Eran
esclavas,
pero
unos
años
de
trabajo
sostenido
y una
clientela
fiel
podían
hacerlas
ricas,
libres,
respetables.
Se
ofrecían
en
calles
y
burdeles
sofisticados,
enamoraban
a
emperadores
y
filósofos
y
algunas
–dicen–
hasta
aprendían
humanidades
en
voluptuosas
comunas
homosexuales.
Vida,
obra y
tarifas
de las
trabajadoras
del
sexo
en la
antigüedad
clásica.
Una nota
sobre la
prostitución
en la
antigüedad
debería
evitar
la
sentencia
que
afirma
que se
trata
del
“oficio
más
antiguo
del
mundo”.
Tampoco
debería
recurrir
a
analogías
con los
tiempos
actuales
que, en
el
intento
de
explicar
las
prácticas
sociales
antiguas,
las
simplifiquen
demasiado
aislándolas
de su
contexto.
Sin
embargo,
una
mirada a
las
costumbres
sexuales
de las
sociedades
fundadoras
del
pensamiento
occidental
obliga
al
cliché y
el lugar
común.
La
diferencia
con los
tiempos
actuales
radica
en que
en la
antigüedad
el
comercio
sexual
fue
visto
como una
necesidad
social.
Algo así
como una
forma de
canalizar
el
excedente
de
energía
masculino
que, en
tiempos
en que
los
hombres
se
casaban
más bien
tardíamente,
podía
tornarse
conflictivo.
Pero
este
contraste
con la
sociedad
moderna
no es
suficiente
para
abandonar
la idea
de caer,
irremediablemente,
en la
vulgata
y hacer
lo que
no se
debe.
Hace
poco,
para
argumentar
a favor
de la
perdurabilidad
del
libro,
Umberto
Eco lo
comparó
con
algunos
inventos,
como el
martillo,
el
cuchillo,
la
cuchara
o la
tijera,
que de
tan
perfectos
no
admiten
ni
mejoras
ni
reemplazos.
Esto
mismo es
válido
para el
caso de
la
prostitución.
Ya todo
fue
inventado
en un
principio
y, según
parece,
para
siempre:
sus
personajes
y
maneras
siguen
fieles
al
modelo
clásico.
Los
siglos
sólo han
de
confirmar
que
putas,
cafiolos,
zonas
rojas y
policías
extorsionadores
aparecen,
casi
como
reencarnaciones,
tanto en
la
crónica
urbana
de la
Grecia
de
Pericles
y de la
Roma
Imperial
como en
los
periódicos
de la
ciudad
moderna.
La puta
platónica
En su
Diálogo
de las
cortesanas,
Luciano
de
Samosata
relata
los
consejos
que una
madre da
a su
hija,
impresionada
por el
éxito de
una
cortesana
conocida:
“En
primer
término,
se
presenta
prolija
y
elegante.
Es
alegre
con
todos,
sin
reírse
estrepitosamente
como es
tu
costumbre,
sino
sonriendo
de una
manera
encantadora;
luego
trata a
los
hombres
con
habilidad,
sin
engañar
a los
que la
visitan
o la
llevan a
su casa,
ni
ofrecerse
sin ser
solicitada.
En los
banquetes
a los
que
asiste
alquilada,
se cuida
de no
emborracharse,
pues la
embriaguez
pone en
ridículo
y hace a
la mujer
detestable,
y de
atracarse
de
comida
indecentemente.
No habla
más que
lo
preciso,
no se
burla de
los
asistentes,
no mira
sino al
que le
paga.
Por eso
la
quieren
todos.
Cuando
es
preciso
acostarse
no se
muestra
ni
lasciva
ni
indiferente,
y sólo
procura
agradar
a su
amante y
conquistarlo”.
El
ejemplo
podría
servir,
a la
manera
de los
manuales
de
economía
doméstica
del
siglo
XIX para
educación
de las
niñas,
como
texto
preceptivo
para la
cortesana
ideal.
El
personaje
del
diálogo,
con la
legítima
preocupación
de toda
madre,
destaca
con
entusiasmo
el
ascenso
social y
la
repentina
prosperidad
de esta
cortesana,
hija de
una
vecina.
En la
literatura
griega,
las
historias
sobre la
riqueza
de las
hetairas
son tan
frecuentes
como las
del
despilfarro
y la
ruina de
sus
clientes.
El texto
de
Luciano
abunda
en el
tópico
en el
que la
hetaira
es un
ser
rapaz y
despiadado.
