En el transcurso del siglo XVIII Gran Bretaña fue aumentando su vastas posesiones coloniales, que pronto se extendieron por todos los continentes. En ese tiempo, los miembros de su élite dirigente recibían una esmerada educación, que se consideraba incompleta si no incluía una dilatada estancia en la Europa continental. Una formación adicional en historia, arte, literatura e idiomas, así como un conocimiento de primera mano de otros modos de vida y costumbres, se estimaban imprescindibles para quienes, en el umbral de la edad adulta, estaban llamados a llevar con mano firme las riendas del Imperio.
Ese viaje de aprendizaje y enriquecimiento personal, antes de iniciar una carrera en el mundo de la política, el ejército o los negocios, recibió el nombre de grand tour. Y, aunque se conocen precedentes, fue a partir de la firma de la Paz de Utrecht (1713), tras la Guerra de Sucesión española, y la instauración de un nuevo equilibrio político en Europa cuando se oficializó. Su objetivo último era el de formar dirigentes capacitados, que estuvieran al corriente del carácter de las distintas naciones, tanto modernas como antiguas, los motivos de su auge y decadencia, sus peculiaridades políticas, sus leyes e instituciones.
Anthony Ashler, tercer conde de Shaftesbury, fijaba las características que debía tener esta educación de las élites en su influyente libro Characteristics of men, manners, opinions, times (1711): "Por conocimiento del mundo yo entiendo aquel que resulta de la observación de los hombres y las cosas desde un contacto con las costumbres y usos de otras naciones, con una visión interna de sus políticas, gobierno y religión [...]. Esta es la madre de las ciencias que todo caballero debe comprender y de la que nunca han oído nuestras escuelas y colegios".
La duración del grand tour oscilaba entre unos meses y varios años. Los medios de transporte de la época eran escasos, inseguros y lentos, pero los hijos de las familias británicas más distinguidas, a los que se sumaban de forma ocasional jóvenes aristócratas de otras naciones, disponían de suficiente tiempo y dinero. Por lo común, viajaban con un séquito de asistentes personales que solía incluir a un tutor. También podía formar parte del grupo un responsable de la expedición (bear leader), un hombre de mundo, por lo general un militar retirado, que actuaba como guía y protector.
El itinerario seguido por aquellos que emprendían el grand tour variaba. Había quienes preferían dirigir sus pasos, en primer lugar, hacia los Países Bajos y Francia, mientras que otros escogían remontar el Rin y hacer escala en poblaciones alemanas o suizas. Sin embargo, el destino final de casi todos ellos era siempre el mismo: Italia. Sus ciudades exhibían incontables obras de arte, además de ser, junto con Grecia, cuna de la civilización europea. Y al contrario que en el caso del territorio helénico, bajo soberanía del Imperio Otomano hasta bien entrado el siglo XIX, en Italia era posible beber directamente de las fuentes de la cultura occidental y acceder sin trabas a las sorprendentes ruinas de la Antigüedad.
Solo los más aventureros se arriesgaron a ampliar su trayecto hasta Grecia y el Próximo Oriente, o decidieron recorrer España. Nuestro país se quedó al margen de las rutas más frecuentadas, pese a los numerosos restos de pasados esplendores. Ello fue debido al secular antagonismo anglo-español y, sobre todo, al largo período de decadencia por el que atravesaba España, que disminuía su atractivo y la privaba de las infraestructuras necesarias.
Ciudades con arte e historia
La península Itálica, en esa época fragmentada políticamente en pequeños Estados, era el principal foco de atracción para los viajeros del grand tour. Estos cruzaban los Alpes a lomos de caballería para llegar a Turín, o se embarcaban en el puerto de Marsella con dirección a Génova. Junto a esas dos urbes, tradicionales puertas de acceso a Italia, los enclaves más visitados eran Bolonia ¿célebre por su Universidad¿, Venecia, Florencia y, en especial, Roma.
