La
película
de
Wolfang
Petersen
nos
pone
de
nuevo
frente
al
mito,
sobre
el que
indagan
dos
recientes
libros.
El
cine
reactiva
el
mito.
Troya
vuelve
a ser
lo que
fue
hace
veintinueve
siglos:
epopeya
de
grandes
dimensiones.
Cambia
el
medio
pero
permanece
la
narración.
Lo que
en
origen
arrancó
como
poema
en
boca
de un
rapsoda,
que
alecciona
sobre
las
virtudes
aristocráticas
al
tiempo
que
entretiene,
es
ahora
superproducción
con
héroes
modernos
que
han
labrado
su
aura
en el
celuloide.
La
película
sirve
de
caballo,
de
Troya
por
supuesto,
para
adentrarse,
y no
es
exageración,
en
momentos
clave
de la
cultura
de
Occidente.
El
vértigo
del
relato
permite
abrir
horizontes
mayores,
aunque
poner
a Brad
Pitt
al
servicio
del
conocimiento
parezca
el
sueño
de un
ilustrado
contemporáneo.
Recordaba
Steiner
que
comenzó
a
aprender
griego
azuzado
por la
intriga
de
comprobar
cómo
concluían
episodios
de la
Ilíada
que su
padre
le
leía
de
niño.
Cuando
la
lanza
surcaba
el
aire,
el
narrador
se
detenía
para
instar
al
oyente
a
conocer
la
lengua
original
de la
epopeya
si
quería
enterarse
del
final
del
lance
guerrero.
Sin
llegar
a
tanto,
y para
quienes
busquen
ir más
allá
de la
película,
dos
libros
actualizan
las
respuestas
a
algunas
preguntas
en
torno
a
Troya
y a
Homero,
redentor
de su
memoria.
La
fuerza
de la
presencia
del
mito
troyano
en
nuestro
universo
cultural
es
proporcional,
sin
embargo,
a la
magnitud
de la
incógnitas
en
torno
a lo
ocurrido
y al
modo
en que
nos
llega,
por lo
que en
ocasiones
lo que
nos
ofrece
la
indagación
de los
expertos
son
sólo
medias
respuestas
y en
otras,
conjeturas
de
investigador.
Troya
es un
híbrido
de
mito e
historia,
épica
desnuda
con
rastros,
más
bien
lejanos,
de
acontecimientos
reales
que
llega
hasta
nosotros
en ese
largo
poema
homérico
que es
la
Ilíada.
Pervive
gracias
a
Homero,
aunque
resulta
cada
vez
más
complicado
determinar
cuánto
de
histórico
hay en
los
casi
16.000
versos
de su
composición.
Hubo
un
momento
en que
dejó
de ser
sólo
literatura
para
adquirir
presencia
física,
en la
segunda
mitad
del
XIX,
con
las
investigaciones
de
Heinrich
Schliemann,
que
creyó
localizar
en la
colina
de
Hisarlik,
en la
Anatolia
turca,
el
escenario
de la
epopeya.
Así,
cualquier
aproximación
a
Troya
ha de
hacerse
hoy en
un
doble
frente,
el
filológico
y el
arqueológico.
Ambos
quedan
cubiertos
en dos
libros
recientes.
Por un
lado,
Joachim
Latacz,
especialista
en
Filología
Griega,
pone
al día
las
últimas
investigaciones
en
«Troya
y
Homero.
Hacia
la
resolución
de un
enigma
histórico»,
editado
por
Destino.
El
arqueólogo
Michael
Siebler
en
«Troya»,
recién
editado
por
Ariel,
hace
otro
tanto
desde
la
perspectiva
de su
especialidad.
Entre
ambas
publicaciones
hay un
nexo
común,
el
reflejo
de los
avances
conseguidos
con la
excavación
que
desde
1988
dirige
en la
zona
Manfred
Korfmann.
Pero
también
se
aprecian
diferencias.
El
libro
de
Latacz
es más
profesoral,
con
excesivas
escarpaduras
filológicas
en
algunos
momentos,
aunque
prolijo
para
quienes
gusten
de las
explicaciones
detalladas.
El de
Siebler
resulta
bastante
accesible
sin
merma
de
rigor.
¿Qué
nos
dejan
ambas
publicaciones?
Lo
primero,
pocas
certezas.
Nadie
acepta
ya,
salvo
los
proclives
a lo
esotérico,
el
dogma
de
Schliemann
de que
la
Ilíada
es el
relato
fidedigno
del
fin de
Troya.
«La
Ilíada
no es
un
libro
de
historia»,
titulaba
de
forma
expresiva
Franz
Hampl
hace
30
años
un
conocido
artículo.
Existe
una
ligazón
determinante
entre
Troya
y la
Ilíada
que
Latacz
resume
al
decir
que
«la
fascinación
que
irradia
Troya
sería
superficial
si
Homero
no
estuviera
implicado».
Y va
más
allá
al
advertir
que
sin
Homero
no
habría
Troya.
Pese
al
prolongado
acontecer
del
que
queda
testimonio
en la
colina
de
Hisarlik,
«el
mundo
no
habría
sabido
nada
de
Troya
si un
griego
y sólo
uno,
que
vivió
unos
cuatrocientos
cincuenta
años
después
de la
ciudad
fortificada
y muy
lejos
de tal
escenario,
no
hubiera
compuesto
un
largo
poema
con
una
dramática
historia
que
tenía
como
fondo
ese
preciso
lugar».
