Los
recuerdos
de una
Italia de
celuloide
llevan al
cronista a
emprender
un viaje
en el que
descubrirá
algo más
que el
glorioso
pasado de
un imperio.
Pasado que
será el
tiempo,
¿qué dirán
los
historiadores
de estos
días que
nos ha
tocado
vivir? Y
cuando ya
no estemos
ninguno de
nosotros,
¿habrá
alguien
capaz de
excusar
este
hundimiento
material y
espiritual
que
afrontamos
día tras
día? Cada
vez que
este tipo
de
preguntas
invaden la
cabeza del
cronista,
me escapo
recordando
que alguna
vez un muy
querido
profesor
nos decía
algo así
como que
el mejor
remedio
para
cierto
tipo de
abatimientos
era tener
presente
que cada
uno es su
propia
historia y
su propia
esperanza.
Recordando
a mi
profesor,
me
complazco
echando
miradas a
otros
tiempos,
personales.
Y me
sirve.
VIAJAR
AL AYER
Sí, si se
quiere es
solamente
un
recurso,
pero me ha
valido
mucho.
Así,
cuando
tuve que
decidir
por mis
primeras
vacaciones
profesionales,
ni
siquiera
lo pensé.
Una
sucesión
de
imágenes
cinematográficas
recibidas
en la
infancia
-Los
últimos
días de
Pompeya y
una serie
de
películas
sobre la
Roma de
los
césares-
me
llevaron a
Italia, a
sus viejas
y difuntas
ciudades
del
imperio.
Como todas
las urbes
de la
antigüedad,
Roma
también
hacía
remontar
sus
orígenes a
una
especie de
prodigio o
milagro y
contaba su
historia
como una
gran
novela.
Naturalmente,
las cosas,
como
ocurriría
con las
ancestrales
leyendas
cusqueñas,
no
sucedieron
como en
los
cantares
populares,
pero los
romanos,
como lo
harán los
incas,
quisieron
preservar
esas
historias
míticas
porque,
probablemente,
pensaban
para sus
adentros
en la
importancia
de educar
a sus
hijos en
la
convicción
de que
pertenecían
a un
pueblo
elegido
por los
dioses, en
un caso, y
por el
Sol,
tratándose
de
nuestros
ancestros.
Cuando
empezaron
a dudar de
estas
cosas, el
imperio se
volvió
polvo.
Así,
alternando
la compra
de
corbatas,
paseos por
plazas y
fuentes
empedradas,
me nació
esa
convicción
de que la
inmensidad
y la
grandeza
de Roma
fue
construida
por seres
tan
parecidos
a los de
mi pueblo.
Qué rico
ser
peruano,
me decía
cuando
volvía al
hotel.
LA
INTACTA
POMPEYA
Menos la
vida, todo
quedó
intacto en
esa
catástrofe
telúrica
lanzada
por el
Vesubio en
una fecha,
24 de
mayo,
también
mortalmente
dolorosa
para la
gente de
mi barrio
(un 24 de
mayo el
Nacional
de Lima se
convirtió
en un
volcán).
Claro que
hay
diferencias
entre el
año 79 de
nuestra
era y el
de 1964,
pero igual
mi cuerpo
temblaba
contemplando
esos
brillantes
mosaicos
que
pavimentaban
las calles
y que
parecían
pintados
el día
anterior.
Casas con
sus
muebles y
enseres;
lámparas
relucientes,
intactos
altares
familiares;
estatuas
de Venus y
Apolo
adoradas
por
desparramados
esqueletos
cubiertos
de joyas.
Los
arqueólogos
-nos
narraba
una guía
siciliana
que
parecía
extraída
de un
Ticiano-
descubrieron
la ciudad
en 1748, y
desde
entonces
los
investigadores
no han
cesado de
excavar y
hurgar en
esa urbe y
darse con
sorpresas.
Hombres,
mujeres,
niños,
soldados,
vendedores
ambulantes,
cómicos y
también
ladrones
cargando
con su
botín. Y
más:
gatos,
perros,
pájaros en
sus
jaulas,
caballos
en sus
pesebres,
seres
humanos,
animales y
objetos de
diversa
clase
solidificados
por la
ceniza, la
lava
volcánica
y el
tiempo. Y
al lado de
esa
completa
gama de
sugerencias
de una
cotidianidad
cómoda y
altamente
civilizada,
que
incluían
inscripciones
deportivas
o amorosas
sobre las
paredes,
un
inventario
de cocinas
y
comedores
donde se
hallarían
restos de
alimentos
y vinos
intocados
que harían
cambiar la
cronología
de la
historia
gastronómica.
Para
hablar de
ello,
espero
habrá
tiempo
para
hablar.
Escribir,
quiero
decir. Los
días
vienen
demasiado
convulsionados
para
hablar de
salsas.
LOS
ÚLTIMOS
DÍAS
Fue uno de
los
mejores
goces
cinematográficos
que tuve
en mi ya
cada día
más
neblinosa
infancia.
Los
últimos
días de
Pompeya
fue esa
película
americana
en la que
Preston
Foster
personificaba
a Glauco,
el
protagonista
extraído
de la
novela de
Edward
Bulwer-Lytton
(un
bestseller
de mitad
del siglo
XIX).
Conjeturo
que ese
filme,
donde todo
o casi
todo era
en blanco
y negro,
bueno y
malo,
cristiano
y pagano,
corrupción
y virtud,
contribuyó
a que se
desatase
en este
cronista
el hasta
ahora
inacabable
apetito
por la
cultura
mediterránea
y, en
especial,
por los
días de
gloria y
horror de
la Roma
histórica.
Creo que
puedo
decir,
ahora que
tantas
cosas
huelen a
podrido,
que a
partir de
esa
función
barrial de
matinée,
en que la
terrible
catástrofe
telúrica
que llevó
a la
desgracia
y la
muerte a
la
apacible
ciudad de
Pompeya y
sus 15 mil
habitantes,
me
convertí
en un
curioso
indagador
de todo lo
que
tuviese
sabor a
Roma. Lo
grandioso
y lo
repudiable.
ANALOGÍAS
SIN
PERMISO
No sé bien
qué
pensará mi
director
de esta
crónica.
¿Es esto
que
escribo
una
crónica?
Lo que
fuere,
pero lo
cierto es
que la
cabeza de
uno, como
la de
cualquiera,
sospecho,
es
atrevida y
no te
permite
así nomás
escapar.
Así, yo
que
deseaba
hacer una
nota
divertida
y hablar
sobre
César, ese
estadista
que fue de
joven un
canalla de
marca
mayor, un
mujeriego
y
visitador
de
prostitutas
y que
desde muy
temprano
usaba un
bisoñé
porque se
avergonzaba
de su
prematura
calvicie,
terminé
hablando
de la Roma
que admiro
desde la
infancia,
esa nación
cargada de
historia y
posibilidades
y que no
fue
abatida,
como nos
quieren
hacer
creer unos
ayayeros,
por sus
enemigos
externos,
sino por
sus males
internos,
por la
corrupción
y la falta
de
conciencia
y ética de
quienes la
gobernaron.
Los
cristianos,
que
también
formaron
parte de
esta
historia,
se
limitaron
a
enterrarla.
Y ya no sé
que más
decirles |