Lo
cierto
es que
estas
acompañantes
de alto
nivel
eran
esclavas
o
metecas,
extranjeras
residentes
en
Atenas,
y la
acumulación
de
riqueza
les
permitía
comprar
la
libertad
y la
consideración
social.
Por otra
parte,
la
prostitución
era para
las
mujeres
uno de
los
escasísimos
medios
para
ganar
dinero
con
independencia
y
administrar
sus
posesiones.
A pesar
del
moralismo
tardío
de
Luciano
(siglo
II,
d.C.),
el
inicio
de la
prostitución
en
Atenas
se
remonta
a los
tiempos
arcaicos,
y ya en
la época
de Solón
(siglo
VI a.C.)
la
ciudad
estableció
sus
propios
burdeles
públicos
en los
cuales
la
mayoría
de las
putas
eran
esclavas.
Para la
época
clásica
las
hetairas
gozaban
de
prestigio
y
aceptación.
Phrynê,
Laïs o
Naera
fueron
algunas
de las
más
célebres
por su
riqueza
y
hermosura.
Pero sin
duda, la
más
famosa
fue
Aspasia
de
Mileto,
la
amante
de
Pericles,
que
llegó a
deslumbrar
al
mismísimo
Sócrates
por su
excelencia
en el
arte de
la
conversación.
Por su
condición
de
extranjera
no pudo
casarse
con “el
olímpico”
por
culpa de
una ley
que él
mismo
habíapropiciado
pocos
años
antes.
Plutarco
describe
el
enamoramiento
que
Pericles,
a pesar
de que
lo hacía
más
vulnerable,
nunca
ocultó.
Sus
enemigos
llegaron
a
atribuir
a la
influencia
de
Aspasia
el
comienzo
de la
guerra
del
Peloponeso.
Educadas
desde
adolescentes
para la
compañía
y
divertimento
de los
hombres,
junto
con el
atractivo
físico
necesario,
las
hetairas
poseían
conocimientos
de
música,
danza y
poesía,
lo que
de por
sí era
suficiente
para
convertirlas
en una
compañía
más
deseable
que la
de las
inmaculadas
esposas,
secuestradas
en el
oikos,
echando
culo
junto a
la
rueca.
Algunos
eruditos
aventuran
que la
legendaria
comunidad
de
muchachas
de la
isla de
Lesbos,
mencionada
en los
poemas
de Safo,
no fue
otra
cosa que
un
centro
de
instrucción
humanística
para las
futuras
acompañantes
al
cuidado
de la
poetisa.
Además
de estas
putas
ideales,
verdaderas
call-girls
de clase
alta,
existieron
prostitutas
más
baratas
y de
menor
jerarquía,
llamadas
pórne,
quienes
no
tenían
ninguna
preparación
especial
y a las
que
recurrían
los
esclavos,
los
trabajadores
estacionales
y los
hombres
de las
clases
bajas en
general.
Polvo
eres
Aunque
la
práctica
de la
prostitución
era
conocida
en Roma,
la
institución
de las
Floralia,
en el
año 238
a.C., se
considera
el
acontecimiento
que
popularizó
la
actividad.
El
origen
mítico
de la
fiesta
señala
que
Flora,
habiéndose
vuelto
rica por
el
ejercicio
de la
prostitución,
decidió
declarar
al
pueblo
de Roma
como su
heredero
y
destinó
su
fortuna
a la
celebración
de los
juegos
florales
en el
día de
su
cumpleaños.
Durante
la
festividad
todo
tipo de
exceso
estaba
permitido.
Las
prostitutas,
que eran
las
grandes
protagonistas,
gritaban
obscenidades,
se
arrancaban
la ropa
y
actuaban
como
mimos
frente a
la
multitud.
La
popularidad
de la
fiesta
fue en
aumento
y en el
184 a.C.
Catón,
el
censor,
en su
campaña
contra
el lujo
y la
corrupción,
fue
incapaz
de
prohibirla
y sólo
logró
que las
partes
de mayor
desenfreno
se
realicen
sin su
presencia.
Lo
cierto
es que
luego de
la
victoria
definitiva
en las
Guerras
Púnicas,
la
sociedad
experimentó
una
opulencia
hasta
entonces
desconocida.
Las
riquezas
y el
contacto
con las
civilizaciones
más
refinadas
de
Grecia y
Asia
Menor
cambiaron
la
mentalidad
de los
romanos,
algo que
para
Catón y
sus
continuadores
constituía
un
alarmante
relajo
de las
costumbres.
