Para comprender por qué surge la idea de añadir un día más a febrero cada cuatro años, hay que remontarse a los orígenes del calendario Juliano. Hasta la reforma realizada por Julio César, quien implantó el calendario de 12 meses, los pueblos antiguos dividían el tiempo en días o meses, que se correspondían con las fases lunares. Los romanos establecieron un año basado en 365 días divididos en 12 meses de desigual duración.

Intentando solapar el desfase de días, realizaron diversas pruebas, como intercalar un nuevo mes en febrero, al que llamaron Marcedonius, pero los desajustes continuaban. No fue hasta el año 45 a.C. cuando Julio César, asesorado por Sosígenes -astrónomo alejandrino- decidió establecer un nuevo calendario, basado en el año egipcio, de 365 días y un cuarto (365,25).

Así, cada cuatro años se intercalaría un día, al que se denominó 'bi sextus' -palabra que proviene de 'bi seis', que hace referencia a los 366 días, dos seis, que tendría ese año-.

Pero este calendario Juliano acumulaba un error cada 128 años, algo en lo que el Papa Gregorio XIII cayó en la cuenta, observando que el siglo XVI llevaba un retraso de diez días. Para solapar este error, la fórmula usada por el Papa fue sencilla: del 4 de octubre de 1582 se pasó directamente al 15 de octubre. Así, se eliminaron diez días, en los que se puede decir que nadie nació ni murió, pues son días que no existieron en el calendario. De este modo nació el Calendario Gregoriano, que aún hoy en día está en vigor.

Tras esta reforma, Gregorio XIII marcó las pautas que se usan hoy para averiguar si un año es bisiesto o no lo es. Así, se determinó que un año sería bisiesto si es divisible por 4 y por 400. Mientras, todos aquellos meses que sean divisibles entre 100 o acaben en 00 no serán bisiestos. El año 3600, aunque sea divisible entre 400 tampoco lo será.