La ciudad de los canales ya no era la potencia política y comercial de siglos atrás. Su antaño poderosa flota estaba prácticamente desmantelada y los turcos le habían arrebatado gran parte de sus dominios mediterráneos. Sin embargo, conservaba su aire cosmopolita, dada su condición de cruce de caminos entre Oriente y Occidente, y mantenía su prosperidad cultural. Aunque los conciertos y las fiestas cortesanas se sucedían durante todo el año, Venecia acogía al mayor número de visitantes durante los meses de invierno, cuando celebraba su Carnaval. Los festejos se iniciaban el 26 de diciembre, festividad de San Esteban, y se prolongaban durante semanas, hasta el inicio de la Cuaresma.
En Florencia, los jóvenes caballeros británicos admiraban la gran cantidad de obras de arte heredadas de la Baja Edad Media (de gran bonanza económica gracias a sus comerciantes y banqueros) y del Renacimiento (movimiento cultural que tuvo en la capital toscana uno de sus más destacados centros de irradiación bajo el mecenazgo de la familia gobernante, los Médicis). Y podían hacerlo tanto en palacios e iglesias como en la galería de los Uffizi, abierta al público poco después de que el último miembro de la dinastía medicea falleciese, en 1737.
Pero, sobre todas las demás, la etapa ineludible en todos los circuitos del grand tour era Roma. Como legado de los fastos papales, la Ciudad Eterna reunía las más prestigiosas creaciones renacentistas y barrocas, que atraían a artistas procedentes de toda Europa, ávidos de instruirse de acuerdo a los patrones establecidos por los maestros de mayor renombre. Al mismo tiempo, constituía un marco perfecto para volver la vista hacia el pasado más lejano, pues albergaba cuantiosas huellas del cristianismo primitivo y excepcionales vestigios de la metrópolis republicana e imperial de la Antigüedad.
La resurrección del mundo antiguo
A medida que avanzó el siglo XVIII, la admiración de la minoría intelectual, incluidos los viajeros del grand tour, por la cultura clásica fue incrementándose. De la mano de los pensadores de la Ilustración, esta acabó convertida en un paradigma ético, político e intelectual que debía ser imitado. Como consecuencia, aumentaron las publicaciones centradas en el arte, la historia y las instituciones de la Roma antigua, así como las pinturas y estampas que dejaban testimonio de los restos monumentales de la propia capital y de otros términos de los Estados Pontificios como Palestrina, Ostia o Tívoli, localidad esta última donde el emperador Adriano había erigido una fastuosa villa.
Los pontífices Clemente XIV y Pío VI promovieron la creación del museo Pío Clementino, dedicado a la Antigüedad, y se intensificaron las investigaciones arqueológicas, en muchas ocasiones financiadas y organizadas por ingleses. Paralelamente, se desató una auténtica fiebre por coleccionar todo tipo de objetos procedentes de las excavaciones. Esa fascinación por la Edad Antigua se acrecentó de forma considerable tras los descubrimientos de las ciudades de Campania sepultadas por la erupción del Vesubio a finales del siglo I d. de C. En 1709 se produjo el hallazgo fortuito de Herculano, pero hasta 1738, ya con el futuro Carlos III de España en el trono napolitano, no se organizaron campañas arqueológicas sistemáticas. La repercusión de esos trabajos fue descomunal, pues se trataba del conjunto de edificaciones de época romana más completo que se conocía y se conservaba en óptimas condiciones.
Diez años después, en 1748, fue localizada Pompeya, si bien hasta 1763 no se supo de qué ciudad se trataba. De nuevo se producía una milagrosa inmersión en la Antigüedad en estado puro, ya que las construcciones seguían casi intactas bajo las cenizas del volcán. La magnitud de los restos y su calidad sedujeron a infinidad de estudiosos, curiosos y devotos del mundo clásico, que aprovechaban su estancia en el sur de Italia para visitar también varios reductos de la cultura helénica en el Mediterráneo occidental, como los templos de Paestum y las ciudades griegas de Sicilia, como Agrigento o Taormina.
La democratización del grand tour
A finales del siglo XVIII y durante las primeras décadas del siglo XIX, el Reino Unido vivió una etapa de gran crecimiento económico, derivado de la pujante Revolución Industrial. Un mayor número de familias accedía a la educación superior y contaba con los medios necesarios para complementarla en el extranjero.