En este
contexto
se
produjo
la
importación
de
prostitutas
griegas
y sirias
que
arrasaron
con el
ideal de
belleza
representado
hasta el
momento
por las
ásperas
matronas
romanas.
A pesar
de que
las
prostitutas,
junto
con los
proxenetas,
los
gladiadores,
los
actores
y las
actrices
y las
personas
condenadas
por
adulterio,
pertenecían
a la
clase
social
de los
infames,
individuos
prácticamente
sin
derechos
civiles,
la
legislación
romana
nunca
tuvo una
ley
específica
que
castigara
el
ejercicio
de la
prostitución.
La falta
de
atención
que el
sistema
legal
puso en
las
prostitutas
pudo
deberse
a que
las
mujeres
ya
carecían
de la
mayoría
de los
derechos
de los
ciudadanos
y a que
para los
hombres
las
relaciones
sexuales
con
putas no
violaban
la ley
adulterio.
En todo
caso, el
sistema
siempre
fue
bastante
permisivo
e hizo
intentos
recurrentes
por
burocratizar
el
oficio.
En
épocas
imperiales,
los
ediles,
que
entre
otras
funciones
cumplían
la de
policía,
debían
llevar
un
registro
de
meretrices,
lo que
implicaba
una
forma de
control
y el
posible
castigo
de
quienes
no
estuvieran
registradas.
En el
año 40
d.C.
Calígula
instituyó
un
impuesto
al
comercio
sexual.
Los
registros
señalan
que el
precio
del
impuesto
equivalía
al de
una
relación
pero no
especifican
si se
debía
pagar
por día,
por mes
o por
año. La
recolección
de la
tasa
estaba a
cargo de
los
soldados
y
existen
evidencias
de que
el
sistema
generó
corrupción
y
violencia
contra
las
prostitutas
y los
cafiolos,
a
quienes
se les
exigían
sumas
mayores
a las
estipuladas.
En De vita
beata,
el
filósofo
estoico
Séneca
diseñó
una
especie
de
catastro
moral de
la
ciudad
antigua:
“La
virtud
es algo
elevado, sublime,y
majestuoso,
invencible,
infatigable.
El
placer,
algo
vil,
servil,
desvalido,
caduco,
cuya
residencia
y
domicilio
son los
burdeles
y las
tabernas.
La
virtud
la
hallarás
en el
templo,
en el
foro, en
la
curia,
de pie
ante las
murallas,
polvorienta,
atezada,
con las
manos
encallecidas.
El
placer
casi
siempre
escondiéndose
y
buscando
la
oscuridad
alrededor
de los
baños,
las
salas de
vapor y
los
lugares
que
temen al
edil”.
Aunque
Séneca
pudo
estar
hablando
de una
zonificación
ideal,
en la
práctica,
la
ciudad
romana
ubicó el
comercio
sexual
en áreas
alejadas
del paso
de hijas
y
esposas,
como lo
demuestra
el
trabajo
de los
arqueólogos.
Un
testimonio
no menos
importante
es el
que
brinda
el
Satiricón
y la
picaresca
latina;
allí,
cuando
un
personaje
se aleja
de los
lugares
públicos
y
comienza
a
transitar
pasajes
y
callejuelas
hacia la
periferia
de la
ciudad,
hasta el
lector
menos
despierto
sabe
adónde
quiere
llegar.
El
vocabulario
latino
referido
a la
prostitución
y la
sexualidad
es
amplísimo;
además
de la
proyección
etimológica
de los
términos,
ilumina
los
detalles,
usos y
especialidades
de la
mala
vida en
épocas
del
Imperio.
Cymbalistriae,
ambubiae,
mimae o
citharistriae
designan
a las
prostitutas
por sus
habilidades
artísticas.
Doris,
amasiae
o
famosae
nombran
a putas
de gran
belleza
o de
buena
familia.
Por su
parte,
las
baratas
podían
ser
tanto
las
diobolares
(la
tarifa
era de
dos
óbolos),
las
blitidae
(en
consonancia
con el
nombre
de una
de las
bebidas
más
baratas
de las
tabernas)
o las
quadrantariae.
Las
copae
eran
alternadoras
o
empleadas
de las
tabernas;
las
noctiluae,
chicas
que
yiraban
de
noche, y
las
forariae,
algo así
como
unas
ruteras.
Todos
los
términos
designan
especialidades
de
vigencia
perenne.
En este
último
rubro
podemos
incluir
a la
lupa, la
palabra
latina
más
popular
para
designar
a la
puta. La
acepción
clásica
sostiene
que la
lupa
como
símbolo
de la
codicia
define
el
carácter
de las
prostitutas.
