A la
epopeya
griega
no le
ha ido
tan
bien
en la
pantalla
como a
la
bíblica
y a la
romana.
Ahora,
con
una de
sus
máximas
estrellas
en el
papel
de
Aquiles
(Brad
Pitt),
el
guiño
clásico
de
Peter
O’Toole
como
Príamo
y el
incendio
en
exteriores
más
grande
desde
Lo que
el
viento
se
llevó
Hollywood
intenta
revertir
eso.
Pero
al
margen
de los
diálogos
cursis,
los
interiores
de
boite,
las
licencias
escandalosas
en la
trama
y
hasta
la
aparición
de
cuadrúpedas
llamas
sudamericanas
en la
Grecia
del
1200
a.C.,
la
Troya
de
Wolfgang
Petersen
revisita
la
guerra
más
famosa
de
Occidente
en un
momento
en el
que
otros
imperios
hacen
arder
otras
ciudades.
La
Guerra
de
Troya,
la
primera
de la
literatura
occidental,
conoció
innumerables
versiones
desde
que
Homero
compuso
en el
siglo
octavo
a. C.,
cuatro
después
de los
hechos,
los
poemas
épicos
la
Ilíada
y la
Odisea.
Los
trágicos
posteriores
se
ocuparon
de
aspectos
parciales
de la
guerra,
como
Esquilo
en su
Agamenón,
Sófocles
en
Ayax y
Eurípides
en Las
Troyanas;
en la
Roma
de
Augusto,
Virgilio
compondrá
la
Eneida,
y
Benoit
de Ste.
Maure,
en la
Edad
Media
europea,
el
Roman
de
Troie;
el
Renacimiento
tendrá
a
Troilo
y
Crésida
en dos
versiones
(el
poema
de
Chaucer
y la
obra
de
Shakespeare)
y de
ahí en
adelante
una
cantidad
de
traducciones
que en
algunos
casos
(como
la
Ilíada
de
Pope)
pueden
considerarse
versiones
nuevas.
En el
siglo
XX,
para
bien o
para
mal,
el
género
épico
pasa
de la
literatura
al
cine y
los
poemas
de
Homero
reaparecen
en la
muy
temprana
La
caída
de
Troya
(Giovanni
Pastrone,
1910),
Elena
de
Troya
(Robert
Wise,
1955)
y
finalmente
la
recién
estrenada
Troya,
la
película
de
Wolfgang
Petersen,
con
Brad
Pitt
en el
papel
de
Aquiles.
En el
cine,
en
general,
a la
epopeya
griega
no le
ha ido
tan
bien
como a
la
bíblica
y
romana
(la
tragedia
griega,
en
cambio,
ha
dado
películas
valiosas
como
Edipo
rey
–1967–
de
Pasolini
o Las
troyanas
–1972–
e
Ifigenia
–1977–
de
Michael
Cacoyannis).
Para
cada
época,
la
Guerra
de
Troya
y los
héroes
que
tomaron
parte
en
ella
han
tenido
un
sentido
distinto:
modelo
de
valor
guerrero
y
sabiduría
para
Homero,
de
virtud
moral
para
Virgilio,
del
honor
caballeresco
y amor
cortés
en las
versiones
medievales
y en
Chaucer,
de
rapiña
destructiva
y
ausencia
de
toda
honra
en la
nihilista
obra
de
Shakespeare...
¿Qué
sentido
puede
tener,
a
principios
del
siglo
XXI,
una
película
sobre
este
tema?
¿Para
qué
(fuera
de
ganar
dinero,
claro)
hacerla?
La
película,
por
una
parte,
se
toma
un
gran
trabajo
de
reconstrucción.
Bob
Ringwood,
el
director
de
vestuario,
nos
asegura
que
“recorrimos
el
mundo
para
comprar
los
tejidos
y a
menudo
fueron
telas
fabricadas
del
mismo
modo
que
hace
3000
años.
Tuve
aproximadamente
a
ciento
cincuenta
personas
trabajando
para
mí e
inclusive
alrededor
del
mundo,
en
Irak,
Turquía,
India,
Sri
Lanka
y
China”
(el
dato
podría
interesarle
a
Naomi
Klein).
Pero
esta
familiaridad
es en
sí
misma
sospechosa.