Los adelantos técnicos, en particular en los medios de transporte, abarataron el coste de los viajes, a la par que redujeron las distancias y muchas incomodidades. Fueron creadas líneas marítimas regulares para el paso del canal de la Mancha (las primeras datan de 1820), varios túneles horadaron la hasta entonces barrera alpina y el trazado ferroviario se fue extendiendo por gran parte de Europa.
Deslumbrados por las descripciones de libros y guías de viaje ¿Thomas Nugent ya publicó una en 1749 con el título de Grand Tour¿, cada vez eran más los que se animaban a recorrer las capitales europeas. A los caballeros ingleses de ilustres linajes se añadieron hombres y mujeres de la nueva burguesía enriquecida. Muchos utilizaron para ello las líneas de ferrocarril que unían Inglaterra con Brindisi, en la Italia meridional, como parte de la ruta hacia la India.
En los lugares de destino, el impacto de esa masificación se hizo evidente, como lo reflejó el escritor alemán Heinrich Heine en un fragmento de sus Cuadros de viaje (1826-1830): "Los ingleses abundan tanto en Italia que no hay modo de pasarlos por alto. Cruzan este país en enjambres, acampan en las hospederías, corren por todas partes a verlo todo y no es posible imaginar un limonero en Italia sin una inglesa junto a él, oliendo las hojas, ni pensar en una galería de arte sin un grupo compacto de ingleses, con sus guías en las manos, mirando si está allí todo lo que el libro cita de notable".
El grand tour fue así perdiendo su carácter elitista y también sus metas iniciales. De método de enseñanza fue transformándose en viaje de placer, y dio paso, poco a poco, al turismo moderno. A mediados del siglo XIX, el empresario Thomas Cook comenzó a ofrecer viajes organizados para grupos numerosos, que dejaban atrás las brumas o nieves de su país en busca de ciudades monumentales, playas tranquilas o lugares lejanos y exóticos. Lejos quedaba ya el espíritu que animó a aquellos que, por voluntad propia o por deseo paterno, quisieron conocer los resortes que habían hecho funcionar la civilización antes de pasar a dirigir sus destinos.
Los primeros souvenirs
La relevancia de las comunidades de residentes temporales en determinadas ciudades italianas y su afán de atesorar diferentes recuerdos de su estancia dieron pie al nacimiento de una todavía elemental pero floreciente industria del souvenir. Artistas de toda categoría, condición social y lugar de procedencia se afincaban en esas urbes donde los visitantes, con un alto poder adquisitivo, compraban sus obras o las réplicas que hacían de los grandes maestros italianos.
Entre las piezas más habituales figuraban lienzos o estampas con vistas (vedute) de rincones pintorescos o de plazas y calles de gran renombre. El autor más cotizado del siglo XVIII en este campo fue el veneciano Giovanni Antonio Canal, conocido como el Canaletto. Su recreación de los monumentos de la antigua Roma adonde viajó en su juventud, y, sobre todo, las perspectivas panorámicas de su Venecia natal entusiasmaron a los nobles británicos. Tal fue su prestigio entre los ingleses que, en 1746, se trasladó a Londres para trabajar y allí permaneció durante nueve años.
Asimismo, fueron muy codiciadas por quienes hacían el grand tour las obras relacionadas con la Antigüedad Clásica, consideradas imprescindibles para "alcanzar sutilidad y corrección en el gusto". Una interpretación muy particular del esplendor de la Roma imperial la dio el arquitecto y grabador Giambattista Piranesi, creador de una poética de las ruinas, integradas en un marco de naturaleza envolvente y misteriosa, de enorme éxito entre sus contemporáneos. El mercado de objetos procedentes de los yacimientos arqueológicos, al que se agregaron abundantes copias y falsificaciones, vivió un período de apogeo, con talleres especializados encargados no solo de restaurar las obras halladas en las excavaciones sino también de reproducirlas para satisfacer la demanda turística. A su vuelta del grand tour, los lords ingleses vestían sus mansiones con los objetos adquiridos, lo que ayudó a que tuviera lugar un profundo cambio en las modas predominantes, en favor del naciente neoclasicismo. Como medio de obtener la belleza ideal, se imitaron las formas grecorromanas y, en teoría, el espíritu que las animaba. Progresivamente, los diseños rectilíneos sustituyeron a la sinuosidad barroca, que empezó a ser vista como extravagante.