Sin
embargo,
Troya
alcanza
su
perfil
histórico
más
nítido
cuando
hay un
acercamiento
a ella
como
lugar
con
entidad
histórica
propia
al
margen
del
relato
homérico.
Ése es
uno de
los
méritos
del
trabajo
arqueológico
de
Korfmann,
que
conduce
a
resultados
sorprendentes
como
la
conclusión
de que
no es
una
ciudad
griega
sino
que
«se
incorpora
a la
serie
de
capitales
comerciales
del
próximo
Oriente
de la
Antigüedad»,
según
recoge
Siebler.
Las
excavaciones
de
Korfmann
revelan
que
Troya,
en una
ubicación
estratégica
frente
al
estrecho
de los
Dardanelos,
se
desarrolló
como
fortificación
y
ciudad
comercial
entre
el
3.000
y el
1.000
a. C.
Era,
en
palabras
de
Latacz,
«como
una
araña
en la
red»
en una
zona
de
paso
obligado.
«La
familia
reinante
en la
ciudadela
de
Troya
se
debió
apoyar
menos
en
tropas
o
incluso
flotas
expansivas
que en
el
permanente
fomento
de su
importancia
comercial
y el
fortalecimiento
de la
necesidad
absoluta
del
lugar»,
concluye
el
filólogo.
Hubo
de ser
un
juego
de
equilibrios
complejo
para
mantener
«la
relativa
independencia
política
de
Troya
frente
a las
grandes
potencias
políticas
de la
época:
los
hititas,
egipcios
y
micénicos».
Su
destrucción
ocurrió
en
torno
al
1.200
a. C.,
todavía
no
está
esclarecido
si por
una
catástrofe
natural
o como
resultado
de
alguno
de los
ataques
periódicos
a los
que un
enclave
de sus
características
estaría
sujeto.
¿Cuánto
de la
historia
de
Troya
hay en
el
poema
de
Homero?
Siebler
señala
que
«la
probabilidad
de la
existencia
de un
fondo
histórico
en la
Ilíada
es muy
elevada
y
sigue
aumentando».
Sólo
desde
hace
pocos
años
el
relato
ha
conseguido,
desde
la
perspectiva
de los
historiadores,
la
condición
de
fuente
escrita
secundaria.
Pero
la
escasa
historicidad
no
menoscaba
la
valía
del
poema
porque
ni
siquiera
Homero
pretendía
relato
fidedigno
de
hechos
del
pasado.
Troya
es
sólo
el
telón
de
fondo
de
otros
conflictos
que
nos
remiten
a la
sociedad
griega
contemporánea
del
poeta.
Latacz
afirma
que
«lo
que
describe
no es
un
altercado
cualquiera,
sino
un
enfrentamiento
radical.
Un
enfrentamiento
por la
interpretación
de
valores
sociales
vigentes
hasta
entonces.
Trata
del
honor,
el
rango,
la
moral
y la
capacidad
de
mando».
Es, en
definitiva,
la
poesía
rapsódica,
«el
instrumento
de la
clase
dirigente
griega
para
conseguir
nueva
claridad
sobre
su
posición
y las
exigencias
de la
época».
Los 24
cantos
del
poema
homérico,
repleto
de
fórmulas
nemotécnicas
que
delatan
su
origen
oral,
cuentan,
por
tanto,
otra
cosa
distinta
de la
historia
de
Troya.
Pese a
ello,
el
sustrato
original
de la
epopeya
pudieran
ser
viejos
relatos
de las
acometidas
que la
ciudadela
habría
sufrido
a lo
largo
de
cien
años,
que
Homero
refunde
y
unifica
en una
sola
historia.
Y en
esa
labor
reside
la
grandeza
del
poeta,
que
reelabora
una
amplia
tradición
oral
anterior
a él y
echa a
rodar
eso
que
hoy
conocemos
como
literatura.
Latacz
determina
que
«el
autor
de esa
poesía
debió
de
haber
vivido
en el
decisivo
punto
de
intersección
del
desarrollo
literario
europeo:
creció
con la
vieja
técnica
versificadora
de la
oralidad
y se
hizo
adulto
en la
nueva
técnica
de la
escritura».
Es «el
primer
poeta
griego»,
pero
también
el
primero
que
elabora
un
escrito
sin un
fin
práctico
directo,
no es
la
escritura
funcionarial,
destinada
a
asuntos
cotidianos.
Y ello
pese a
las
largas
enumeraciones
de
barcos,
hombres
y
procedencias
que
pudieran
confundir
sobre
la
existencia
de
alguna
intención
notarial
o de
crónica
histórica.
Siebler
concluye
que
«la
Ilíada
marca
el
punto
de
partida
para
la
formación
de la
literatura
y la
textualidad».
Visto
todo
ello,
queda
clara
la
afirmación
de
Latacz
en el
prólogo
de su
libro,
de que
«ocuparse
de
Troya
y
Homero
es más
que un
divertimento
intelectual
que se
presenta
como
ciencia.
Es un
medio
de
profundizar
en
nuestro
propio
origen». |