Hay un
look
que a
fuerza
de
macerado
en las
películas
del
primer
cine
mudo y
luego
en las
grandes
épicas
al
estilo
Cecil
B. De
Mille
(cuyo
fantasma
vive
en
Troya),
hemos
terminado
por
aceptar
como
“lo
antiguo”,
que
más o
menos
aplana
las
diferencias
entre
griegos,
romanos
y
hebreos,
al
punto
que el
género
ha
recibido
la
etiqueta
general
de
“sword
and
sandal”
(espadas
y
sandalias).
Pero
si
algo
puede
dar
verismo
a una
recreación
de la
antigüedad
pagana
es la
sensación
de
radical
ajenidad,
como
la
alcanzada
por
Pasolini
en
Edipo
rey y
por
Fellini
en su
Satiricón,
películas
que
parecen
transcurrir
no en
la
Grecia
o Roma
antiguas
sino
en
Marte
(y sin
pedir
tanto,
la
escandalosa
propuesta
de Mel
Gibson
de
hacer
una
película
mainstream
en
latín
y
arameo
apunta
en la
misma
dirección).
En
Troya
el
criterio
parece
ser la
combinación
de
autenticidad
y
familiaridad,
lo que
suele
resolverse,
en la
práctica,
como
fidelidad
a la
idea
que
tenemos
de
Grecia,
Roma o
el
paisaje
bíblico,
y que
ha
dado
resultados
como
las
maquetas
escolares
animadas
de
Gladiator
o, por
estas
costas,
el
parque
temático
“Tierra
Santa”.
El
desafío
del
diseño
de
producción
de
Troya,
afirma
Nigel
Phelps,
su
encargado,
fue el
de
“darle
calidad
épica;
pero
luego
de
investigar
llegué
a la
conclusión
de que
en
aquella
época
todo
era en
pequeña
escala,
y como
en el
año
1200
a. C.
las
culturas
prominentes
eran
la de
los
griegos
y los
egipcios,
decidí
combinar
el
arte
de los
habitantes
de
Micenas
con la
gran
escala
de las
formas
egipcias,
y
resultó
un
nuevo
vocabulario
que
reunía
los
requisitos
de una
película
épica”.
El
resultado,
en los
exteriores,
no
avanza
demasiado
sobre
las
epopeyas
hollywoodenses
de los
años
20
(que,
conscientes
de su
artificialidad,
se
tomaban
todas
las
libertades)
y da
al
interior
de los
templos
troyanos,
por
ejemplo,
un
aspecto
de
discoteca
o de
telo
temático.
En
cambio
el
caballo,
si
bien
les
terminó
saliendo
medio
feúcho,
responde
al
menos
a un
concepto
acertado:
lo
arman
medio
a la
que te
criaste,
con
pedazos
quemados
de los
barcos,
que es
como
pudo
haber
sucedido
(menos
feliz
es el
momento
en que
Ulises
experimenta
su
eureka:
cuando
ve un
soldado
que
talla
un
caballito
de
juguete
“para
mi
hijo
que
quedó
en
casa”).
En
medio
de
tanto
tesón
y
tanto
gasto
dedicados
a
recrear
el
verosímil
histórico
–un
ejemplo
más:
para
las
escenas
filmadas
en
México
importaron
a 250
atletas
búlgaros,
porque
daban
mejor
el
tipo
mediterráneo–,
la
única
nota
discordante
la
aportan
las
llamas
cargadas
que
aparecen
en una
de las
tomas
de la
ciudad
de
Troya,
que
hacen
que
por un
momento
el
espectador
no
fumado
o
empepado
se
pregunte
si no
se ha
metido
en la
sala
equivocada.
Resulta
por lo
menos
difícil
explicarse
la
presencia,
en la
Grecia
del
1200
a. C.,
de los
circunspectos
camélidos
sudamericanos
(aunque
es de
notar
que a
las
llamas,
que
como
sus
primos
los
camellos
son
por
naturaleza
unos
bichos
muy
cool,
se las
ve
bastante
aclimatadas).
