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28/05/2004

ÓSCAR LÓPEZ-FONSECA● www.elmundo.es

Costa Catalana: la memoria de la Historia
El azul del Mediterráneo. El dorado de los arenales que dibujan el litoral. Manchas verdes salpicando un horizonte montañoso. Y, como remate, ruinas bruñidas por el tiempo. Ampurias y Tarragona recuerdan al viajero que la costa catalana fue la puerta por la que entraron griegos y romanos en la Península.

La escollera del muelle helenístico se adentra en el mar azul. Sus grandes sillares brillan al sol del atardecer mientras el mortero de cal que los une desde el siglo I antes de Cristo se apresta a mantenerlo en pie un día más. En su extremo, un joven permanece de pie. De repente, se lanza a las cristalinas aguas del golfo de Rosas. Una zambullida en la Historia desde el presente. Un salto que descubre el privilegiado emplazamiento de esta maravilla arqueológica que es Ampurias.

La Rambla Nova de Tarragona convierte su rectilíneo diseño en una invitación al paseo. Un paseo, como en tantas pequeñas capitales de provincia, para ver y ser visto. Sin prisas. Sólo cuando uno llega al final de la misma, al llamado Balcón del Mediterráneo, uno descubre lo que realmente esconde la ciudad bajo esa capa de marchita modernidad que dibujan sus edificios y calles: Historia, mucha Historia, más de la que deja ver el anfiteatro que se presenta ante los ojos.

Ampurias, en la provincia de Gerona, y Tarragona, la capital de la provincia catalana más meridional, no engañan. «Aquí estuvieron los griegos y los romanos mucho antes que vosotros. Y aquí estamos nosotros para recordárselo a los olvidadizos», se aprestan a decir calladamente sus piedras. Y no mienten, porque ambas ciudades permitieron a estos dos pueblos asentarse a orillas del Mediterráneo, del Mare Nostrum, para comerciar, pero también para hacerse eternos con su pétreo legado.

Ampurias es, de las dos, la que se encuentra más al norte y, también, la más antigua. Cuando el viajero llega a ella, lo que ve no es, ni mucho menos, el paisaje que recibió a aquellos marineros griegos de Masalia, la actual Marsella, que desembarcaron aquí hacia el año 600 a.C. en busca de un nuevo asentamiento más próspero. Y no sólo porque los modernos edificios de apartamentos y viviendas de la cercana L’Escala se empeñen en afear el horizonte. Los cambios han sido mucho más profundos. De hecho, cuando los primeros helenos arribaron a la amable costa del golfo de Rosas, ésta estaba formada por una sucesión de islas y lagunas, y el río Fluviá vertía sus aguas mucho más al sur de lo que lo hace ahora. Por ello, para su primer asentamiento eligieron un islote.

TIERRA FIRME. Hoy sobre aquel primer asentamiento se levanta la iglesia de Sant Martí d’Empúries —un templo tardo-gótico construido seguramente sobre las ruinas de uno griego—, las marismas han desaparecido y la tierra firme se ha encargado de convertir en un paseo, en lugar de una navegación, el ir de uno a otra de las dos ciudades que levantaron aquí los colonos. Sí, dos. Porque cincuenta años después de que fuera fundado el primer asentamiento, los griegos decidieron cruzar la estrecha franja de agua que los separaba de la costa y se asentaron allí para continuar la expansión de su próspera colonia. Nacía así Emporion.

Pronto ésta se convirtió en un importante centro comercial y alcanzaría su época de máximo esplendor en el siglo III a.C., durante la segunda Guerra Púnica, cuando los romanos, con los que mantenían excelentes relaciones, la utilizaron como cabeza de puente del ejército de Cornelio Escipión para ocupar la Península y combatir a los cartagineses. A partir de ese momento, Emporion creció con murallas ciclópeas, templos hermosos, plazas amplias, cisternas... Construcciones de blanca piedra que recorre el viajero actual con asombro.

