El
azul
del
Mediterráneo.
El
dorado
de
los
arenales
que
dibujan
el
litoral.
Manchas
verdes
salpicando
un
horizonte
montañoso.
Y,
como
remate,
ruinas
bruñidas
por
el
tiempo.
Ampurias
y
Tarragona
recuerdan
al
viajero
que
la
costa
catalana
fue
la
puerta
por
la
que
entraron
griegos
y
romanos
en
la
Península. La escollera del muelle helenístico se
adentra
en el
mar
azul.
Sus
grandes
sillares
brillan
al sol
del
atardecer
mientras
el
mortero
de cal
que los
une
desde el
siglo I
antes de
Cristo
se
apresta
a
mantenerlo
en pie
un día
más. En
su
extremo,
un joven
permanece
de pie.
De
repente,
se lanza
a las
cristalinas
aguas
del
golfo de
Rosas.
Una
zambullida
en la
Historia
desde el
presente.
Un salto
que
descubre
el
privilegiado
emplazamiento
de esta
maravilla
arqueológica
que es
Ampurias.
La
Rambla
Nova de
Tarragona
convierte
su
rectilíneo
diseño
en una
invitación
al
paseo.
Un
paseo,
como en
tantas
pequeñas
capitales
de
provincia,
para ver
y ser
visto.
Sin
prisas.
Sólo
cuando
uno
llega al
final de
la
misma,
al
llamado
Balcón
del
Mediterráneo,
uno
descubre
lo que
realmente
esconde
la
ciudad
bajo esa
capa de
marchita
modernidad
que
dibujan
sus
edificios
y
calles:
Historia,
mucha
Historia,
más de
la que
deja ver
el
anfiteatro
que se
presenta
ante los
ojos.
Ampurias,
en la
provincia
de
Gerona,
y
Tarragona,
la
capital
de la
provincia
catalana
más
meridional,
no
engañan.
«Aquí
estuvieron
los
griegos
y los
romanos
mucho
antes
que
vosotros.
Y aquí
estamos
nosotros
para
recordárselo
a los
olvidadizos»,
se
aprestan
a decir
calladamente
sus
piedras.
Y no
mienten,
porque
ambas
ciudades
permitieron
a estos
dos
pueblos
asentarse
a
orillas
del
Mediterráneo,
del Mare
Nostrum,
para
comerciar,
pero
también
para
hacerse
eternos
con su
pétreo
legado.
Ampurias
es, de
las dos,
la que
se
encuentra
más al
norte y,
también,
la más
antigua.
Cuando
el
viajero
llega a
ella, lo
que ve
no es,
ni mucho
menos,
el
paisaje
que
recibió
a
aquellos
marineros
griegos
de
Masalia,
la
actual
Marsella,
que
desembarcaron
aquí
hacia el
año 600
a.C. en
busca de
un nuevo
asentamiento
más
próspero.
Y no
sólo
porque
los
modernos
edificios
de
apartamentos
y
viviendas
de la
cercana
L’Escala
se
empeñen
en afear
el
horizonte.
Los
cambios
han sido
mucho
más
profundos.
De
hecho,
cuando
los
primeros
helenos
arribaron
a la
amable
costa
del
golfo de
Rosas,
ésta
estaba
formada
por una
sucesión
de islas
y
lagunas,
y el río
Fluviá
vertía
sus
aguas
mucho
más al
sur de
lo que
lo hace
ahora.
Por
ello,
para su
primer
asentamiento
eligieron
un
islote.
TIERRA
FIRME.
Hoy
sobre
aquel
primer
asentamiento
se
levanta
la
iglesia
de Sant
Martí
d’Empúries
—un
templo
tardo-gótico
construido
seguramente
sobre
las
ruinas
de uno
griego—,
las
marismas
han
desaparecido
y la
tierra
firme se
ha
encargado
de
convertir
en un
paseo,
en lugar
de una
navegación,
el ir de
uno a
otra de
las dos
ciudades
que
levantaron
aquí los
colonos.
Sí, dos.
Porque
cincuenta
años
después
de que
fuera
fundado
el
primer
asentamiento,
los
griegos
decidieron
cruzar
la
estrecha
franja
de agua
que los
separaba
de la
costa y
se
asentaron
allí
para
continuar
la
expansión
de su
próspera
colonia.
Nacía
así
Emporion.
Pronto
ésta se
convirtió
en un
importante
centro
comercial
y
alcanzaría
su época
de
máximo
esplendor
en el
siglo
III
a.C.,
durante
la
segunda
Guerra
Púnica,
cuando
los
romanos,
con los
que
mantenían
excelentes
relaciones,
la
utilizaron
como
cabeza
de
puente
del
ejército
de
Cornelio
Escipión
para
ocupar
la
Península
y
combatir
a los
cartagineses.
A partir
de ese
momento,
Emporion
creció
con
murallas
ciclópeas,
templos
hermosos,
plazas
amplias,
cisternas...
Construcciones
de
blanca
piedra
que
recorre
el
viajero
actual
con
asombro.
No es
para
menos.
Casas de
planta
rectangular
y base
de
piedra
surgen
ante
nuestros
pasos.
