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22/02/2004

Javier Lorenzo ● www.elmundo.es

Roma resucita el legado
Todos tenemos algo de romanos
Foto: Javier Suarez. Estilismo: María Cardona
¿Quién no ha saludado alguna vez con un gracioso “ave” en sus labios? ¿Sabe que el “stibium” es el rímel de hoy? ¿O que las carreras de caballos podrían ser el precedente de la Fórmula 1? Anécdotas aparte, lo que sí es cierto es que casi todo lo que somos se lo debemos a ella: a la antigua Roma. El calendario, la arquitectura, la economía, el derecho..., hasta la ingeniería genética. Gran parte de nuestra existencia actual es herencia directa de aquellos hombres.

La multitud ruge. Sobre la arena, un espectáculo nunca antes visto. Tres hermosas gladiadoras despliegan sus impresionantes armas (tridentes, mazas de pinchos, espadas...) frente al joven emperador. Una es nubia, otra germana y de la tercera no se conoce su procedencia, aunque muchos aseguran que llegó de allende los mares. De repente, un escudo con los colores blanco, rojo y azul se interpone en la escena. No es una imagen del pasado, sino del presente. Se trata del último anuncio de una multinacional de bebidas refrescantes. Así pues, si la publicidad ha escogido esta época clásica como icono de nuestros días, ya no caben más dudas: Roma late aún con fuerza en nuestros corazones.

Política e instituciones. Europa –Occidente en su conjunto– es heredera directa, y también deudora, de la antigua Roma (aunque ésta, nunca hay que olvidarlo, lo sea a su vez de la Grecia clásica). Desde que el Imperio romano sucumbió, las naciones que se han visto con suficiente fuerza para ello han procurado reproducir aquella unidad política en el Viejo Continente: Carlomagno y Carlos I de España, por ejemplo, se autocalificaban como césares. Por tanto, no es de extrañar que aún en nuestros días perviva esa intención. ¿O fue una casualidad que el tratado por el que se constituyó el germen de lo que hoy es la Unión Europea se firmara precisamente en Roma? La respuesta sólo puede ser negativa.
 
Cantantes, romanos y refrescos
Los cantantes Enrique Iglesias (en la piel de César), Beyoncé (armada de tridente), Britney Spears (con escudo y espada) y Pink (blandiendo una maza con pinchos) han prestado su imagen al último y multimillonario anuncio de Pepsi Cola. “Lánzate por más” es el nombre de la campaña de este año. En el “spot”, que ha sido realizado por el publicista Tarsen Singh, las tres “gladiadoras” dan rienda suelta, en pleno Coliseo romano, a su mejor arma, su voz, versionando el éxito de Queen “We Will Rock You”. Aunque a la hora de hablar de cifras –vamos, simplemente decir cuánto han cobrado– los cantantes se quedan mudos.

Muchos países deben su nombre a la mente romana. Hispania es un caso evidente. Ocurre igual con muchas de las fronteras, que permanecen casi inalterables desde que las legiones y la administración romanas establecieran los límites del Imperio y sus provincias. Es más, el propio término de Imperio no se entendería de no ser por Augusto, quien puso fin a la época republicana. Pero, ¡alto!, la palabra república procede a su vez de res publica, expresión que sigue usándose con frecuencia y que indica la cosa pública, lo que afecta a todo el pueblo... Y así podríamos continuar hasta la extenuación.

Cuantos conceptos políticos manejamos hoy ya existían hace 2.000 años, aunque con variaciones. Un proletarii de entonces no era lo mismo que un proletario visto desde la óptica de Marx, ni nuestro sistema electoral tiene los mismos mecanismos que aquellas asambleas (comitia) de las cinco clases económicas de la urbe, ni tampoco las funciones del Senado de la época se corresponden con las actuales (ya quisieran éstas). Sin embargo, aunque sólo sea terminológicamente, aquel mundo sigue vigente: sufragii, lex, plebiscitum, princeps, nobilitas, plebe, edil, Capitolio... Había también campañas electorales y hasta Cicerón escribió un didáctico Manual del candidato, que debería ser leído por muchos de nuestros políticos.

Mención aparte merece el Derecho Romano, asignatura que sigue impartiéndose, y considerándose fundamental, en las universidades europeas. Creación genuinamente romana, es la piedra angular del sistema jurídico que impera hoy en el continente –Gran Bretaña es otro cantar– y, para confirmarlo, los aforismos latinos salpican los legajos y alegatos del siglo XXI.