No es para menos. Casas de planta rectangular y base de piedra surgen ante nuestros pasos. La estatua del dios griego Asklepios —una copia, porque el original está en el Museo de Arqueología de Cataluña— recuerda con su magnífico porte que a él acudían los marineros a pedir la sanación, incluso cuando los romanos le rebautizaron como Esculapio. Los bermejos filtros del agua, tan esbeltos que recuerdan a los tubos de un órgano eclesial, hablan de lo avanzado de sus habitantes. Y los restos de sus tiendas rememoran su vocación de mercado abierto al mar. A partir del siglo I a.C., el campamento militar romano que se había levantado junto a la ciudad griega dejó paso a una nueva urbe. Pronto ésta devoró a la helénica de la que eliminó las murallas para convertir ambas en una. Más grande. Más importante. Más fuerte.

Estremece pensar que por estas calles ahora apenas intuidas tal vez pisaron Pompeyo y el mismísimo César. Que disfrutaron de sus lujosas villas decoradas con mosaicos. Que se encomendaron a los dioses de sus templos. Que atravesaron las puertas de sus murallas, por el mismo lugar donde ahora centenares de turistas pasean despreocupados.

TARRACO. Pero aquella ciudad latina, Emporiae, no pudo mantener su esplendor y pronto comenzó su decadencia. La cercana Barcino y, sobre todo, Tarraco, llamada a convertirse en la joya de los romanos en la Península, le quitaron su protagonismo comercial y vaciaron su anfiteatro, sus calles, sus villas. El paso del tiempo hizo el resto... hasta que los arqueólogos decidieron rescatarla del olvido.

A Tarragona o, mejor dicho, a la antigua Tarraco, a la que la Unesco colocó en el Olimpo de las ciudades Patrimonio de la Humanidad en el año 2000, también la sacaron de ese olvido los arqueólogos. Y aún hoy la sacan. No hay obra en la ciudad que no descubra un trocito de Historia. Arquitecto que no tema encontrarse con milenarias ánforas. Toda la ciudad es una superposición de Historia: romana, paleocristiana, almorávide, medieval... Hay quien ha definido a la ciudad como el «mayor parque temático de la memoria de Europa». Y no le falta razón. Aunque lo que realmente atrae a los visitantes son sus restos imperiales. Luego, ya descubrirán el resto del pasado que atesoran sus calles.

Pero lo primero es lo primero. Y Roma impone. Empezando por el anfiteatro. Orgulloso él. Capaz de dar la espalda al Mediterráneo. Tal vez consciente de que el fragor de las luchas de gladiadores y los rugidos de las fieras acallaban cualquier rumor del mar. Y a partir de ahí, lo demás, que no es poco.

Poco más arriba está el circo, retazos de lo que fue una gran construcción del siglo I y que juega al escondite con el viajero, ignorante, en muchas ocasiones, de que si se pide a los propietarios de los inmuebles colindantes que le dejen a uno echar un vistazo a sus sótanos, muy probablemente encontrará algún que otro arco y más de una bóveda que no están incluidos en el precio de la visita al recinto. Y, junto a él, el Museu Nacional Arqueològic, con esas joyas arrancadas aquí y allí. Y, casi en el otro extremo de la ciudad, la necrópolis paleocristiana de la avenida de Ramón y Cajal...

AMALGAMA DE ESTILOS. Hasta aquí lo imperial. Y a partir de aquí, el resto, el juego de las superposiciones. Porque desde este momento, Tarragona juega con el visitante a mezclar estilos y épocas: el medievo de su catedral con sus robustas murallas romanas, el modernismo de algunos edificios del ensanche burgués con las callejuelas de la vieja judería, las pequeñas plazas perdidas de la Parte Alta con la recia escultura del tarraconense Roger de Llúria que preside la Rambla...

Todo ello dispuesto para ser disfrutado a paso lento, tan lento como la historia ha ido formando las diferentes capas de la ciudad. A paso lento, muy lento, hasta detenerse en una terraza de la Plaza del Ayuntamiento, entre niños que corretean y raciones de embutidos con pa amb tomàquet. Tarragona ya no es la joya de ningún Imperio. Lo sé. Pero es la piedra más preciosa de la costa Catalana... con el permiso de Ampurias.

 

 

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