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09/05/2004

Andrés Montes ● www.lne.es

Troya más allá del cine
La película de Wolfang Petersen nos pone de nuevo frente al mito, sobre el que indagan dos recientes libros.

El cine reactiva el mito. Troya vuelve a ser lo que fue hace veintinueve siglos: epopeya de grandes dimensiones. Cambia el medio pero permanece la narración. Lo que en origen arrancó como poema en boca de un rapsoda, que alecciona sobre las virtudes aristocráticas al tiempo que entretiene, es ahora superproducción con héroes modernos que han labrado su aura en el celuloide.

La película sirve de caballo, de Troya por supuesto, para adentrarse, y no es exageración, en momentos clave de la cultura de Occidente. El vértigo del relato permite abrir horizontes mayores, aunque poner a Brad Pitt al servicio del conocimiento parezca el sueño de un ilustrado contemporáneo. Recordaba Steiner que comenzó a aprender griego azuzado por la intriga de comprobar cómo concluían episodios de la Ilíada que su padre le leía de niño. Cuando la lanza surcaba el aire, el narrador se detenía para instar al oyente a conocer la lengua original de la epopeya si quería enterarse del final del lance guerrero. Sin llegar a tanto, y para quienes busquen ir más allá de la película, dos libros actualizan las respuestas a algunas preguntas en torno a Troya y a Homero, redentor de su memoria. La fuerza de la presencia del mito troyano en nuestro universo cultural es proporcional, sin embargo, a la magnitud de la incógnitas en torno a lo ocurrido y al modo en que nos llega, por lo que en ocasiones lo que nos ofrece la indagación de los expertos son sólo medias respuestas y en otras, conjeturas de investigador.

Troya es un híbrido de mito e historia, épica desnuda con rastros, más bien lejanos, de acontecimientos reales que llega hasta nosotros en ese largo poema homérico que es la Ilíada. Pervive gracias a Homero, aunque resulta cada vez más complicado determinar cuánto de histórico hay en los casi 16.000 versos de su composición.

Hubo un momento en que dejó de ser sólo literatura para adquirir presencia física, en la segunda mitad del XIX, con las investigaciones de Heinrich Schliemann, que creyó localizar en la colina de Hisarlik, en la Anatolia turca, el escenario de la epopeya. Así, cualquier aproximación a Troya ha de hacerse hoy en un doble frente, el filológico y el arqueológico. Ambos quedan cubiertos en dos libros recientes. Por un lado, Joachim Latacz, especialista en Filología Griega, pone al día las últimas investigaciones en «Troya y Homero. Hacia la resolución de un enigma histórico», editado por Destino. El arqueólogo Michael Siebler en «Troya», recién editado por Ariel, hace otro tanto desde la perspectiva de su especialidad.

Entre ambas publicaciones hay un nexo común, el reflejo de los avances conseguidos con la excavación que desde 1988 dirige en la zona Manfred Korfmann. Pero también se aprecian diferencias. El libro de Latacz es más profesoral, con excesivas escarpaduras filológicas en algunos momentos, aunque prolijo para quienes gusten de las explicaciones detalladas. El de Siebler resulta bastante accesible sin merma de rigor.

¿Qué nos dejan ambas publicaciones? Lo primero, pocas certezas. Nadie acepta ya, salvo los proclives a lo esotérico, el dogma de Schliemann de que la Ilíada es el relato fidedigno del fin de Troya. «La Ilíada no es un libro de historia», titulaba de forma expresiva Franz Hampl hace 30 años un conocido artículo.

Existe una ligazón determinante entre Troya y la Ilíada que Latacz resume al decir que «la fascinación que irradia Troya sería superficial si Homero no estuviera implicado». Y va más allá al advertir que sin Homero no habría Troya. Pese al prolongado acontecer del que queda testimonio en la colina de Hisarlik, «el mundo no habría sabido nada de Troya si un griego y sólo uno, que vivió unos cuatrocientos cincuenta años después de la ciudad fortificada y muy lejos de tal escenario, no hubiera compuesto un largo poema con una dramática historia que tenía como fondo ese preciso lugar».