Se me
ocurren
por el
momento
las
siguientes
hipótesis:
a) es
un
chivo
(valga
el
contrasentido)
o
propaganda
subliminal
de la
famosa
“llama
que
llama”;
b) se
escaparon
de un
set
vecino
donde
estaban
filmando
Pizarro!
o Los
últimos
días
de
Machu
Picchu;
c)
algún
responsable
del
diseño
de
producción,
de
origen
hispano,
leyó
los
poemas
originales
en
español,
y
encontrándose
con
frases
como
“las
llamas
arrasaron
la
ciudad”,
“los
guerreros
griegos
recorrieron
la
ciudad
en
llamas”
o
incluso
“pronto
Troya
fue
devorada
por
las
llamas”,
cayó
en la
trampa
de la
homonimia.
La
madre
de
todas
las
perversiones,
como
suele
suceder,
anida
en el
guión,
encargado,
vaya
uno a
saber
por
qué,
al más
o
menos
novato
David
Benioff,
autor
de la
novela
La
hora
veinticinco
y de
su
adaptación
cinematográfica
–una
de las
películas
más
flojas,
y
sobre
todo
menos
convincentes,
de
Spike
Lee–.
No es
tanto
por
las
licencias
guarangas
que se
toma
con la
trama,
que
por
mencionar
sólo
algunas
incluyen
la
muerte
de
Menelao
a
manos
de
Héctor,
la
muerte
de
Agamenón
a
manos
de
Briseida
y la
de
Aquiles
en sus
brazos,
mientras
Troya
arde.
De
hecho,
alguna
de
ellas
resulta
hasta
simpática
–Paris
entregándole
la
espada
de
Troya,
emblema
de la
continuidad
de la
raza,
a un
joven
que
huye
de la
ciudad
en
llamas
(de
fuego)
cargando
a su
anciano
padre,
y que
responde
“Eneas”
cuando
se le
pregunta
el
nombre.
¿Todos
estos
cambios
serían
lo de
menos
si se
respetara
“el
espíritu
del
original”?
(La
frase
se usa
mucho,
pero
nadie
sabe
bien
qué
quiere
decir.
Probemos.)
Para
empezar,
la
Ilíada
es
cualquier
cosa
menos
romántica.
Si al
principio
Agamenón
y
Aquiles
discuten
por la
esclava
(en la
Ilíada
son
dos,
Briseida
y
Criseida,
pero
siempre
da la
sensación
de que
sobra
una)
no es
por
amor:
lo
mismo
podrían
discutir
por un
escudo
(como
sucederá
con
las
armas
de
Aquiles
muerto,
entre
Odiseo
y Ayax)
o una
palangana
de
plata.
Lo que
está
en
juego
es el
valor
material
del
botín
de
guerra
y,
también,
su
valor
simbólico
como
reconocimiento
de la
areté
o
excelencia
guerrera.
Una
mujer
como
Briseida
–una
esclava–
puede
ser
motivo
de
disputa
entre
dos
hombres
en la
Ilíada
del
mismo
modo
que la
Juliana
lo es
en “La
intrusa”
de
Borges.
Y si
bien
la
pelea
por
Briseida
es
ocasión
del
único
chiste
bueno
de la
película
(Agamenón,
cuando
le
piden
que
devuelva
a la
virgen
de
Apolo
intacta,
aclara:
“Yo no
la
toqué...
Se la
pasé a
los
hombres”),
la
secuencia
de
Brad
Pitt,
el
otrora
implacable
Terminator
griego,
recorriendo
la
ciudad
incendiada
en
busca
de su
amada,
para
finalmente,
atravesado
por
las
flechas,
morir
en sus
brazos
diciendo
“me
diste
la paz
en una
vida
de
guerra
constante”
es
chonga
a
decir
basta.
Si de
alguien
estaba
enamorado
Aquiles
en la
Ilíada,
fuera
de sí
mismo,
era de
Patroclo,
que el
guión
de
esta
película
convierte
apenas
en un
primito
joven
y
protegido.
Así,
Petersen
también
se
priva
de
algo
que le
podría
haber
ganado
los
aplausos
de la
crítica
políticamente
correcta
y, lo
que es
más
importante,
hubiera
en
parte
justificado
la
existencia
de su
versión:
activar
la
subtrama
gay
del
poema,
algo
que en
una
película
mainstream
como
ésta
no
podía
hacerse
hasta
hace
unos
años,
hubiera
introducido
una
diferencia
con lo
hecho
por
todos
los
predecesores.
