble,
decente
y leal,
a quien
cualquiera
desearía
tener de
amigo y
encargarle
con
plena
confianza
las
arracheras
para la
carne
asada
(lo que
no se
merecen
muchos
mortales).
Aquiles
es el
soberbio
violento,
que no
sabe
bien a
bien qué
quiere y
que
atropella
a
quienes
tiene
delante
por obra
y gracia
de su
mera
fuerza.
Agamenón
es el
poderoso
sangrón,
que se
siente
“políticamente
indestructible”
(si está
alfabetizado,
Andrés
López
debería
leer los
clásicos
y
aprendería
lo que
pasa por
andar de
hocicón)
y pasa
por
encima
de
todos.
Andrómaca,
la mujer
de
Héctor,
es el
prototipo
de
esposa y
madre
bondadosa,
aguantadora
y que
jala con
su viejo
para
donde
sea y
como
sea… En
fin,
podríamos
seguirle
y no
acabaríamos.
Y claro,
la saga
completa
es todo
un
costal
de
aventuras,
intrigas,
celos,
traiciones,
salvajadas,
amistades
ejemplares
y
anécdotas
que, de
una u
otra
forma
son
parte
del
imaginario
colectivo
de
Occidente…
colándose
incluso
a los
cuentos
infantiles.
Cuando
los
Hermanos
Grimm
ponen a
una
bruja
envidiosa
aventando
una
manzana
en el
bautizo
de la
futura
Bella
Durmiente,
evento
al que
no había
sido
invitada,
no hacen
sino
plagiarse
una
parte
del
Juicio
de
Paris,
escena
que ya
había
sido
contada…
unos 30
siglos
antes.
Total,
que es
justo y
bueno
que esta
película
nos
recuerde
nuestras
raíces
culturales
y quizá
suscite
el
interés
de los
jóvenes
por
conocerlas.
En vista
de lo
estupidizados
que los
tiene el
Big
Brother,
cualquier
empujón
resulta
bienvenido.
Consejo
no
pedido
para
sentirse
todo un
mirmidón:
Escuche
la ópera
“Electra”
, de
Richard
Strauss,
la
gruexex
sobre lo
que le
pasa
realmente
a
Agamenón.
Lea
“Ulises
y
Penélope”,
de Inge
Merkel,
novela
sobre el
héroe,
su
mujer,
la
aventura
odiséica
y esa
otra
aventura
más
compleja
que es
el
matrimonio
y vean
“Ifigenia”
(1979),
con
Irene
Papas,
sublime
y
exquisita
adaptación
de la
leyenda
sobre
por qué
Agamenón
era
odiado
por todo
mundo…
en
especial
por
Aquiles,
a quien
le jugó
cubano y
por su
esposa
Clitemnestra,
quien lo
va a
estar
aguardando
con el
cuchillo
cebollero
hasta su
regreso. |