Por último, es inevitable reflejar la manipulación perversa que las dictaduras y las ideologías fascistas han hecho de la simbología romana desde la primera mitad del siglo XX. Las fasces, el saludo con la mano en alto, las coronas de laureles, los arcos triunfales, han sido utilizados de forma traidora para adornar unos pensamientos vacíos de contenido. Evidentemente, los energúmenos nazis no tienen ni la más remota idea de lo que están haciendo, ni de dónde proceden esos signos en realidad.

Ciencia y religión. Para ser un pueblo eminentemente práctico, los romanos eran muy religiosos y supersticiosos. Hasta que acabaron por adoptar el monoteísmo cristiano, su panteón tenía cientos de dioses y no dudaban en engrosarlo con otras divinidades, en su mayor parte procedentes de Oriente (Cibeles, que con su carro de leones domina una de las principales plazas de Madrid, era en sus orígenes una diosa de Asia Menor, la actual Turquía). El paralelismo con nuestros días, en los que la fe se resquebraja, aparecen nuevas confesiones y abundan adivinos, iluminados y agoreros es notable.

En todo caso, el mayor vestigio que queda de Roma es el cristianismo; concretamente, la Iglesia católica. Desde que aparecieron las “donaciones de Constantino” –unos documentos que, se considera, eran apócrifos–, la Iglesia tuvo un territorio propio y, por consiguiente, un poder temporal. De no haber tenido mártires en el Coliseo, de no haber sido apoyada por algunos de los últimos emperadores, y de haberse quedado sólo en el terreno de la fe, tal vez esta religión no sería hoy más que otra de tantas supercherías olvidadas de raíz semítica. En consonancia con esto, es lógico que términos como curia, amén, inri o sacrosanctitas sean de uso común en un credo que hasta hace pocos años oficiaba las misas en latín.

Como es lógico, la ciencia y tecnología romanas han sido ampliamente superadas en nuestra época. No obstante, aún quedan numerosos restos de su ingenio, el más señalado de los cuales es el calendario (de calendas o primer día del mes). Fruto del matemático griego Sosígenes, a instancias de Julio César, comenzó a aplicarse el 1 de enero de 45 a.C. en sustitución del calendario lunar y, aunque fue sustituido por el calendario gregoriano en el siglo XVI, sus bases son casi las mismas. Respecto a esa fecha, 1 de enero, se consideró el primer día del año a causa de las guerras en Hispania, cuando el Senado, en el año 154 a.C. se vio obligado a adelantar dos meses el juramento de los nuevos cónsules –en su origen era el ? de marzo– para que al ejército le diera tiempo de sofocar la rebelión de los celtíberos.

Al contemplar los nombres de los meses y los días también resulta imposible eludir el influjo romano: marzo (Marte), junio (Juno), agosto (Augusto)... O miércoles (Mercurio), viernes (Venus), sábado (Saturno), domingo (Dominum o día del Señor)... Lo mismo puede decirse de los planetas del sistema solar.

Quedan también entre nosotros la numeración, el tradicional prensado de la uva, la ingeniería (el puente romano de Córdoba sigue cumpliendo su función al igual que la Cloaca Maxima de Roma o el hormigón –opus caementicium–), la arquitectura (las ventas de la campiña española no se distinguen apenas de las mansiones o posadas romanas, ni las plazas de toros actuales son muy distintas de los anfiteatros), la economía (ya sabían lo que era la inflación), los códigos de barras y la denominación de origen (en los sellos de las ánforas venían la procedencia y las características del vino) y hasta la ingeniería genética (verbigracia, la amigdalina era el injerto de almendro en manzano, mientras que la malina era de ciruelo en manzano). Por su parte, una empresa española pretende ahora reproducir el garum, una especie de salmuera de pescado bastante pestilente que era, sin embargo, muy apreciada en la época.

Caso aparte merece el urbanismo. Muchas de las ciudades españolas y europeas son de origen romano, pero no sólo esto, sino que en algunas, caso de la ciudad de León, aún se percibe, además de restos arquitectónicos (murallas, teatros, acueductos...), el perfil del campamento militar que fue su germen. Pero no sólo las ciudades; también en el terreno se ve la huella romana. Las Médulas, por ejemplo, no tendrían esa peculiar configuración de no ser porque son los restos de una explotación minera en la que el agua a presión se convirtió en el principal método de extracción utilizado.