Pero
sería
injusto
acusar
a
Holly-wood
de
haber
trasgiversado
el
poema
de
Homero,
cuando
Occidente
no ha
estado
haciendo
otra
cosa
desde
hace
tres
milenios;
y en
cuanto
a
traicionar
el
“espíritu”,
esto
ha
sido
hecho,
antes,
con
excelentes
resultados.
Quizás
el
mejor
ejemplo
sea la
versión
de
Shakespeare,
que
escribe
su
Troilo
y
Crésida
en una
época
en que
debía
estar
harto
tanto
del
amor
como
de la
guerra,
en la
literatura
y
quizá
también
fuera
de
ella.
El
troyano
Troilo
se
enamora
de
Crésida
con el
amor
más
puro e
idealizado,
y
decide
servirla
como
su
dama,
lo que
no le
impide
contratar
los
servicios
del
celestino
Pándaro
y
acostarse
con
ella
todas
las
noches
en
secreto;
pero
Crésida
(una
mezcla
de
Criseida
y
Briseida,
que
siempre
terminan
confundiéndose)
sirve
de
prenda
de
intercambio
y es
entregada
al
griego
Diómedes,
que
enseguida
la ve
como
lo que
es,
una
putita
más, y
así la
trata,
y
enseguida
se la
gana.
Nadie
se
salva:
Menelao
es un
patético
cornudo,
Paris
y
Helena
dos
perversos
bon
vivants,
Agamenón
es un
maquinador
inescrupuloso
y
astuto
y
Héctor
muere
a
manos
de
Aquiles
pero
no en
singular
combate:
encontrando
en
plena
batalla
una
armadura
más
vistosa
se
saca
la
suya y
en ese
momento
es
sorprendido
por
Aquiles
y su
patota,
quienes
tras
reírse
de su
petición
de
esperarlo
mientras
vuelve
a
armarse
lo
achuran
sin
más
trámite.
Shakespeare
se
embarca
en una
inversión
radical
del
espíritu
épico-heroico
que la
Ilíada
representaba,
y su
perversión
de
ella
está
animada
por un
asco
sincero
y
sistemático.
Que es
lo que
uno no
termina
de
entender
con la
Troya
de
Petersen:
¿Qué
le
pasa a
este
hombre
con su
película?
¿Para
qué la
hace?
Los
motivos
para
hacer
una
película
épica
no
tienen
por
qué
ser
los
mejores:
Griffith
quería
echarles
la
culpa
a los
negros
de
todos
los
males
de
EE.UU.,
Mel
Gibson
aderezar
la
alicaída
fe
cristiana
con el
condimento
de la
culpabilidad
judía
en la
Crucifixión.
Con
todo
lo que
tienen
de
reprehensibles
desde
el
punto
de
vista
moral
e
ideológico,
estas
actitudes
son
artísticamente
más
productivas
que
vaguedades
como
esta
declaración
del
director:
“Nuestra
historia
habla
de la
esencia
de la
humanidad.
No es
una
historia
de
extremos,
blanco
o
negro.
No se
trata
de los
tipos
malos
y los
buenos.
Eso es
demasiado
antiguo”...
(¿No
le
habrán
avisado
a
Petersen
del
estreno
de El
señor
de los
anillos,
por
casualidad?)
“Esta
historia
es
moderna
en
cuanto
trata
de la
realidad
del
drama
humano.
Cuanto
más
compleja
e
interesante
es la
vida,
tanto
más
trágica.”
Lo más
logrado
son
las
escenas
de
batalla,
que
finalmente
son
las
que
llenarán
las
salas,
sobre
todo,
la
manera
en que
lucha
Aquiles,
que
debía
ser
diferente
a la
del
resto
de los
mortales.
En ese
sentido,
la
mejor
es la
pelea
inicial
entre
Aquiles
y el
gigante
Boagro,
con un
eco
bíblico
de
David
y
Goliat
que
quizás
hubiera
sido
más
fuerte
si a
Brad
Pitt
no lo
hubieran
inflado
tanto:
su
fortaleza
física
es más
convincente
en la
versión
flaca
y
fibrosa
a lo
Bruce
Lee,
como
se
explota
en El
club
de la
pelea
y
Snatch.
