El
historiador
John R.
Clarke
presenta,
en un
volumen
magníficamente
ilustrado,
un vasto
repertorio
de
pinturas,
esculturas
y vasijas
de
explícito
contenido
erótico.
John R.
Clarke es
un gran
especialista
norteamericano
(Universidad
de Austin)
en la
cultura
sexual del
mundo
antiguo.
Sexo en
Roma es,
en esta
línea, un
libro
felizmente
divulgativo,
pero
también
-gracias a
la calidad
de sus
ilustraciones-
un libro
de arte,
porque
además
Clarke ha
tenido la
feliz idea
de ir
explicando
la
concepción
y vivencia
del sexo
entre los
romanos de
la
Antigüedad,
a la par
que vamos
recorriendo,
página
tras
página,
las
imágenes
de parte
-buena
parte- de
lo que ha
quedado;
desde las
ruinas de
Pompeya y
Herculano
o las
piezas del
antiguo
Gabinete
secreto
del Museo
de
Nápoles,
hasta las
terracotas
y
cerámicas
galas que
descubrió
-con
espanto-
el clérigo
Frédéric
Hermet en
1934,
pasando
por esa
joya de la
platería
(muchos
años
oculta)
que es la
Copa
Warren,
ahora
pieza
estrella
del Museo
Británico...
¿Por qué
he dicho
"lo que ha
quedado"?
Porque lo
primero
que debe
constatarse
es
que -seguramente-
muchísimas
piezas del
arte
erótico
romano de
la
Antigüedad
(fuese
arte
refinado o
arte
popular)
se han
perdido o
yacen aún
sepultadas
-hablo de
piezas
pequeñas-
en remotas
colecciones
o museos
provinciales
no bien
catalogados.
Desde que
(con los
edictos de
Teodosio)
el
cristianismo
fue
declarado
única
religión
del
Imperio en
el año
381,
sabemos
que mucho
arte
llamado
pagano o
licencioso
fue -ya
entonces-
destruido.
Pero hay
más,
durante
las
excavaciones
de Pompeya
y
Herculano
(y en
otros
lugares,
claro) en
los siglos
XIII y XIX
especialmente,
algunos
arqueólogos
puritanos
-integristas
cristianos-
cuando
hallaban
pinturas,
estatuas o
cerámicas
que
consideraban
obscenas,
las
destruían
o, en el
mejor caso
(de ahí
surge el
gabinete
secreto de
Nápoles),
las
arrancaban
-si eran
frescos-
de la
pared y
las
mandaban
guardar en
una
habitación
secreta, a
la que a
veces
(hasta
muchos
años
después)
no
tendrían
acceso ni
siquiera
los mismos
investigadores.
Sabemos
que
se debe a
la
liberalidad
de Carlos
III,
entonces
rey de
Nápoles,
el que se
haya
conservado
la estatua
Pan y fa
cabritilla
(una
escena de
bestialismo,
sin nada
torpe)
descubierta
en
Herculano
en 1753,
pese a que
su
confesor
le dijo al
rey que
era digna
de ser
reducida a
escombros.
Ésta es la
diferencia
esencial
que nos
revela
llana y
claramente
el libro
del
profesor Clarke (y
las
excelentes
fotos de
Michael
Larvey.
Mientras
que para
las
religiones
monoteístas
el sexo,
cuando no
es objeto
de
procreación,
es siempre
escándalo
y censura
y fealdad
y
suciedad;
para los
romanos
antiguos,
el sexo
era una
bendición
de los
dioses, y,
aunque
tenía sus
categorías
(sobre
todo entre
el
patriciado),
el sexo
era
siempre
bien
recibido y
formaba
parte de
la vida
cotidiana.
Los ricos
tenían
pinacotecas
con
escenas
sexuales,
y los más
pobres
podían
beber en
vasos de
barro
adornados
con
imágenes
eróticas, hetero u
homosexuales.
Bien que
en Roma no
existían
tales
términos.
Todo sexo
era bien
visto,
aunque el
varón
activo
fuera lo
más noble
en la
escala,
frente a
la mujer
liberada
(que
existió, a
partir de
la época
de
Augusto) o
al varón
pasivo, a
veces
objeto de
burla sino
era un
jovencito
o un
esclavo.
Pues los
muchachos
eran
sexualmente
apreciados
en la
antigua
Roma.
Nuestro
mundo ha
cambiado
mucho, en
efecto, y
viendo la
naturalidad
y belleza
de las
penetraciones
masculinas
en la
Copa
Warren
o los
grandes
falos de
Príapo con
carácter
apotropaico
-ahuyentadores
del mal- o
simplemente
como
talismán
sexual de
fertilidad,
gozo y
abundancia,
podremos
reflexionar
-con las
espléndidas
pinturas
pompeyanas-
si nuestro
mundo es
realmente
mejor que
aquél en
todo. Un
libro
bello y
didáctico,
lo que
–junto-
no es tan
frecuente.
Sexo en
Roma (100
a.C.-250
d.C.),
John R.
Clarke,
Barcelona,
Editorial
Océano,
2003. 168
páginas,
30 €
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