La
convulsión
trágica
ha
generado
dolor,
grandeza,
solidaridad,
acción,
incluso
una
forma de
redención
colectiva
inesperada.
Pero
para
mejor
comprender
estos
días de
abismo y
ejemplaridad
hay que
volver a
los
textos
clásicos,
para
intentar
desde
ellos
explicarnos
las
claves
menos
inmediatas
del
presente.
Un libro
ayuda a
triunfar”
decía
una
horrible
campaña
de
promoción
oficial
tardofranquista
que,
pese a
todo,
firmarían
a gusto
los
actuales
“neocons”.
Pero
existe
otra
utilidad
para el
libro,
para el
texto
clásico,
menos
mesurable
pero de
intensa
raíz
interior:
el de
revelarnos
aspectos
que
iluminen
estos
días de
atrocidad,
resistencia,
dignidad,
ignominia
y
resolución.
Y a ello
vamos.
Pongamos
que
leemos a
Sófocles.
He
vuelto
al
“Edipo
Rey”
porque
es el
texto
que
mejor
puede
explicar
esta
ambigua
situación
entre
responsabilidad
y culpa
que ha
recorrido
todas
las
capas
del
país, de
manera
concentrada,
en sólo
cuatro
días.
Esta
concentración
es
también
la del
inmortal
texto de
Sófocles,
donde
todo
sucede
muy
deprisa,
en muy
poco
tiempo y
en sólo
dos mil
versos.
Y es así
porque
cuando
la obra
empieza
todo ha
sucedido
ya. En
Edipo
claman
los
interrogantes:
¿Quién
cometió
el
crimen?
¿Dónde
está el
culpable?
Estas
preguntas
están en
la base
del
comportamiento
dramático
del
héroe
más
popular
de toda
la
tragedia
griega.
Edipo
gobierna
en Tebas,
una
ciudad
azotada
por
plagas y
maldiciones
que sólo
podrán
resolverse,
dice el
oráculo,
cuando
se
descubra
al
culpable
de haber
matado
al
anterior
rey,
Layo.
Edipo
busca a
este
culpable
lejos,
pero el
proceso
de
investigación
le hace
sentir
que el
responsable
está
mucho
más
cerca.
Tiresias
y
Creonte
le
aconsejan,
le
avisan
en este
sentido
hasta
que,
fatalmente,
Edipo
cae en
la
cuenta
de la
verdad
que
busca
incansablemente:
él mismo
es el
culpable,
él dio
muerte
al rey
Layo sin
saber
que lo
era. Y
tras
esta
revelación
trágica
decide
asumir
su
responsabilidad
ante él
y sus
conciudadanos.
Edipo se
quita
los ojos
en un
escena
conmovedora,
que el
teatro
de todos
los
tiempos
ha
recreado
y que
Pasolini
filmó
con
poesía y
crudeza
atávica.
En ese
gesto,
Edipo
manifiesta
una
manera
simbólica
de
reconocer
su
error,
de
expiar
la culpa
y la
desgracia
que su
acción
ha
provocado
en su
pueblo.
Milan
Kundera,
en “La
insostenible
levedad
del
ser”,
reconocía
en este
“quitarse
los
ojos” el
gesto de
reclamo
de
dignidad
que
debería
adornar
la
conducta
del
político
contemporáneo.
El
protagonista
del
libro de
Kundera,
Tomas,
escribe
un
artículo
de
denuncia
de los
políticos
comunistas
checos
exigiendo
de ellos
este
gesto de
Edipo, y
será,
por
ello,
perseguido.
Kundera
pedía, a
través
de su
personaje,
que los
políticos
de su
país que
producían
la
desgracia
aprendieran
la
lección
de
Edipo. Y
que en
un gesto
simbólico
reconocieran
su
culpa. Y
la
expiaran.
El
cinismo
de la
política
contemporánea
parece
dominado
por
personajes
que no
quieren
oír
tampoco
la
lección
de
Edipo.