Acá
trabajaron
muy
duro
en
convertirlo
en
patovica,
quizás
inevitablemente,
dada
la
descripción
de los
héroes
homéricos
y la
tradición
hollywoodense
del
coloso
de la
Antigüedad
clásica
–recordemos
que en
el
Hollywood
de la
época
de oro
los
patovicas
se
reservaban
sobre
todo
para
el
género
espadas
y
sandalias,
desde
el
Maciste
de
Cabiria
hasta
los
gladiadores
de
Victor
Mature,
cuya
entera
producción
bíblica
y
grecorromana
se
justifica
en uno
de los
mejores
chistes
de
Groucho
Marx:
“Jamás
iría a
ver
una
película
en la
cual
los
pechos
de la
estrella
masculina
fueran
más
grandes
que
los de
la
femenina”.
En lo
actoral
Brad
Pitt,
que ha
demostrado
ser
capaz
de
más,
no
logra
ponerse
a la
altura
de las
pasiones
homéricas:
la
cólera
de
Aquiles
se
vuelve
mera
petulancia.
Es
comprensible
que no
se
hayan
animado,
aunque
de
todos
modos
se
extraña,
a la
escena
homérica
en que
Héctor,
viendo
a
Aquiles
cernirse
sobre
él,
larga
todo y
sale
corriendo,
dando
tres
veces
la
vuelta
a las
murallas.
Sin la
exacta
explicación
de
Borges
(“el
pudor
estoico
no
había
sido
aún
inventado
y
Héctor
podía
huir
sin
desmedro”),
quizá
no
hubiera
resultado
aceptable.
Eric
Bana,
que en
la
australiana
Chopper
mete
pánico,
compone
un
Héctor
buenazo,
Julie
Christie
y
Peter
O’Toole,
respectivamente,
una
Tetis
y un
Príamo
de
taquito,
y
Orlando
Bloom,
después
de
hacer
de
Legolas
en El
señor
de los
anillos
y de
Paris
(que,
recordemos,
es el
que le
acierta
a
Aquiles
en el
talón)
parece
condenado
a
hacer
de
arquero
por el
resto
de sus
días
(búsquenlo
en la
próxima
Robin
Hood).
Helena
de
Troya
sale
mal
parada,
no
tanto
en
belleza
física
–Diane
Kruger
es
hermosa,
aunque
tan
aria
que
parece
que el
casting
lo
hubiera
hecho
Leni
Riefenstahl–
sino
en la
concepción
del
personaje.
Porque
de
Homero
en
adelante
siempre
se
percibió
que
había
algo
siniestro
en una
mujer
que
podía
causar
una
guerra
de
diez
años y
la
muerte
de
miles
de
hombres.
La
Helena
de
Homero
es por
momentos
una
verdadera
perra
de la
Antigüedad
clásica,
como
cuando
Paris,
que
viene
escapando
del
duelo
con su
esposo
Menelao,
intenta
meterse
en la
cama y
ella
lo
recibe
con un
“así
que
volviendo
del
campo
de
batalla.
¡Y yo
que
esperaba
que
cayeras
ante
el
gran
guerrero
que
alguna
vez
fue mi
esposo!
Te
gustaba
vanagloriarte
de ser
mejor
soldado
que el
gran
Menelao...
¿Por
qué no
volvés
entonces
y lo
desafiás
de
nuevo?”.
Irene
Papas,
la
Helena
del
film
Las
troyanas,
es una
fiera
enjaulada,
una
gata
que
siempre
cae
sobre
las
cuatro
patas,
que
los
guardias
deben
proteger
para
que
las
troyanas
cautivas
no la
destrocen
con
sus
manos;
la de
Shakespeare
una
cocotte,
una
especialista
en la
seducción
y la
provocación
que
hubiera
calzado
como
un
guante
en la
piel
de
Louise
Brooks
o
Marlene
Dietrich.
Diane
Kruger
considera
que la
Helena
de
Homero
“es
vana y
no muy
simpática,
ya que
hace
muchas
cosas
en
beneficio
propio”.
La
suya,
en
cambio,
“ha
sido
forzada
a
casarse
con
alguien
que no
ama, y
los
espectadores
entenderán
lo que
le
pasa y
compartirán
sus
sentimientos.
Cuando
Paris
se
encuentra
con
ella
queda
impresionado
no
sólo
por su
belleza
también
sino
por su
soledad.
Creo
que
cuando
ella
encuentra
a
Paris
su
vida
comienza”.
Esta
concepción
resulta
en
diálogos
como
el
siguiente,
menos
dignos
de
Paris
y
Helena
que de
Doris
Day y
Rock
Hudson.