Sin
embargo
Servio,
el más
famoso
comentarista
virgiliano
de la
antigüedad,
ofrece
una
interpretación
original.
En la
Eneida,
Virgilio
describe
de qué
modo la
loba, al
recoger
a los
expósitos
Rómulo y
Remo,
los
lame,
como
hacen
algunos
mamíferos
con sus
cachorros
recién
nacidos,
para
lavarlos
y, de un
modo
metafórico,
terminar
de
conformar
el nuevo
ser. A
partir
de esta
lamida
fundacional,
Servio
adjudica
la
palabra
lupae al
colectivo
de
mujeres
expertas
en una
peculiar
gimnasia
lingüística.
Bajo el
Volcán
Si un
extranjero
llegaba
a una
ciudad
del
Imperio
y
preguntaba
dónde
estaban
las
chicas,
la
respuesta
podía
encaminarlo
hacia la
taberna,
los
baños
públicos
o los
arcos
del
teatro.
Aunque
éstos
eran
sólo
algunos
de los
sitios
donde
podían
encontrarse
las
prostitutas,
en
Pompeya,
como en
ninguna
otra
ciudad
romana,
se
aprecia
la
existencia
de un
circuito
dedicado
exclusivamente
a la
mala
vida. En
este
sentido,
el
lupanar
tiene el
privilegio
de ser
la única
construcción
de cuya
función
los
expertos
no
tienen
dudas.
Según la
clasificación
del
inglés
Andrew
Wallace-Hadrill,
lo que
define
el uso
de un
edificio
antiguo
como
prostíbulo
es la
existencia
de arte
erótico,
de
graffiti
alusivos
y de
plataformas
de
material
a modo
de base
de los
camastros.
El
lupanar
de
Pompeya,
además
de ser
el único
edificio
que se
ajusta a
este
criterio,
fue
construido
especialmente
para
cumplir
las
funciones
de
burdel.
Se trata
de un
edificio
de dos
plantas,
cada una
con
cinco
habitaciones
pequeñas
con
camas de
piedra.
En la
planta
inferior,
sobre el
corredor
que
conecta
los
cuartos,
todavía
se
observa
con
bastante
claridad
una
serie de
pinturas
eróticas,
representaciones
de
Príapo
blandiendo
dos
penes o
parejas
que
ejecutan
distintas
posiciones
sexuales.
En las
paredes
del
lupanar,
más de
120
graffiti
aportan
información
sobre
los
trajines
del
lugar.
Desde
los
protohippies
como
Marco
ama a
Espedusa
a los
pragmáticos
Harpocras
se echó
un buen
polvo
por un
denario
o Soy
tuya por
dos ases
de
bronce;
de las
bravuconadas
machistas
como
Fortunato
te
cojerá
con su
miembro
como una
hoz a
las
respuestas
vengativas
como
Sacudítela,
pajero.
Además
del
lupanar,
en
Pompeya
los
arqueólogos
identificaron
con
menor
grado de
certeza
otras 19
construcciones
que en
algún
momento
pudieronservir
para el
comercio
sexual,
cerca de
las
cuales
solían
encontrarse
las
cellae
meretriciae.
Eran
estructuras
de un
solo
ambiente
en las
que
trabajaban,
de a una
por vez,
las
prostibula,
como
llamaban
a las
putas
que
permanecían
de pie
en la
puerta
de las
celdas,
o las
proseda,
que
esperaban
a sus
clientes
sentadas.
Tanto en
las
cellae
como en
las
habitaciones
del
lupanar,
una
pizarra
ubicada
sobre la
puerta
indicaba
el
nombre,
el
precio y
la
disponibilidad
de la
chica
que
estaba
atendiendo.
Las
pinturas
eróticas
encontradas
en el
lupanar
de
Pompeya
reproducen
un
ambiente
lujoso
de dulce
hedonismo.
Sin
embargo,
es
indudable
que los
hombres
de las
familias
acomodadas,
dueños
de
esclavos
y
esclavas
disponibles
para el
divertimento
sexual,
no
frecuentaban
estos
lugares
que,
como los
actuales
y
tumultuosos
puteríos
del
conurbano,
eran de
consumo
bien
popular.
En este
sentido,
el arte
prostibulario,
además
de
funcionar
como una
especie
de cine
porno
picapiedra
interpretado
por
cuerpos
jóvenes
y
bellos,
estimulaba
en la
mente de
los
clientes
la
fantasía
efímera
de
pertenecer
a un
mundo
que les
estaba
vedado. |