Sin embargo, Troya alcanza su perfil histórico más nítido cuando hay un acercamiento a ella como lugar con entidad histórica propia al margen del relato homérico. Ése es uno de los méritos del trabajo arqueológico de Korfmann, que conduce a resultados sorprendentes como la conclusión de que no es una ciudad griega sino que «se incorpora a la serie de capitales comerciales del próximo Oriente de la Antigüedad», según recoge Siebler.

Las excavaciones de Korfmann revelan que Troya, en una ubicación estratégica frente al estrecho de los Dardanelos, se desarrolló como fortificación y ciudad comercial entre el 3.000 y el 1.000 a. C. Era, en palabras de Latacz, «como una araña en la red» en una zona de paso obligado. «La familia reinante en la ciudadela de Troya se debió apoyar menos en tropas o incluso flotas expansivas que en el permanente fomento de su importancia comercial y el fortalecimiento de la necesidad absoluta del lugar», concluye el filólogo. Hubo de ser un juego de equilibrios complejo para mantener «la relativa independencia política de Troya frente a las grandes potencias políticas de la época: los hititas, egipcios y micénicos».

Su destrucción ocurrió en torno al 1.200 a. C., todavía no está esclarecido si por una catástrofe natural o como resultado de alguno de los ataques periódicos a los que un enclave de sus características estaría sujeto.

¿Cuánto de la historia de Troya hay en el poema de Homero? Siebler señala que «la probabilidad de la existencia de un fondo histórico en la Ilíada es muy elevada y sigue aumentando». Sólo desde hace pocos años el relato ha conseguido, desde la perspectiva de los historiadores, la condición de fuente escrita secundaria.

Pero la escasa historicidad no menoscaba la valía del poema porque ni siquiera Homero pretendía relato fidedigno de hechos del pasado. Troya es sólo el telón de fondo de otros conflictos que nos remiten a la sociedad griega contemporánea del poeta. Latacz afirma que «lo que describe no es un altercado cualquiera, sino un enfrentamiento radical. Un enfrentamiento por la interpretación de valores sociales vigentes hasta entonces. Trata del honor, el rango, la moral y la capacidad de mando». Es, en definitiva, la poesía rapsódica, «el instrumento de la clase dirigente griega para conseguir nueva claridad sobre su posición y las exigencias de la época».

Los 24 cantos del poema homérico, repleto de fórmulas nemotécnicas que delatan su origen oral, cuentan, por tanto, otra cosa distinta de la historia de Troya. Pese a ello, el sustrato original de la epopeya pudieran ser viejos relatos de las acometidas que la ciudadela habría sufrido a lo largo de cien años, que Homero refunde y unifica en una sola historia. Y en esa labor reside la grandeza del poeta, que reelabora una amplia tradición oral anterior a él y echa a rodar eso que hoy conocemos como literatura.

Latacz determina que «el autor de esa poesía debió de haber vivido en el decisivo punto de intersección del desarrollo literario europeo: creció con la vieja técnica versificadora de la oralidad y se hizo adulto en la nueva técnica de la escritura». Es «el primer poeta griego», pero también el primero que elabora un escrito sin un fin práctico directo, no es la escritura funcionarial, destinada a asuntos cotidianos. Y ello pese a las largas enumeraciones de barcos, hombres y procedencias que pudieran confundir sobre la existencia de alguna intención notarial o de crónica histórica. Siebler concluye que «la Ilíada marca el punto de partida para la formación de la literatura y la textualidad».

Visto todo ello, queda clara la afirmación de Latacz en el prólogo de su libro, de que «ocuparse de Troya y Homero es más que un divertimento intelectual que se presenta como ciencia. Es un medio de profundizar en nuestro propio origen».

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