Él:
“Anoche
no
estabas
tan
arisca”.
Ella:
“Anoche
fue un
error”.
Hay
algo
que
Helena,
ángel
o
demonio,
siempre
fue,
en
todas
las
versiones
hasta
ésta:
una
semidiosa,
una
diva,
la
primera
estrella
de
Hollywood
de la
literatura.
Reducirla
a la
estatura
de una
esposa
maltratada
es
como
sugerir
que
con
una
buena
terapia
de
pareja
la
Guerra
de
Troya
podría
haberse
evitado.
En
cuanto
a las
simpatías
morales,
la
película
parece
honrar
la
concepción
de
Homero,
que
dedica
igual
atención
y
compasión
a
griegos
y
troyanos,
que
además
son lo
bastante
parecidos
culturalmente
para
que
sea
hasta
cierto
punto
indiferente
cuál
pierda
y cuál
gane
(el
“otro”,
para
los
griegos,
eran
los
bárbaros,
los
asiáticos,
los
persas
sobre
todo
–la
victoria
de
ellos
implicaba
la
desaparición
de
todo
lo que
constituía
su
identidad–).
En el
duelo
entre
Aquiles
y
Héctor,
hasta
cierto
punto
uno
hincha
por
ambos.
Este
duelo
final
entre
dos
héroes
“buenos”,
además
de
genuinamente
homérico,
tiene
una
fuente
inesperada
en el
proyecto
anterior
de
Petersen,
quien
se
abocó
a
Troya
tras
abandonar
la
épica
Superman
contra
Batman.
Salvo
que el
cristianismo,
el
cine
de
Hollywood
y
otras
minucias
de la
historia
occidental
no han
pasado
en
vano,
y
aunque
los
dos
héroes
y sus
ejércitos
sean
igualmente
buenos,
hay
que
buscar
el
malo
por
algún
lado,
y los
responsables
de la
película
lo
encuentran
en
Agamenón.
Si uno
quisiera
tomarse
el
trabajo
de
relacionar
la
película
con la
política
actual,
Agamenón
debería
ser la
clave.
Forzando
la
lectura,
la
película
sería
políticamente
correcta
al
proponer
como
villano
a este
compulsivo
forjador
de
imperios,
que se
lanza
a
expandir
el
suyo
usando
como
trampolín
los
cuernos
de su
hermano
(como
Bush
usó a
las
dos
torres,
digamos).
Pero
cuesta
imaginarse
a
Petersen,
en la
próxima
entrega
de los
Oscar
(que
le
tocarán
sin
duda,
ahora
que El
señor
de los
anillos
no
está
para
amarrocarlos)
haciendo
el
papel
de
Michael
Moore
en la
ceremonia;
y en
su
película
la
condena
de la
ambición
y la
sed de
poder
es tan
general
e
universalmente
aplicable
que
termina
resultando
de una
inanidad
comparable
a la
de Mel
Gibson
gritando
“¡Libertaaaaaaaaaaaad!”
al
final
de su
Corazón
valiente.
Todas
estas
críticas
pueden
tomarse
de dos
maneras:
como
pura
condena
de los
resultados
alcanzados
por
Petersen,
lo
cual
no
sería
del
todo
justo;
o como
felicitación
por lo
bien
que le
ha ido
considerando
lo
difícil
y poco
exitosos
que
han
sido
hasta
ahora
los
intentos
de
llevar
la
epopeya
homérica
a la
pantalla,
lo
cual
tampoco
lo
sería
demasiado.
(Además,
debo
confesar
que la
Ulises
–1955–
de
Mario
Camerini,
con
Kirk
Douglas,
fue
una de
mis
favoritas
en los
Sábados
de
súper
acción
en el
blanco
y
negro
de mi
infancia.)
Todo
(los
interiores
de
boite,
los
acartonados
diálogos,
hasta
las
llamas)
sería
excusable...
salvo
una
cosa.
“Sin
un
héroe
encolerizado
–anota
E. R.
Curtius–,
o una
divinidad
colérica,
no hay
epopeya.”
Para
el
caso
específico
del
cine
épico,
habría
que
agregar
otras
dos
condiciones:
la
locura
del
director
y la
desmesura
de los
medios
empleados.
