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artículo
05/06/2004 |
Cecilia
Ansaldo
Briones ●
www.eluniverso.com |
Homero
pierde la
guerra |
Cuando
en
1985
murió
el
escritor
italiano
Ítalo
Calvino,
dejó
entre
sus
textos
inéditos
un
ensayo
que
con
los
años
se ha
vuelto
celebérrimo.
Por
qué
leer
los
clásicos
aporta
una
lúcida
argumentación
que
persuade
sobre
lo que
anuncia
su
título:
unas
sostenidas
razones
para
entregarse
a la
lectura
de un
caudal
de
obras
consideradas
clásicas
en el
ámbito
de
Occidente.
Quienes
nos
encontramos
con su
propuesta
después
de
haber
hecho
nuestros
particulares
consumos,
corroboramos
muchas,
si no
todas,
de las
afirmaciones
de
Calvino.
“Un
clásico
es un
libro
que
nunca
termina
de
decir
lo que
tiene
que
decir”,
es una
verdad
catedralicia
para
quien
se ha
asomado
varias
veces
a esos
libros
que,
leídos
en la
juventud
(y en
muchas
ocasiones
por la
amenazante
presión
de los
profesores),
despertaron
inquietudes,
pero
releídos,
produjeron
regueros
de
sabiduría.
En
esta
dimensión,
un
nombre
como
La
Ilíada
mueve
leves
escarceos
en la
memoria
cuando
se ha
conocido
en el
bachillerato
y
fundamentales
asociaciones
cuando
se ha
bebido
de sus
páginas
el
sentido
del
honor,
los
arrebatos
de la
pasión
y la
fidelidad
a los
principios
y a
los
juramentos,
por
decir
lo
menos.
Libro
para
entender
a un
pueblo
y unos
comportamientos,
libro
para
confrontar
los
lenguajes
de la
historia
y de
la
imaginación.
Pero
allá
en
Hollywood
–ya
abierto
el
camino
y
exacerbado
el
gusto
por lo
épico–
a
algún
grupo
de
magnates
y
técnicos
de
cine
se le
ocurre
apegarse
al río
correntoso
de la
epopeya
homérica,
olfateando
la
oportunidad
de
grandes
ganancias.
Toma
el
venerable
texto
de
2.600
años
de
antigüedad
y le
extrae
la
materia
prima
para
una
versión
“espectacular”
(en el
sentido
del
adjetivo
de
moda)
haciendo
cruces,
adulteraciones,
combinaciones.
Los
acomodos
al
gusto
del
espectador
de hoy
son
múltiples.
¿Cómo
sufrir
el
riesgo,
por
ejemplo,
de que
el
público
desprecie
al
extraordinario
Aquiles
porque
ama
con
amor
de
amante,
no de
primo
o de
amigo,
al
valiente
Patroclo?
¿Para
qué
perder
el
tiempo
con la
vidente
Casandra
que
profetiza
la
caída
de
Troya
sin
ser
escuchada?
Se me
podría
replicar
que
son
pequeñeces,
virajes
y
omisiones
al
albedrío
de un
recreador
contemporáneo.
Entonces,
metamos
más
adentro
el
escalpelo.
Una
historia
que
enfrenta
a
griegos
bestiales,
rubios
como
los
bárbaros
germánicos,
voraces
como
cualquier
pueblo
depredador,
con
refinados
y
humanizados
troyanos,
más
próximos
a una
fisonomía
mediterránea,
defensores
de una
vivencia
patriótica
y
justiciera
de la
nacionalidad,
le
hace
poco
favor
al
espíritu
griego
que ha
sobrevivido
a
través
de sus
obras
clásicas.
Es
verdad
que
las
naves
aqueas
llegaron
a las
playas
de lo
que
hoy es
la
península
de
Turquía
en la
habitual
actitud
conquistadora,
que el
bardo
ciego
compuso
su
epopeya
sobre
una
historia
de
honor
y de
hermandades
frente
a un
enemigo,
pero
de su
tejido
de
ficción
poética
emergen
dioses
y
héroes
auténticos.
Seres
de
grandeza
ideal
en
cualidades
y
pasiones.
Lo
preocupante
es que
a
partir
del
filme
de
Petersen,
cuya
grandiosidad
se
consigue
con
una
inversión
de 180
millones
de
dólares,
la
Troya
que
quedará
en la
imaginación
de la
juventud
no
será
la de
La
Ilíada.
Hoy es
Homero
quien
pierde
la
guerra.
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