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Hasta
hace
10
años,
el
sexo
entre
dos
hombres
que
muestra
la
copa
Warren
se
consideró
demasiado
explícito
para
ser
expuesto
en
un
museo. |
El sexo en
la antigua
Roma es el
anterior
al de la
culpa
cristiana
y
puritana.
Y todos
los
romanos de
los dos
primeros
siglos de
nuestra
era, ya
fueran
ricos o
pobres,
exhibían
con
orgullo en
sus
hogares
imágenes
que hoy en
día nunca
expondríamos
a la
vista, al
considerarlas
pornográficas.
¿Por qué
mostraban
con
orgullo su
arte
erótico en
público?
¿Quién
hacía qué,
a quién y
por qué?
¿Cuáles
eran las
reglas del
juego
sexual? ¿Y
las de las
relaciones
heterosexuales
y
homosexuales?
John R.
Clarke,
catedrático
de
Historia
del Arte
en la
Universidad
de Texas y
una
autoridad
de
renombre
internacional
en el
estudio de
la
civilización
romana,
intenta
responder
a éstas y
muchas
otras
preguntas
en Sexo en
Roma
(Editorial
Océano),
un
provocativo
trabajo
que
muestra
las
diferencias
que
existen
entre
nosotros y
los
antiguos
romanos en
materia
sexual.
En la Roma
clásica,
el buen
sexo, bajo
todas sus
formas,
era un
precioso
regalo de
los
dioses. Y,
quizá por
ello,
estigmatizaron
muchas
menos
prácticas
sexuales
que en
nuestra
época. «Si
el sexo
era una
gracia que
condecía
Venus,
¿qué
sentido
habría
tenido
castigar a
la gente
por
disfrutar
de él?»,
argumenta
el autor,
que
analiza en
el libro
un gran
número de
piezas de
contenido
sexual
descubiertas
entre las
ruinas de
Pompeya y
Herculano,
así como
pinturas,
esculturas
y vasijas
ocultas
hasta hace
muy poco
en los
distintos
«museos
secretos»
del mundo.
Uno de
ellos, el
Arqueológico
Nacional
de
Nápoles,
mantuvo
cerrado al
público
hasta hace
tres años
el llamado
«gabinete
secreto»,
una sala
en la que
se
almacenaron
durante
casi 250
años
objetos o
pinturas
murales de
alto
contenido
sexual que
se iban
extrayendo
de las
ruinas de
Pompeya,
sepultada
por las
cenizas
del
Vesubio en
el año 79
de nuestra
era. Y
entre lo
que se ha
conservado,
hay
dibujos
que, al
igual que
el
Kamasutra,
muestran
con
detalle el
acto
sexual en
todas sus
posturas.
«En las
casas de
los
poderosos
de
entonces
había
pinacotecas
y en ellas
no
faltaban
pinturas
eróticas
que
transmitían
lecciones
sexuales»,
mantiene
Clarke.
«CARPE
DIEM»
Hasta que
el
emperador
Constantino
(315 d.C.)
convirtió
al
cristianismo
en
religión
de Estado,
muchos
romanos
hicieron
suyo el
grito del
poeta
Horacio
carpe diem
(¡goza de
este
día!). Y
así,
siempre
según el
autor, el
hecho de
alcanzar
el éxtasis
con
alguien
hermoso,
ya se
tratara de
un hombre,
de una
mujer, de
un
adolescente
o de un
adulto, se
concebía
como un
don de los
dioses y
uno de los
momentos
más
importantes
de la
vida. Por
ello, tan
sólo
regulaban
el sexo en
la medida
en que
pudiera
suponer
una
amenaza
para las
instituciones
de la
elite, un
2% de la
población
de la Roma
precristiana.
Poseer
esclavos,
hombres y
mujeres,
para
satisfacer
los
caprichos
sexuales y
que éstos
convivieran
bajo el
mismo
techo que
la esposa
legal era
una
costumbre
muy
arraigada
entre los
patricios.
En
términos
legales,
se trataba
de sexo
entre el
propietario
y su
propiedad
y, por
tanto,
todo
estaba
permitido,
aunque el
esclavo
fuese
menor de
edad.
«Teniendo
en cuenta
que un
joven o
una joven
especialmente
agraciados
costaban
entonces
lo que
cuesta un
coche de
lujo hoy
en día, no
mantener
relaciones
sexuales
con los
esclavos
sería como
comprarse
un
Mercedes y
no
conducirlo
nunca»,
apostilla
el autor.
En la
mentalidad
romana, el
sexo entre
hombres no
estaba mal
visto y se
consideraba
aceptable
que un
ciudadano
libre de
la elite
introdujera
su pene en
el cuerpo
de otro,
ya fuera
hombre o
mujer. Lo
que
realmente
importaba
era que la
otra
persona
perteneciera
a una
clase
social
inferior.
Y mientras
la
posición
activa o
penetradora
no era
objeto de
crítica,
los
romanos
solían
despreciar
e incluso
penalizar
a los
ciudadanos
libres que
consentían
en adoptar
la pasiva
o
receptiva.