No son
tiempos
de
asunción
de
culpas.
Vivimos
una
época
donde es
siempre
más
fácil
creer,
como
Edipo,
que en
el
origen
de la
plaga de
Tebas se
hallan
crímenes
de
enemigos
lejanos
y negar
así que
es en el
interior
donde
también
germina
el mal.
Slobodan
Milosevic
sigue
eludiendo
su
responsabilidad
política
en el
juicio
que,
ante la
indiferencia
general,
se sigue
contra
él en La
Haya.
Pero
tampoco
hace
falta ir
tan
lejos.
Salvando
las
distancias,
es fácil
encontrar
en el
deambular
errático
de José
María
Aznar
durante
los días
de la
tragedia
un eco
edípico,
esta
misma
ignorancia
de la
propia
responsabilidad
ante los
hechos
convulsos.
Aznar no
lee a
Edipo
porque
de
hacerlo
quizás
habría
aprendido
alguna
cosa de
él. Este
gesto
suyo
final,
saludando
desde la
ventana
con la
mano
desplomada
es todo
lo
contrario
de la
dignidad
de
Edipo.
Sólo
coincide
con él
en la
cuestión
de “la
fama”.
Porque
Aznar
sabe, o
intuye,
en este
momento
de
mirada
perdida
que su
fama,
como la
Edipo,
ya no
será la
del
redentor.
Este
dolor
irresistible
hizo que
Edipo se
retirara
al
exilio
en un
pueblecito
cerca de
Atenas,
en
Colona,
donde
recuperaría
la paz y
el
sosiego.
No
sabemos
cual
será el
futuro
de Aznar,
pero
tendrá
la
lección
redentora
delante:
como no
asumió
nunca
“quitarse
los
ojos”,
su
pueblo
lo hizo
por él.
Y ésta
es la
segunda
lección
de
Sófocles
para
estos
días: la
lección
de
Antígona,
la otra
gran
tragedia
de su
autor.
Antígona
es la
hija de
Edipo
que se
enfrenta
a su tío
Creonte,
el
regente
de Tebas,
tras una
sangrienta
guerra
civil
que ha
enfrentado
a los
otros
dos
hijos de
Edipo,
Etéocles
y
Polinices.
El
motivo
de la
protesta
de
Antígona
contra
el
poderoso
Creonte
es que
éste se
niega a
que
Polinices
reciba
sepultura.
En esta
defensa
piadosa
de la
memoria
de su
hermano,
Antígona
se erige
en la
representación
dramática
de la
desobediencia
civil,
en la
encarnación
de la
abnegación
y la
resistencia
contra
unas
leyes
que si
bien son
las del
Estado,
ella
considera
ilegítimas.
La obra
de
Sófocles
es de
una gran
desnudez
estructural,
es de
hecho un
juicio
dialéctico
que
enfrenta
a dos
contrarios:
entre un
hombre y
una
mujer,
entre la
vejez y
la
juventud,
entre el
Estado y
el
individuo,
entre la
ley
circunstancial
y la
rectitud
moral.
Antígona
sabe que
va a
perder.
Pero se
contenta
con dar
con su
ejemplo
una
lección
moral a
Creonte
que,
efectivamente,
y tras
la
muerte
de ella
por
ejecución,
reconocerá
la
injusticia
de su
actitud.
Pero
pese a
que
Antígona
podría
parecer
una voz
premoderna,
anacrónica,
su voz
no se
llega a
apagar
nunca.
Al
contrario,
su gesto
ejemplar
y cívico
recorre
las
injusticias
del
mundo
porque
sacude
las
conciencias.
La joven
que
increpa
desde la
calle
Génova
en
Madrid
es una
Antígona.
No
estaba
sola,
pero da
igual:
la
fuerza
del
gesto de
estos
manifestantes
era su
ejemplaridad
resistente
contra
una
injusticia
legal.
Mariano
Rajoy lo
intuyó y
temió a
esa
fuerza
atávica.
Que un
día
después
tomó
forma. |