El latín, el arte y la cultura. Pese a considerarse como una lengua muerta, el latín sigue pujante en muchos campos. Además de ser la raíz de la que surgieron las lenguas romances, no es extraño oír a alguien decir ex aequo, ad hoc, cum laude, alea jacta est, in situ o, llegado el caso, RIP (requiescat in pace). Este uso cotidiano es un pálido reflejo de lo que ocurre en círculos científicos, donde el latín es la lengua franca. Entomólogos, ornitólogos, biólogos, filósofos y, por supuesto, teólogos de todo el mundo tienen en ella una poderosa herramienta de expresión. Hasta mediados de la década de los 80, del siglo XX, todavía se editaban libros en latín en estas dos últimas disciplinas. Y ya que hablamos de libros, se cree que fue Julio César a quien se le ocurrió coser las hojas de papel por uno de los bordes.

Multitud de monumentos romanos salpican las riberas del Mare Nostrum, y aun siendo obras civiles, como el acueducto de Segovia, con el paso del tiempo se han convertido en objetos de arte que atraen a los turistas. Pero no sólo perviven las grandes construcciones. Las columnas de muchos edificios en nuestras ciudades siguen el modelo dórico que tanto apasionaba a los romanos, muchas casas de diseño se adscriben al rojo pompeyano, se mantienen joyas gastronómicas como las hojas de vid rellenas e incluso la parte superior de los teatros, que conocemos como gallinero, recibe su nombre del pullarium romano.

En fin, Petronio y Apuleyo nos legaron la novela en prosa, los discursos y exhibiciones de retórica de Catón –Delenda est Carthago– o el Satiricón de Petronio todavía nos agitan, nos seguimos riendo con las obras de Plauto y, tal vez lo más fundamental, el conocimiento que tenemos de Aristóteles, Platón y el resto de pensadores griegos sería imposible de no haber sido sus obras y enseñanzas atesoradas por sus futuros conquistadores.

Usos, modas y costumbres. ¿Quién no se ha presentado alguna vez a la voz de ave (hola)? ¿Y quién no ha utilizado la palabra vale, aunque no le haya dado su significado original de adiós? Son sólo dos pequeñas muestras del pálpito de la antigua Roma en el siglo XXI. Algunas ciudades reciben el sobrenombre de foro, abundan gentilicios como complutense o hispalense, se habla de pan y circo o de dormirse en los laureles, el desmedido consumismo de nuestra época en poco difiere del de hace 2.000 años y la estética es tan importante ahora como entonces (en tiempos de Julio César, un senador denunció a otro porque le había arrugado la toga sin querer). El stibium de la época es el rímel de hoy, y los unguentum eran tan refinados como los perfumes más exclusivos y modernos de las mejores marcas.

Todo estudiante sabe que la mayor parte de las asignaturas empiezan recordando sus antecedentes romanos, y expresiones como “por fas” o “por nefas” nos trasladan sin querer a los tiempos en los que aún existían los días aciagos. Muchas de nuestras fiestas coinciden con las más paganas, las togas de los jueces o los catedráticos son una reminiscencia, aunque más cómoda de llevar, el color negro del luto procede de los vestidos que lucían los lictores en los funerales y hasta los tatuajes tienen como precedente los que llevaban los legionarios en los brazos, con la diferencia de que a estos los marcaban así para que en caso de deserción fueran fácilmente reconocidos.

Grafittis romanos pueden encontrarse aún en las pirámides de Egipto y otros lugares, algunos de los objetos rescatados en Pompeya sólo pueden ser souvenirs de inquietos viajeros, las primeras sílabas que pronunciaba un bebé solían ser las de Tata (padre) y las carreras de caballos en el circo poco podían envidiar en emoción a las de Fórmula 1.

Con todas estas concordancias no es extraño que todo lo que signifique Roma atraiga nuestra atención. Muchos viajes de fin de curso ya no tienen como destino algún lugar tan frívolo como placentero, sino la eterna capital del Imperio, mientras que jóvenes y adultos disfrutan con las aventuras de Astérix, series como Yo, Claudio, películas como Ben-Hur o los reportajes sobre el particular que emite el Canal Historia. Este interés no es nuevo. Es una constante desde que Odoacro depuso en 476 a Rómulo Augústulo, el último emperador. En realidad, casi todo lo que somos se lo debemos a Roma, pero muchos están empezando a darse cuenta ahora.

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