En el
cine,
el
espíritu
de la
epopeya
entra
en la
pantalla
cuando
la
realización
de la
película
fue,
también
ella,
épica,
cuando
el
director
se
propuso
una
tarea
superior
a sus
fuerzas:
el
cine
épico
se
lleva
peor
con
las
pequeñas
victorias
que
con
los
grandes
fracasos.
Griffith,
vilipendiado
por
glorificar
al Ku-Klux-Klan
en El
nacimiento
de una
nación,
contesta
a sus
“intolerantes”
críticos
con
las
cuatro
historias
simultáneas
(la
caída
de
Babilonia,
la
Pasión
de
Cristo,
la
Noche
de San
Bartolomé
y una
huelga
de
trabajadores
contemporánea),
los
sets
babilónicos
y las
escenas
de
masas
de
Intolerancia;
Abel
Gance
y su
Napoleón
de
seis
horas
(que
era
sólo
la
primera
parte)
y tres
pantallas;
Von
Stroheim
y su
Avaricia
de
diez
horas;
las
tres
partes
de
Iván
el
Terrible,
filmada
en
plena
guerra
y bajo
el ojo
avizor
de
Stalin,
que
llevaron
a
Sergei
Eisenstein
al
infarto;
Coppola
provocándole
uno a
su
actor
principal
el
primer
día de
filmación
y poco
a poco
perdiendo
el
control
de su
película
y de
sí
mismo
en las
junglas
filipinas,
mascullando
en
privado
“tengo
que
salirme
de
esto,
tengo
que
enfermarme
y
volver
a
casa”
(como
se ve
en el
magnífico
documental
sobre
la
filmación
de
Apocalypse
Now,
Hearts
of
Darkness);
La
puerta
del
cielo,
la
épica
del
oeste
de
Michael
Cimino,
que se
presupuestó
en
siete
millones
y
medio
y
terminó
costando
cuarenta
y
cuatro,
acabando
con su
carrera
y
hundiendo
a la
United
Artists;
Herzog
haciendo
pasar
un
barco
más
grande
que el
de la
verídica
historia
original,
y en
una
pieza,
por
encima
de una
montaña
amazónica,
y los
indígenas
empleados
en la
tarea
rebelándose
contra
el
director
y
quemando
las
instalaciones
en
Fitzcarraldo;
el
joven
Kenneth
Branagh
de
Enrique
V
lanzándose
a la
conquista
de
Hollywood,
con la
misma
temeridad
que su
héroe
a la
conquista
de
Francia;
las
idas y
vueltas
de
Scorsese
con su
Pandillas
de
Nueva
York;
Peter
Jackson
convirtiendo
a su
tierra
natal
en un
gran
set de
filmación
y a
toda
su
población
en
extras...
Hasta
Mel
Gibson,
en
Corazón
valiente
y La
Pasión
de
Cristo,
suple
con un
toque
de
megalomanía
mística
lo que
en
visión
artística
le
falta...
Esta
es la
madera
de la
que se
hacen
las
epopeyas
cinematográficas.
Frente
a
esto,
leamos
la
descripción
de
cómo
arde
Troya
según
Joss
Williams,
supervisor
de
efectos
especiales:
“Se
instalaron
miles
de
pies
de
caños
de
gas, y
se
conectaron
a
cinco
tanques
de gas
propano
escondido
en los
edificios
troyanos,
controlados
por
350
válvulas
individuales.
Ensayamos
el
incendio
durante
varias
semanas
antes
de
filmar,
porque
algo
siempre
puede
salir
mal, y
por
eso no
hubo
heridos
durante
la
filmación
de la
escena.
Fue el
incendio
en
exteriores
más
grande
desde
Lo que
el
viento
se
llevó.
Nuestro
fuego
era un
poco
diferente
porque
estaba
bajo
control
y
podíamos
apagarlo
si
queríamos;
el de
ellos
fue
prenderlo
y ver
qué
pasaba”.
Con
razón,
se
dice
uno al
recordar
las
escenas,
así es
difícil
que
los
extras
luzcan
muy
asustados.
Quizás
Troya
hubiera
alcanzado
el
sabor
de lo
épico
si
dejaban
que el
incendio
arrasara
con
todo,
y en
una
gran
apoteosis
final
el
director
se
inmolara
en su
propia
película,
ofreciéndose
a ser
pasto
de las
llamas.
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