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22/02/2004

Jorge Salazar  etece.terra.com.pe

Roma no era un circo
Los recuerdos de una Italia de celuloide llevan al cronista a emprender un viaje en el que descubrirá algo más que el glorioso pasado de un imperio.

Pasado que será el tiempo, ¿qué dirán los historiadores de estos días que nos ha tocado vivir? Y cuando ya no estemos ninguno de nosotros, ¿habrá alguien capaz de excusar este hundimiento material y espiritual que afrontamos día tras día? Cada vez que este tipo de preguntas invaden la cabeza del cronista, me escapo recordando que alguna vez un muy querido profesor nos decía algo así como que el mejor remedio para cierto tipo de abatimientos era tener presente que cada uno es su propia historia y su propia esperanza. Recordando a mi profesor, me complazco echando miradas a otros tiempos, personales. Y me sirve.

VIAJAR AL AYER
Sí, si se quiere es solamente un recurso, pero me ha valido mucho. Así, cuando tuve que decidir por mis primeras vacaciones profesionales, ni siquiera lo pensé. Una sucesión de imágenes cinematográficas recibidas en la infancia -Los últimos días de Pompeya y una serie de películas sobre la Roma de los césares- me llevaron a Italia, a sus viejas y difuntas ciudades del imperio.
Como todas las urbes de la antigüedad, Roma también hacía remontar sus orígenes a una especie de prodigio o milagro y contaba su historia como una gran novela. Naturalmente, las cosas, como ocurriría con las ancestrales leyendas cusqueñas, no sucedieron como en los cantares populares, pero los romanos, como lo harán los incas, quisieron preservar esas historias míticas porque, probablemente, pensaban para sus adentros en la importancia de educar a sus hijos en la convicción de que pertenecían a un pueblo elegido por los dioses, en un caso, y por el Sol, tratándose de nuestros ancestros.
Cuando empezaron a dudar de estas cosas, el imperio se volvió polvo. Así, alternando la compra de corbatas, paseos por plazas y fuentes empedradas, me nació esa convicción de que la inmensidad y la grandeza de Roma fue construida por seres tan parecidos a los de mi pueblo. Qué rico ser peruano, me decía cuando volvía al hotel.

LA INTACTA POMPEYA
Menos la vida, todo quedó intacto en esa catástrofe telúrica lanzada por el Vesubio en una fecha, 24 de mayo, también mortalmente dolorosa para la gente de mi barrio (un 24 de mayo el Nacional de Lima se convirtió en un volcán). Claro que hay diferencias entre el año 79 de nuestra era y el de 1964, pero igual mi cuerpo temblaba contemplando esos brillantes mosaicos que pavimentaban las calles y que parecían pintados el día anterior.
Casas con sus muebles y enseres; lámparas relucientes, intactos altares familiares; estatuas de Venus y Apolo adoradas por desparramados esqueletos cubiertos de joyas. Los arqueólogos -nos narraba una guía siciliana que parecía extraída de un Ticiano- descubrieron la ciudad en 1748, y desde entonces los investigadores no han cesado de excavar y hurgar en esa urbe y darse con sorpresas. Hombres, mujeres, niños, soldados, vendedores ambulantes, cómicos y también ladrones cargando con su botín. Y más: gatos, perros, pájaros en sus jaulas, caballos en sus pesebres, seres humanos, animales y objetos de diversa clase solidificados por la ceniza, la lava volcánica y el tiempo. Y al lado de esa completa gama de sugerencias de una cotidianidad cómoda y altamente civilizada, que incluían inscripciones deportivas o amorosas sobre las paredes, un inventario de cocinas y comedores donde se hallarían restos de alimentos y vinos intocados que harían cambiar la cronología de la historia gastronómica. Para hablar de ello, espero habrá tiempo para hablar. Escribir, quiero decir. Los días vienen demasiado convulsionados para hablar de salsas.

LOS ÚLTIMOS DÍAS
Fue uno de los mejores goces cinematográficos que tuve en mi ya cada día más neblinosa infancia. Los últimos días de Pompeya fue esa película americana en la que Preston Foster personificaba a Glauco, el protagonista extraído de la novela de Edward Bulwer-Lytton (un bestseller de mitad del siglo XIX). Conjeturo que ese filme, donde todo o casi todo era en blanco y negro, bueno y malo, cristiano y pagano, corrupción y virtud, contribuyó a que se desatase en este cronista el hasta ahora inacabable apetito por la cultura mediterránea y, en especial, por los días de gloria y horror de la Roma histórica.
Creo que puedo decir, ahora que tantas cosas huelen a podrido, que a partir de esa función barrial de matinée, en que la terrible catástrofe telúrica que llevó a la desgracia y la muerte a la apacible ciudad de Pompeya y sus 15 mil habitantes, me convertí en un curioso indagador de todo lo que tuviese sabor a Roma. Lo grandioso y lo repudiable.

ANALOGÍAS SIN PERMISO
No sé bien qué pensará mi director de esta crónica. ¿Es esto que escribo una crónica? Lo que fuere, pero lo cierto es que la cabeza de uno, como la de cualquiera, sospecho, es atrevida y no te permite así nomás escapar. Así, yo que deseaba hacer una nota divertida y hablar sobre César, ese estadista que fue de joven un canalla de marca mayor, un mujeriego y visitador de prostitutas y que desde muy temprano usaba un bisoñé porque se avergonzaba de su prematura calvicie, terminé hablando de la Roma que admiro desde la infancia, esa nación cargada de historia y posibilidades y que no fue abatida, como nos quieren hacer creer unos ayayeros, por sus enemigos externos, sino por sus males internos, por la corrupción y la falta de conciencia y ética de quienes la gobernaron. Los cristianos, que también formaron parte de esta historia, se limitaron a enterrarla. Y ya no sé que más decirles

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