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11/03/2004

Luis Antonio de Villena

La plástica sexual en el mundo antiguo

El historiador John R. Clarke presenta, en un volumen magníficamente ilustrado, un vasto repertorio de pinturas, esculturas y vasijas de explícito contenido erótico.

John R. Clarke es un gran especialista norteamericano (Universidad de Austin) en la cultura sexual del mundo antiguo. Sexo en Roma es, en esta línea, un libro felizmente divulgativo, pero también -gracias a la calidad de sus ilustraciones- un libro de arte, porque además Clarke ha tenido la feliz idea de ir explicando la concepción y vivencia del sexo entre los romanos de la Antigüedad, a la par que vamos recorriendo, página tras página, las imágenes de parte -buena parte- de lo que ha quedado; desde las ruinas de Pompeya y Herculano o las piezas del antiguo Gabinete secreto del Museo de Nápoles, hasta las terracotas y cerámicas galas que descubrió -con espanto- el clérigo Frédéric Hermet en 1934, pasando por esa joya de la platería (muchos años oculta) que es la Copa Warren, ahora pieza estrella del Museo Británico...

¿Por qué he dicho "lo que ha quedado"? Porque lo primero que debe constatarse es que -seguramente- muchísimas piezas del arte erótico ro­mano de la Antigüedad (fuese arte refinado o arte popular) se han perdido o yacen aún sepultadas -hablo de piezas pequeñas- en remotas colecciones o museos provinciales no bien catalogados. Desde que (con los edictos de Teodosio) el cristianismo fue declarado única religión del Imperio en el año 381, sabemos que mucho arte llamado pagano o licencioso fue -ya entonces- destruido. Pero hay más, durante las excavaciones de Pompeya y Herculano (y en otros lugares, claro) en los siglos XIII y XIX especialmente, algunos arqueólogos puritanos -integristas cristianos- cuando hallaban pinturas, estatuas o cerámicas que consideraban obscenas, las destruían o, en el mejor caso (de ahí surge el gabinete secreto de Nápoles), las arrancaban -si eran frescos- de la pared y las mandaban guardar en una habitación secreta, a la que a veces (hasta muchos años después) no tendrían acceso ni siquiera los mismos investigadores. Sabemos que se debe a la liberalidad de Carlos III, entonces rey de Nápoles, el que se haya conservado la estatua Pan y fa cabritilla (una escena de bestialismo, sin nada torpe) descubierta en Herculano en 1753, pese a que su confesor le dijo al rey que era digna de ser reducida a escombros.

Ésta es la diferencia esencial que nos revela llana y claramente el libro del profesor Clarke (y las excelentes fotos de Michael Larvey. Mientras que para las religiones monoteístas el sexo, cuando no es objeto de procreación, es siempre escándalo y censura y fealdad y suciedad; para los romanos antiguos, el sexo era una bendición de los dioses, y, aunque tenía sus categorías (sobre todo entre el patriciado), el sexo era siempre bien recibido y formaba parte de la vida cotidiana. Los ricos tenían pinacotecas con escenas sexuales, y los más pobres podían beber en vasos de barro adornados con imágenes eróticas, hetero u homosexuales.

Bien que en Roma no existían tales términos. Todo sexo era bien visto, aunque el varón activo fuera lo más noble en la escala, frente a la mujer liberada (que existió, a partir de la época de Augusto) o al varón pasivo, a veces objeto de burla sino era un jovencito o un esclavo. Pues los muchachos eran sexualmente apreciados en la antigua Roma. Nuestro mundo ha cambiado mucho, en efecto, y viendo la naturalidad y belleza de las penetraciones masculinas en la Copa Warren o los grandes falos de Príapo con carácter apotropaico -ahuyentadores del mal- o simplemente como talismán sexual de fertilidad, gozo y abundancia, podremos reflexionar -con las espléndidas pinturas pompeyanas- si nuestro mundo es realmente mejor que aquél en todo. Un libro bello y didáctico, lo que –junto- ­no es tan frecuente.

Sexo en Roma (100 a.C.-250 d.C.), John R. Clarke, Barcelona, Editorial Océano, 2003. 168 páginas, 30 €

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