Por ello
se
marginaba
a los
esclavos o
a los
libertos,
ya que se
suponía
que habían
sido
utilizados
por sus
amos, es
decir,
penetrados
por ellos.
Sin
embargo,
en la
cultura
romana
antigua no
existía
nada
parecido a
nuestra
noción
contemporánea
del hecho
lésbico.
En las
pocas
ocasiones
en las que
los
autores
romanos
hacen
referencia
al coito
entre dos
mujeres,
suelen
referirse
a una de
ellas como
a un
monstruo
contranatura
que
penetra a
su pareja
con un
pene
artificial.
La
prostitución
masculina
era legal
y sus
profesionales
pagaban
impuestos
e incluso
celebraban
su propia
festividad,
como las
prostitutas.
Pero
mientras
ellas
solían ser
de clase
baja y
ofrecían
sus
servicios
a precios
módicos,
ellos se
vendían
por
cantidades
elevadas y
conseguían
amasar
cierta
riqueza.
Tanto
cobraban
que hasta
el
moralista
romano
Cato se
lamentaba
de que sus
conciudadanos
se
prestaran
a pagar
por un
prostituto
la misma
cantidad
de dinero
que les
habría
costado
una
granja.
Sin
embargo,
sería un
error
concluir
que los
romanos no
tenían
tabús ni
restricciones
sexuales.
Prácticas
como la
felación,
el
cunnilingus,
el sexo
entre
mujeres y
el sexo en
grupo
estaban
prohibidos.
Pero ya se
sabe que
el tabú
conlleva
un placer
adicional,
el que
provoca la
trangresión
de la
norma. Y
quizás
ésta sea
la razón
por la que
en la
antigua
sociedad
romana
existía
una
demanda
tan
elevada de
imágenes
que
mostraban
a gente
saltándose
las
reglas.
Éste es,
al menos,
el
razonamiento
de John R.
Clark, que
explica
así el
abundante
material
sexual
encontrado
en
pinturas,
vasijas,
amuletos y
otros
objetos
analizados.
La
felación,
ya fuera
practicada
por un
hombre o
una mujer,
convertía
a su
ejecutor
en
culpable y
el
cunnilingus
también
sumía en
el
descrédito
a la
impura
boca de la
persona
que lo
practicaba.
Además, de
acuerdo
con la
jerarquía
romana de
la
degradación
sexual, un
hombre
sospechoso
de haber
estimulado
oralmente
el
clítoris
de una
mujer caía
en mayor
desgracia
que uno
que fuera
penetrado
por otro
hombre. Se
los
marginaba
socialmente,
imponiéndoles
el estatus
legal de
infame, el
mismo del
que eran
objeto las
prostitutas,
los
gladiadores
y los
actores, y
que les
impedía
votar y
representarse
a sí
mismos
ante un
tribunal.
AMULETOS
Aunque
actualmente
nuestra
cultura
asocia
cualquier
exhibición
de los
genitales
masculinos
con la
obscenidad
y la
pornografía,
para los
antiguos
romanos
constituía
un deber
poner
falos a la
vista allí
donde
acechara
un
peligro. Y
eran muy
creativos
a la hora
de
producir
piezas de
artesanía
en forma
de pene
que,
además,
funcionaban
como
amuletos
de la
buena
suerte.
Colocados
estratégicamente
en calles,
tiendas,
casas,
termas o
tumbas
servían
para
ahuyentar
a los
malos
espíritus.
En cuanto
al tamaño
ideal del
pene, tal
y como
puede
observarse
en todo el
arte
visual
griego y
romano,
éste suele
ser
pequeño y,
por lo
mismo, los
penes
grandes no
se
consideraban
de tamaño
adecuado.
Por ello,
cuando los
artistas o
los
escritores
quieren
acusar a
alguien de
cometer
excesos, a
menudo le
representan
como un
amante de
los penes
grandes.
Si algo
revela la
exploración
de los
entresijos
del arte
erótico
romano,
mantiene
el autor,
es que no
podemos
aplicarle
nuestra
propia
concepción
de lo que
es
pornográfico
o
pecaminoso.
Los
romanos no
poseían
ningún
concepto
parecido
al de
pornografía,
sino que
su
representación
del sexo
-ya fuera
escrita o
visual-
obedecía
al simple
placer de
disfrutarlo.
El sexo
era algo
natural y
hablaban
abiertamente
sobre él,
hasta el
punto,
incluso,
de exhibir
con
orgullo
sus
pinturas,
su
platería y
hasta sus
humildes
vasijas de
terracota
con todo
el abanico
de
prácticas
sexuales
imaginables.
A los
antiguos
romanos, y
con ellos
a todo el
mediterráneo
de los dos
primeros
siglos de
nuestra
era, el
sentimiento
de culpa
que
actualmente
solemos
asociar
con el
goce
sexual les
habría
resultado
absurdo y
raro. Toda
una
lección,
según el
autor,
para
quienes
habiendo
crecido a
la zaga de
un siglo
que empezó
con Freud
lo
terminamos
con el
escándalo
Clinton-Lewinsky.
Y es que,
aunque nos
creamos
liberados,
nuestra
concepción
del sexo
sigue
siendo aún
muy
estructurada. |