La
estatua
del dios
griego
Asklepios
—una
copia,
porque
el
original
está en
el Museo
de
Arqueología
de
Cataluña—
recuerda
con su
magnífico
porte
que a él
acudían
los
marineros
a pedir
la
sanación,
incluso
cuando
los
romanos
le
rebautizaron
como
Esculapio.
Los
bermejos
filtros
del
agua,
tan
esbeltos
que
recuerdan
a los
tubos de
un
órgano
eclesial,
hablan
de lo
avanzado
de sus
habitantes.
Y los
restos
de sus
tiendas
rememoran
su
vocación
de
mercado
abierto
al mar.
A partir
del
siglo I
a.C., el
campamento
militar
romano
que se
había
levantado
junto a
la
ciudad
griega
dejó
paso a
una
nueva
urbe.
Pronto
ésta
devoró a
la
helénica
de la
que
eliminó
las
murallas
para
convertir
ambas en
una. Más
grande.
Más
importante.
Más
fuerte.
Estremece
pensar
que por
estas
calles
ahora
apenas
intuidas
tal vez
pisaron
Pompeyo
y el
mismísimo
César.
Que
disfrutaron
de sus
lujosas
villas
decoradas
con
mosaicos.
Que se
encomendaron
a los
dioses
de sus
templos.
Que
atravesaron
las
puertas
de sus
murallas,
por el
mismo
lugar
donde
ahora
centenares
de
turistas
pasean
despreocupados.
TARRACO.
Pero
aquella
ciudad
latina,
Emporiae,
no pudo
mantener
su
esplendor
y pronto
comenzó
su
decadencia.
La
cercana
Barcino
y, sobre
todo,
Tarraco,
llamada
a
convertirse
en la
joya de
los
romanos
en la
Península,
le
quitaron
su
protagonismo
comercial
y
vaciaron
su
anfiteatro,
sus
calles,
sus
villas.
El paso
del
tiempo
hizo el
resto...
hasta
que los
arqueólogos
decidieron
rescatarla
del
olvido.
A
Tarragona
o, mejor
dicho, a
la
antigua
Tarraco,
a la que
la
Unesco
colocó
en el
Olimpo
de las
ciudades
Patrimonio
de la
Humanidad
en el
año
2000,
también
la
sacaron
de ese
olvido
los
arqueólogos.
Y aún
hoy la
sacan.
No hay
obra en
la
ciudad
que no
descubra
un
trocito
de
Historia.
Arquitecto
que no
tema
encontrarse
con
milenarias
ánforas.
Toda la
ciudad
es una
superposición
de
Historia:
romana,
paleocristiana,
almorávide,
medieval...
Hay
quien ha
definido
a la
ciudad
como el
«mayor
parque
temático
de la
memoria
de
Europa».
Y no le
falta
razón.
Aunque
lo que
realmente
atrae a
los
visitantes
son sus
restos
imperiales.
Luego,
ya
descubrirán
el resto
del
pasado
que
atesoran
sus
calles.
Pero lo
primero
es lo
primero.
Y Roma
impone.
Empezando
por el
anfiteatro.
Orgulloso
él.
Capaz de
dar la
espalda
al
Mediterráneo.
Tal vez
consciente
de que
el
fragor
de las
luchas
de
gladiadores
y los
rugidos
de las
fieras
acallaban
cualquier
rumor
del mar.
Y a
partir
de ahí,
lo
demás,
que no
es poco.
Poco más
arriba
está el
circo,
retazos
de lo
que fue
una gran
construcción
del
siglo I
y que
juega al
escondite
con el
viajero,
ignorante,
en
muchas
ocasiones,
de que
si se
pide a
los
propietarios
de los
inmuebles
colindantes
que le
dejen a
uno
echar un
vistazo
a sus
sótanos,
muy
probablemente
encontrará
algún
que otro
arco y
más de
una
bóveda
que no
están
incluidos
en el
precio
de la
visita
al
recinto.
Y, junto
a él, el
Museu
Nacional
Arqueològic,
con esas
joyas
arrancadas
aquí y
allí. Y,
casi en
el otro
extremo
de la
ciudad,
la
necrópolis
paleocristiana
de la
avenida
de Ramón
y Cajal...
AMALGAMA
DE
ESTILOS.
Hasta
aquí lo
imperial.
Y a
partir
de aquí,
el
resto,
el juego
de las
superposiciones.
Porque
desde
este
momento,
Tarragona
juega
con el
visitante
a
mezclar
estilos
y
épocas:
el
medievo
de su
catedral
con sus
robustas
murallas
romanas,
el
modernismo
de
algunos
edificios
del
ensanche
burgués
con las
callejuelas
de la
vieja
judería,
las
pequeñas
plazas
perdidas
de la
Parte
Alta con
la recia
escultura
del
tarraconense
Roger de
Llúria
que
preside
la
Rambla...
Todo
ello
dispuesto
para ser
disfrutado
a paso
lento,
tan
lento
como la
historia
ha ido
formando
las
diferentes
capas de
la
ciudad.
A paso
lento,
muy
lento,
hasta
detenerse
en una
terraza
de la
Plaza
del
Ayuntamiento,
entre
niños
que
corretean
y
raciones
de
embutidos
con pa
amb
tomàquet.
Tarragona
ya no es
la joya
de
ningún
Imperio.
Lo sé.
Pero es
la
piedra
más
preciosa
de la
costa
Catalana...
con el
permiso
de
Ampurias.
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